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No enseñar al que no sabe

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«En esta época se creó la Santa Inquisición, también llamada Congregación del Santo Orificio». «Cristóbal Colón firmó con los Reyes Católicos las Capitulaciones de Santa Fe, por las que el cien por cien de las riquezas encontradas sería para los reyes y el resto sería para Colón». «Todos heredamos características de nuestros padres: el color de los ojos, la estatura, la edad». «La etnia de los eslavos procedía de las tropas de Alcanfor». «La escultura románica estaba hecha de piedra y es muy pobre, ya que no tienen ni autores. Lo más importante es el hieratismo (ausencia de rostro en la cara)». «En primavera los afluentes del Nilo crecían y hacían desbordar el río a causa de las lluvias amazónicas». «En este díptico se observan imágenes religiosas de la Virgen con Jesús, por tanto pertenece al arte islámico». «En esta época el poder ejecutivo lo tiene Rembrandt, pero está apoyado por Luis IV, rey de Francia». «La eutanasia activa indirecta es aquella en la que se dan al enfermo medicamentos que acortan su vida para que no muera antes». «El marxismo defendía el capitalismo y por otro lado el anarquismo defendía todo lo contrario, es decir, eran liberales». «En los gulags creados por Stalin se producían varias muertes por persona».

Podrían ser chistes malos, facilones, esas típicas muletillas de los monólogos al uso, pero, en realidad, son algunas muestras de las respuestas –involuntariamente cómicas, por disparatadas– que han escrito los adolescentes en las diversas pruebas o exámenes que se les ponen en la educación secundaria y el bachillerato. Sobre esto hay una nutrida bibliografía que viene de muy atrás, pues han sido muchos los pedagogos, maestros y profesores que han tenido la santa paciencia de recopilar esas sartas de disparates en libritos que, como no podía ser menos, optan por reír para no desesperarse. No se ha hecho suficiente hincapié en esta virtud, la paciencia, que es la condición sine qua non de cualquier educador. Suele hablarse mucho de otras cosas, pero, sin embargo, se deja en un segundo plano el aguante cotidiano que realmente es la base misma de la función instructiva. Al fin y al cabo, frente al tan bienintencionado como falso principio de «enseñar al que no sabe», la realidad cotidiana del aula presenta una lucha desigual entre alguien que pretende instruir y una recua de adolescentes asilvestrados dispuestos a no salir de su ignorancia, pues no les interesa lo más mínimo lo que aquel pueda decirles. El problema no es que no sepan, pues, efectivamente, nada o poco es lo que saben, pero eso es natural. El verdadero problema es que no quieren saber o, mejor aún, están orgullosos de su universal desconocimiento, por lo menos en lo tocante a eso que los adultos llaman ciencia, cultura o razonamiento.

Pero, volviendo a lo que nos ocupaba, la expresión de esa ignorancia integral en los exámenes desemboca, como no podía ser de otra forma, en el desatino que el docente ha de tomarse necesariamente a broma para no caer en la melancolía del esfuerzo inútil: ¿para qué han servido tantas horas de explicaciones, aclaraciones y repeticiones? ¿En qué estaban pensando esos chicos mientras te desgañitabas hasta perder la voz un día sí y el otro también? Bueno, da igual, porque esto es lo que hay. Y, como decía antes, por lo menos siempre cabe la posibilidad de tomárselo con filosofía, quiero decir, con humor. Así, como apuntaba en las líneas precedentes, hay una larga tradición de recopilar las burradas escolares. La más clásica, que todos o casi todos recordarán, es la que adopta la forma de «Antología del disparate». Conozco al menos una decena de libros u opúsculos que se llaman así o de una forma muy parecida y que básicamente tienen el mismo contenido, aunque obviamente cambien las respuestas concretas: recopilación de las más divertidas meteduras de pata organizadas de distintas maneras, normalmente por asignaturas o áreas. Hoy día, con Internet omnipresente, el curioso puede encontrarse distintos blogs y webs con aquel mismo título. El modelo es el mismo. Como la ignorancia es atrevida, el nivel de las animaladas no digo que se supere a sí mismo, porque eso es imposible, pero sí que se mantiene en tan altas cotas que no defrauda las expectativas.

