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Un prólogo líquido a El manifiesto comunista

El manifiesto comunista

Karl Max

Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2021

Traducción y edición de José Ovejero, prólogo de Yolanda Díaz

159 págs.

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Que una afiliada al Partido Comunista de España, organización que mantiene su fidelidad dogmática al marxismo leninismo (art.1-3º de sus Estatutos), prologue una nueva edición de aquel potente panfleto que fue El manifiesto comunista de Marx y Engels no tiene nada de raro, más bien lo contrario, pese a los aspavientos melindrosos de la derecha hispana. Es algo así como que un cristiano comente el Sermón de la Montaña y las Bienaventuranzas, o un liberal la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, o un científico El origen… de Darwin. Es un enfoque bastante congruente con la propia ideología, aunque, eso sí, muy poco comprometido con la historia posterior de la idea seminal formulada en la obra.  Y sucede que, en sintonía con ello, la presentación que hace Yolanda Díaz de la primera exposición del marxismo en palabras vulgares se caracteriza por ser ditirámbica y, a la vez, líquida.

Ditirámbica por la importancia que atribuye al pensamiento de Marx, del que proclama nada menos que quedó «escrito con tinta indeleble sobre el viento de la Historia». Atención, la Historia con mayúscula, lo que significa que estamos hablando de la Weltgeschichte en persona, de esa trama que da sentido a lo que sucede en la historia con minúscula, la empírica llena de personas vulgares y eventos insignificantes. La «Historia» que según Aristóteles (sigo en esto a José Luis Pardo en sus Estadios del malestar, Anagrama, 2016) era definible más como «poesía» que como narración. Y, en efecto, el texto es buscadamente poético (de mejor o peor calidad, eso va en gustos), resulta escasamente concreto y, desde luego, no es nada cientificista (lo que hubiera molestado sobremanera a los amigos que escribieron el Manifiesto, según se nos dice con dudoso símil, «a cuatro manos», como si Marx y Engels hubieran ejecutado una obra al piano). Escribir poesía en lugar de historia (con minúscula) tiene además la ventaja no desdeñable de corroborar la alta satisfacción moral en que están instalados sus creyentes, porque en la Historia el bien triunfa al final sobre el mal y el sufrimiento de los justos e inocentes se ve recompensado. Todo con la ayudita de los imbuidos de esa poesía.

Exposición a la vez es líquida, en el sentido actual del término aplicado a ideas, conceptos o demás producciones intelectuales humanas. Borrosa, sin delimitación clara, multipropósitos y sobre todo muy apta para las guerras culturales de la actualidad, en lugar de para construcciones epistémicas rigurosas. Yolanda Díaz nos presenta a Marx en unos términos que hubieran valido también para Cristo: «las teorías de Marx y el poder transformador del Manifiesto… nos habla de utopías encriptadas en nuestro presente… que no son un dogma estático, imperturbable, monocolor, anclado en su propia razón, sino una clave interpretativa tan borrosa como exacta que nos permite pulir y retocar una y otra vez nuestra visión del mundo y de las cosas». ¡Ándele! Y hay más licuefacción: la obra de Marx y Engels trata en realidad de… «la impredecible variabilidad de una ecuación que, en nombre del comunismo y de un ideal revolucionario, se resuelve con la derogación de las verdades eternas y la conquista de una democracia genuina». Salvo la referencia a la genuina democracia que nos espera, el resto vale para todo profeta que se precie, que siempre empieza con romper con las verdades eternas, las que sean, aunque lo de la ecuación que varía impredeciblemente, lo confieso, me supera.

A señalar lo que sí es raro, incluso un tanto contradictorio: en concreto, la circunstancia de que la autora de este «bello prefacio» (José Ovejero scripsit) sea nada menos que vicepresidenta y ministra del actual gobierno de España, y a lo que parece, uno de sus componentes que con más eficacia y acierto sostienen su gestión. Porque resulta que los autores de la obra prologada tenían muy claro y afirmaban que «el gobierno en los Estados modernos no es más que un comité que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa» (págs. 29-30), es decir, que la política y lo político carecen de cualquier autonomía por relación al meollo sociológico estructural que vienen a ser la economía y la lucha de clases, y por ello la democracia burguesa sólo podía ser útil para los intereses de la burguesía. Como recordaba Trotsky en la edición del Manifiesto de 1937, esto era así aunque el gobierno lo dirigieran Largo Caballero o Negrín (pág. 86). Pongan «capitalista» donde nuestros comunistas antiguos decían «burguesa» y toparán con la anomalía inexplicable desde el recto sentido del Manifiesto: la del «¿cómo tú por aquí?», seas Yolanda o Alberto. Porque, o bien están exacerbando astutamente desde sus ministerios las contradicciones y estertores de un capitalismo que ya se autodestruye él solo, o su comunismo es menos marxista de lo que pretenden.

