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Palabras para matar el hambre

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Pancarta

¿De dónde viene la palabra pancarta? A mí, a bote pronto, y moviendo las sílabas como si fueran fichas –al fin y al cabo, la lengua es juego y fuego fatuo–, a lo que más me recuerda es a «Carpanta», aquel insigne hambriento dibujado por Escobar hacia 1947 para el tebeo Pulgarcito. Eran aquellos pobrísimos años de posguerra una época en la que los niños aún congeniaban con los mendigos y, no contentos con pegar la hebra en la esquina con el primer desharrapado que extendiese la mano, admiraban su estilo indumentario sin reservas, al mismo tiempo que intentaban imitar su modo de hablar, colorido y bravo. Que les faltara un diente en un lugar estratégico les prestaba un aura todavía más novelesca: era como si fueran piratas en seco con pata de palo. Sí, los lenguaraces relataban sus hazañas con soltura meridional; habían perdido la pieza un día de fiesta mayor cuando un ricacho les había invitado a percebes: ¡mella gloriosa!, y puro cuento. Ahora, sin embargo, a la infancia se le enseña a insultarlos; aprenden antes a asquearse que a compadecerse. Es una mala escuela, porque el hambre es la verdadera historia de este país nuestro: un millón de hambrientos hoy mismo. Estaba yo pensando en estas cosas cuando me topé de repente con una valla publicitaria en la que se veía a una pareja madura disfrutando de un spa. Flotando en el agua termal, podía leerse este mensaje: «Acostúmbrate a ser único». País de hambrientos y de cursis. Vuelvo a mi pancarta: ¿una carta pública para pedir pan?

Tragasagas

Ni llevan turbante, ni proceden de la lejanísima India, pero sí comparten con los famosos tragasables circenses ese deseo de meterse entre pecho y espalda no menos de un metro de algo interminable y peligroso. En el caso de estos tragaldabas del papel, la digestión es más pesada, pero –piensan ellos– mucho más provechosa: ¡están haciéndose una cultura! Apenas sale al mercado otro tomazo por entregas, corren a por él. Se trata de un ejemplar primorosamente editado con una portada que recuerda, en su alegría pueblerina y sus cantos dorados, a una caja de bombones. ¡Quién podría resistirse! Los tragasagas pasan página, que de eso se trata, de pasar de largo, y se sienten  únicos, mejores, como los del anuncio. Devoran los numerosos puntos y aparte y los nombres propios vagamente merovingios sin aparente esfuerzo. Si les afeas su glotonería, argumentan que mejor es eso que pasarse las tardes viéndolas venir. Yo, la tarde, que es inevitablemente una saga, me la tomo con calma, el pico cerrado y, si el hambre aprieta, me tiro a la terraza para que el fresco me distraiga. Hoy pasaba por debajo uno de estos lectores famélicos. Caminaba y leía al mismo tiempo con energía castrense. Se ve que sigue instrucciones de su endocrino. ¡País de hambrientos, de cursis, de atletas tronados! No hay remedio.

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Ficha técnica

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