A propósito de esto, de las expectativas, supongo y comprendo que quien no esté o haya estado en el medio –en esos niveles de la enseñanza, quiero decir– juzgará que hay bastante mistificación en esas antologías del disparate escolar. Vamos, que no es para tanto o, dicho de otra manera, que la mayor parte de esas anécdotas son inventadas por el autor de turno. Como es obvio, yo no puedo responder por los diversos autores que han efectuado las recopilaciones, pero sí puedo dar cuenta de mi humilde experiencia. En mis casi cuatro décadas como profesor de a pie estuve tentado en muchas ocasiones de acometer por mi cuenta mi particular antología, cosa que nunca llegué a hacer, porque me propuse otros objetivos y me enredé en otras actividades. Pero sí que anoté algunas perlas que me parecieron especialmente estrambóticas para comentarlas con mis compañeros, con mis amigos o con mi mujer al llegar a casa. Recuerdo algunas, casi a voleo, que, en cualquier caso, creo que no desmerecen de las antes transcritas. «La prehistoria, como su propio nombre indica, es todo lo que se escribe antes de llegar a la historia». «Lope de Vega, aparte del Quijote, fue un autor muy prolíjico [sic], es decir, que escribió muchas más obras, como La vida es un sueño». «Santo Tomás descubrió varios caminos (él les llamaba vías) para llegar al cielo». «La Regimienta fue una novela muy popular que escribió Leopoldo alias Azorín». «Nitche [sic] perseguía a las mujeres con un látigo y por eso es el filósofo preferido de los nazis». «Los dos principales científicos españoles fueron Ortega y Gasset, y ganaron el novel [sic] por descubrir el ADN». «Profe, yo sé que no he estudiado pero apruevame [sic] por favor».

Estas últimas son mías –quiero decir de mi experiencia docente–, pero las primeras, es decir, las frases con que abría este comentario las he tomado de un divertido librito de Miguel Sandín titulado El Lazarillo de torpes. Un pedagogo como Dios manda –es decir, de los que hoy día imponen su ley en los centros escolares– presentaría una enmienda a la totalidad para empezar al propio título. ¿Cómo que Lazarillo? Y peor aún, ¿qué es eso de torpes? ¿Torpes, quiénes: los alumnos? Uy, uy, uy, señor Sandín, si usted es profesor de verdad se está jugando el puesto o, por lo menos, está haciendo oposiciones a que le abran un expediente. Llamar torpes a los alumnos es un insulto inadmisible. Por menos de eso, por soltar un «¿tú eres tonto o qué?», más de un docente se ha visto en algo más que un aprieto. Llamar a los alumnos torpes, aunque lo sean, resulta inadmisible para la doctrina pedagógica vigente. Pero es que, encima, sigue diciendo esta, la realidad es que no lo son. Y por ello no tiene sentido un planteamiento de «enseñar al que no sabe», porque lo que se rebate es el principio mismo de que haya alguien que sabe (el profesor) y otros que no (los alumnos). El buen profesor, por el contrario, debe estar dispuesto también a aprender, porque aquí está el quid de la cuestión: que el saber no es unilateral, no es algo que uno posea y otros no, sino que se reparte democráticamente. Unos saben unas cosas y otros, cosas distintas. «Capacidades diferentes», como se dice ahora de los antes denominados minusválidos, desvalidos o incapacitados. El buen profesor, decía, es el que aprende de sus alumnos. Nada, pues, de lazarillos, por la sencilla razón de que no hay ciegos. Todos debemos aprender de todos. Por eso se habla de experiencias compartidas.