En realidad, Marx y Engels se hubieran estremecido al ver reducido a tan poco y tan líquido, su materialismo histórico y dialéctico, tan puntillosos como eran en su cientificismo. Lo escribía Engels en los prólogos de sucesivas ediciones del Manifiesto (1883 y 1888): «la proposición básica de Marx, el núcleo del trabajo consiste en que: en cada época histórica el modo de producción y cambio predominante, así como la estructura social que necesariamente deriva de él, constituye la base sobre la cual se construye la historia política e intelectual de esa época y desde la cual -y sólo desde ella– se puede explicar tal historia» (énfasis nuestro). De esto no hay nada en el prólogo, a pesar de que es el núcleo del panfleto. Sí hay en cambio una condena del «capitalismo en cualquiera de sus diversas y voraces mutaciones, dispuesto siempre a fagocitar, corromper y desintegrar la misma realidad que lo constituye». Nada sobre la anomalía de que el virus mute y mute durante ya casi dos siglos y la vacuna comunista no surta efecto para transformarlo.

Acertada la afirmación del prólogo de que Marx fue uno de aquellos pensadores que a lo largo del siglo XIX y comienzos del XX «movieron los marcos» de las creencias humanas por entonces más asentadas como verdades previas a cualquier reflexión. Darwin, Freud, Nietzsche y, desde luego, Marx, cada uno en su campo, desvelaron los supuestos subyacentes al pensamiento occidental efectuando una eficaz labor de descubrimiento crítico.  Nada es igual desde ellos. Pero también es obligado reconocer que ellos mismos establecieron otros marcos, unos nuevos mojones, en ocasiones igual de dogmáticos y aspirantes al título de verdad que los anteriores. Como por otra parte era casi inevitable. Presentar como hace la prologuista a un Marx infinitamente abierto a cualquier desarrollo intelectual y moral es, en cierto sentido, falsificar al personaje y su significado en la historia, que radica tanto en los «marcos que cambió» como en los «nuevos mojones» que colocó.

La prologuista deja apuntado, aunque sin tomar partido en la batalla, que cabe una interpretación no tan íntegramente favorable de Marx y Engels. Por ejemplo, cuando un hodierno izquierdista amante de la diferencia cultural se topa con sus ideas sobre las naciones y el colonialismo. O una feminista observa un cierto patriarcalismo teórico (del patriarcalismo práctico con su criada mejor ni hablar). Pero no le toca entrar en ello.

En cambio, es muy llamativo que haya una cuestión que parezca incomodar a la vicepresidenta en esta su enésima «reapropiación» del pensamiento de Marx y Engels: es precisamente la malhadada «dictadura del proletariado» que propusieron como ineludible fase intermedia en el tránsito que se abre, con la revolución socialista, entre la democracia burguesa y la extinción del Estado. Y es que hoy en día lo de dictadura no suena bien por mucho que venga adobada en poesía utópica, menos aún por aquí, donde contamos con una dictadura ominosa tan próxima. Así que Yolanda Díaz liquida su incomodidad con la «dictadura del proletariado» sugiriendo que el sintagma se ha originado en y por las (malas) traducciones realizadas desde el original alemán, en el que se supone no figurarían tales términos. No fueron Marx y Engels, sino sus traductores, se le hace creer al lector. Doblemente curioso el asunto, primero porque malamente, incluso para los legos en lenguas germánicas, puede calificarse de errónea la traducción como «dictadura» de «Diktatur des Proletariats»” o «Herrschaft der Arbeiterklasse», que son los términos usados por Marx en obras posteriores (traducidos por los ingleses como «dictatorship of the proletariat», por los italianos como «dittatura del proletariato», y por los franceses como «dictature du prolétariat»). Y segundo, porque en el Manifiesto que Yolanda Díaz prologa no aparece en ningún momento la expresión «dictadura del proletariado», lo que hace que la referencia a esta cuestión (y el despacharla tout court como una mala traducción) no viniera a cuento en principio. ¿Por qué entonces su corrección semántica?

Tiene razón Yolanda Díaz, esto es ya un lugar común, cuando comenta que el término «dictadura» empleado por Marx en otras obras no refleja exactamente el substrato de sus tesis sobre la naturaleza del gobierno que implantaría el proletariado cuando hiciese la revolución socialista. Aunque nunca fue medianamente claro sobre el punto, parece que él pensaba en un gobierno democrático de «la mayoría en interés de la mayoría», no en una dictadura bonapartista sin más. Ahora bien, esa cualidad democrática del gobierno del proletariado de Marx sólo tiene sentido en tanto en cuanto se arranque de una precompresión de la democracia según el modelo jacobino-participativo (tipo Comuna, escribió Engels) totalmente ajeno desde luego al Estado democrático constitucional representativo, con su pluralismo, división de poderes, y demás «cháchara liberal». Marx -y Lenin después- hablaban de democracia, cierto, pero se referían a una democracia que no era la que se ha desarrollado y popularizado en Occidente sino a otra que Lenin consideraba mil veces más auténtica y real que ella y que puso en práctica de hecho. El eco de su pensamiento y práctica resuenan hoy todavía en los términos que usa la vicepresidenta del gobierno español cuando augura como tarea final para el comunismo y el ideal revolucionario, una vez derogadas las «verdades eternas», la de «conquistar una democracia genuina» (pg.21). Genuino: sinónimo de auténtico, verdadero, real; antónimos: falso o ilegítimo.  En esos términos piensa una comunista actual, aquí y ahora. Aunque sea vicepresidente del gobierno. O, quizás, porque es vicepresidenta de este gobierno. Llamativo. Es lo poco reseñable del prólogo.

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