Sólo quien no haya pisado, laboralmente hablando, un centro escolar de secundaria pensará que lo dicho anteriormente es artera tergiversación o, simplemente, y en el mejor de los casos, una burda exageración. De hecho, como bien describe Miguel Sandín en las páginas iniciales del libro, lo primero que se encontrará el profesor novato al llegar al centro al que haya sido destinado es una tarea burocrática y tediosa, con ribetes surrealistas: detallar hasta límites inconcebibles de precisión conceptual y temporal la forma, el contenido, los procedimientos, objetivos, criterios y pruebas que deberá aplicar en cada una de las materias que le corresponda impartir durante el curso académico. Lo he dicho en unos términos sencillos para que todos los lectores puedan entenderme, porque si lo dijera del modo en que está oficialmente establecido –en el argot pedagógico– quedaría algo así (tomo los ejemplos del autor del libro): entre los objetivos de etapa, el primero es «ejercer la ciudadanía democrática desde una perspectiva global y adquirir una conciencia cívica responsable, inspirada por los valores de la Constitución Española, así como por los Derechos Humanos, que fomente la corresponsabilidad en la construcción de una sociedad justa y equitativa». Los objetivos específicos de una asignatura: «en su carácter formativo, subraya el desarrollo de técnicas y capacidades propias del pensamiento abstracto y formal, tales como la observación, el análisis, la interpretación, la capacidad de comprensión y el sentido crítico».

Posibilidades, reflexiona Sandín: «1. Quien redactó esto se excedió muy seriamente con los gin-tonics. 2. Lo hizo en plena resaca. 3. No ha pisado un centro educativo en su vida. 4. No tiene hijos adolescentes. 5. Todas las anteriores son correctas». No sé ustedes, pero yo voto impepinablemente por la última, la número cinco. Dice Cipolla en su célebre ensayo sobre la estupidez, que esta se reparte de tal modo que no hay grupo humano, incluidos los más selectos, como el de ganadores del premio Nobel, que no tengan su proporción de estúpidos, que más o menos se mantiene constante. Discrepo en un matiz: hay labores que fomentan la estupidez y, por tanto, profesiones con mayor proporción de imbéciles que otras. Esta, la de la enseñanza, es una de ellas. Sólo así pueden entenderse las reuniones pedagógicas en las que, cito nuevamente al autor del libro, «determinar si un alumno aprueba con un 4,7 llevó media hora de discusión […]; determinar si en las recuperaciones se pone la nota del examen o máximo un 5 llevó cuarenta minutos de discusión […]; determinar si las exposiciones orales deben ser obligatorias (veinte minutos), si las tildes deben penalizar como cualquier otra falta de ortografía (quince minutos), si se bajan puntos por el retraso en la entrega de trabajos (veinticinco minutos)».

Pero, la verdad, no quisiera que este comentario se perdiera por los vericuetos de los pros y contras de la función docente. Mi propósito en esta ocasión era limitarme a trazar un panorama general del ambiente educativo atendiendo a eso que les señalaba antes: cuando la ignorancia se convierte en despropósito. Reír para no llorar, en suma. O, simplemente, reír con cierta capacidad de comprensión y hasta de empatía, pues todos fuimos en algún momento escolares e incurrimos en mayor o menor medida en las estrafalarias meteduras de pata que ahora nos parecen singulares o chocantes. De hecho, el propio Sandín, pese a la mirada irónica omnipresente en las páginas de su libro, no esconde que tal distanciamiento crítico puede ser compatible con la comprensión compasiva de esos pobres adolescentes prisioneros ocho horas diarias –o más– en el aula, una pequeña habitación asfixiante por múltiples conceptos: «Este es un ecosistema granja, a juzgar por el pavo que unos, y sobre todo otras, llevan consigo. Las hormonas pueden verse flotando en el ambiente». Incluso, diría yo, que se desliza cierta ternura ante determinados especímenes. En todo caso, y en líneas generales, el autor se dignifica a sí mismo, como el buen profesor, cuando trasciende el ombliguismo docente y es capaz de ponerse en la piel de esos chicos y chicas de entre doce y diecisiete años que se asoman a la vida adulta con una mezcla de incertidumbre, temores, desasosiego y esperanza. En el fondo, quiere creer sobre todo en esta última, por él y por ellos: «A pesar de todo, sigo encontrando motivos para la esperanza», confiesa explícitamente en alguna ocasión (por ejemplo, en la página 85).

Por lo demás, el libro está lleno de agudas observaciones sobre el día a día en un centro de secundaria, degradación –incluso a nivel terminológico o conceptual– de lo que antes se llamaba instituto de bachillerato. Diré para los más viejos –todos los menores de cincuenta años lo saben de sobra– que la función formativa que antes se suponía inherente a tal institución ha quedado desplazada o, como mínimo, tiene ahora que convivir con otros elementos educativos, entendiendo siempre este concepto de educación en un sentido muy laxo. Dicho más claramente, antes se iba al instituto a estudiar y aprender contenidos determinados y hoy se va al centro de secundaria a recibir una capacitación en la que el conocimiento propiamente dicho –lo que antes era cursar asignaturas específicas– ha quedado en buena medida desplazado o subsumido en algo más amplio y difuso: la llamada formación integral. Precisamente este objetivo más ambicioso genera, paradójicamente, mayor frustración, porque es muy difícil establecer qué le pedimos exactamente a la escuela. El primer damnificado es el profesor de a pie, el que tiene a su cargo como media unos doscientos adolescentes distribuidos en unas siete u ocho clases distintas, correspondientes a las diversas asignaturas o grupos que debe impartir hasta completar un horario de unas veinte horas lectivas (más guardias, bibliotecas, pruebas específicas, exámenes, evaluaciones, reuniones de áreas, reuniones de departamento, tutorías, atención a padres, claustros y un largo etcétera de tareas burocráticas y tediosas). Un profesor al que ya no se le pide que dé una clase magistral, a la antigua usanza, pero que no sabe muy bien si su cometido es el de padre/madre, hermano mayor, tutor, psicólogo, confidente, orientador, juez, abogado de los pobres, poli de guardería o simple animador cultural.

Aludía antes de pasada a la realidad cotidiana, ese día a día que a menudo se transforma en una penosa hora a hora (¡cómo va de lento el reloj en los centros escolares!), que nada, absolutamente nada tiene que ver con la teoría dictada desde los despachos por los pedagogos que huyeron del aula o por burócratas, tecnócratas y políticos que, como decía antes Sandín, se excedieron con las copas. «Existe más parecido entre una película de Disney y la realidad» que entre lo que sucede efectivamente en el aula y lo que teóricamente debería suceder. Así, por ejemplo, el profesor atento debe tener la flexibilidad para sustituir abruptamente la lección que toca por, pongamos por caso, una clase práctica sobre cómo comportarse sin groserías, las consecuencias de las relaciones sexuales sin protección, los efectos del porro o subir fotos comprometidas a Internet. La consecuencia más inmediata de todo ello es que «no hay dos mañanas iguales, porque es estadísticamente imposible que, conviviendo casi quinientos adolescentes [a veces bastantes más, según los centros] en un espacio tan reducido, alguno no cometa cada día un disparate de magnitud diversa en la escala mazo burrada». A esto hay que añadir que la diversidad humana adquiere aquí proporciones mayores que en otras parcelas de la colectividad humana, no ya sólo porque en veinte metros cuadrados se arraciman españoles, magrebíes, rumanos, latinos de diversos países, eslavos y hasta varios chinos que no saben una palabra de castellano, sino porque, como enseguida percibe hasta el observador más lerdo, «cada clase es un país independiente, con sus propios líderes, sus leyes y sus tradiciones». Lo primero que sorprende al profesor novato –y ya sabe por experiencia el docente veterano– es que la broma que le funciona en un grupo causa el efecto contrario en otro; el método que sirve para 3º A no sirve para 3º B, que está pared por pared; o que la misma mano dura que ha sido mano de santo para encarrilar una clase revoltosa provoca una insurrección incontrolable en otra.

Con todo, hay que reconocer que hay también rasgos comunes, pues la diversidad nunca llega al extremo de la disparidad inclasificable. Varían las proporciones, claro está, pero en cada clase o grupo humano son reconocibles los mismos individuos. Sandín, que es buen observador, ofrece una tipología elemental, pero muy certera. En primer lugar, cuando el profe entra en clase, es muy probable que le salude efusivamente, como si le conociera de toda la vida, un chico o una chica con sonrisa de oreja a oreja y ojitos chispeantes. Sí, han acertado, se trata del pelota, un espécimen –uno o varios– que está en todas las clases. Da igual que el grupo sea de cuarenta, treinta o veinte alumnos. Puedes asegurar sin temor a equivocarte que, como mínimo, habrá un pelota. Del mismo modo puedes también asegurar que tendrás, como mínimo, un amargado o resentido contra el mundo. Se caracteriza, dice Sandín con precisión, «por su invariable mueca de asco», que lo mismo le sirve para mostrar su disconformidad ante los deberes que para marcar su diferencia con el regocijo del resto porque el viernes es puente. Aunque esto ya bordea lo políticamente incorrecto, el tercer tipo que describe el autor es «la cuqui», que se caracteriza «por llegar tarde todos los días» a causa del «tiempo que emplea maquillándose en casa frente al espejo». El cuarto es «el futbolero», identificable por su invariable indumentaria de chándal o camiseta de su equipo: mantiene siempre un balón entre sus pies, incluso en clase, y muestra con orgullo su carpeta repleta de láminas con sus ídolos deportivos. El quinto es «el pitagorín», que es «más bajito y silencioso que la media», tiene una letra pulcra y apunta todo lo que se dice en clase con un esmero que despierta las burlas de los demás. El sexto es la «mosca cojonera». Quien no se ha metido nunca en un aula, no sabe bien lo que puede desquiciar este sujeto. Como es un tipo que tampoco falta en ningún grupo escolar, presenta varias modalidades, desde el que se cree gracioso y tiene que dejar su impronta interrumpiendo a voz en grito en los momentos más inoportunos hasta el plasta que levanta la mano para preguntar indefectiblemente lo que el profe acaba de explicar por enésima vez. ¿Lo hace aposta o es así de estúpido, al natural?

Déjenme que termine con las observaciones de patio, que en cierto modo constituyen la consecuencia natural de esos tipos, comportamientos y actitudes que brevemente acabo de exponer, siguiendo siempre a este Lazarillo de torpes. Transcribo las líneas esenciales de su percepción, adelantando que, una vez más, Sandín no tiene muchos reparos en bordear o incluso transgredir la corrección establecida por el sistema pedagógico vigente; pero ahí está su gracia, por lo menos desde mi punto de vista. ¿Qué se ve en el patio? Sin ánimo de ser exhaustivo, ni mucho menos, que a los altos lo que más les gusta es jugar al baloncesto, «pero siempre hay con ellos un bajito que encesta más que ninguno». Segundo, a los sudamericanos «nada les gusta tanto como el fútbol, si exceptuamos las chicas». Tercero, las chicas más jóvenes dan «vueltas en torno al patio en grupos de dos o tres, mientras hablan muy bajito cogidas de la mano». Cuarto, las chicas mayores, que prefieren «mirar a los que juegan al baloncesto». Quinto, los zampabollos, que odian el deporte y tienen en una mano un bollo de chocolate y en la otra un sándwich de sobrasada. Por último, los chinos, a los que «nada les gusta tanto como estar con otros chinos». El universo en miniatura.

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