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Nada nuevo

Herejes

Leonardo Padura

Barcelona, Tusquets, 2013

520 pp. 21 €

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Nunca había leído un libro de Leonardo Padura y desconocía la serie de novelas negras que tienen como protagonista al expolicía cubano Mario Conde. Una vez hojeé El hombre que amaba los perros, sobre Trotski y su asesino, y aunque el asunto me interesaba y el tono del relato parecía atrayente, ese libro quedó pendiente. Por lo tanto, llego limpio de antecedentes a Herejes, creyendo que me encuentro ante una novela policíaca, trufada de elementos históricos y con un cuadro de Rembrandt. Las novelas de intriga tienen la ventaja de suspender o anestesiar la conciencia del lector, una vez que entran en el punto en que las leyes de la obsesión y el crimen se maridan con la curiosidad congénita del hipócrita lector. Aquí el novelista ha de poner en práctica, sin que se note demasiado, los recursos del suspense y la elipsis, la dosificación de datos, la sutileza de la sugerencia, y la técnica del macguffin, de la pista falsa. Todo esto es difícil de conseguir, en apariencia, aunque visto el número de novelas que siguen estas reglas, no debería serlo. Lo fundamental, como siempre en la narrativa, es mantener el tono que permite al lector vivir (leer con todas las consecuencias) la historia que le cuentan, porque despierta ecos de otras obras clásicas del género negro o simplemente porque el estilo y la invisible fluidez de la prosa sustentan a los personajes y la trama. En el fondo, todo libro ha de tener lo que Italo Calvino reclamaba, fuera en el campo de la ficción o de lo que no lo es, o sólo lo es en parte: un lenguaje propio, una estructura coherente con la historia, y decir algo nuevo. Se trata de los tres ingredientes imprescindibles para que un libro «exista» en términos calvinianos, pero luego tenemos la atmósfera, el ritmo, la lentitud y la velocidad, la visibilidad de los personajes, la precisión y la singularidad de las descripciones y los diálogos, y last but not least, la impronta del escritor, esa espolvoreada pimienta que hace que una novela en alguno de sus momentos (¡oh, esos momentos!) descubra un ángulo único, por modesto que sea, del mundo y del individuo.

Sin embargo, la mayoría de novelas se plantean hoy en términos de «temas», es decir, de los asuntos que tratan o versan, y esos resultan a la postre los ingredientes fundamentales. Aquí, Padura, por ejemplo, tiene varios: cuadro famoso robado, mitomanía judía, historia cubana, Rembrandt. Estos cuatro «temas» se combinan con desigual acierto a lo largo de unas ciento cincuenta mil palabras, la mayoría de las cuales están destinadas a «explicar», «referir» y, en último término, «mostrar» al lector una prolija síntesis de lo que el novelista cubano ha ido reuniendo a lo largo de varios años acerca de estos cuatro temas. En términos generales, el ochenta por ciento del libro es esto: despliegue narrado de información obtenida acerca de un cuadro de Rembrandt; de la vida en Ámsterdam, en su taller; de los inmigrantes judíos a Cuba en la época nazi; del cruel destino de aquellos que cayeron en los pogromos siglos atrás; y de los grupos nihilistas jóvenes. El otro veinte por ciento es, digamos, «cosecha propia»: Conde y su ambiente habanero, la atmósfera de la ciudad, el lenguaje que crea todo esto. Cincuenta mil palabras contantes y sonantes le hubieran bastado a Padura para urdir una novela «redonda» (en el sentido de circular, envolvente, protegida) sin renunciar a los «aromas» de sus cuatro temas, desde Rembrandt hasta los «emos». En una novela, la «información» ha de ser como un aroma sutil que apenas identificamos. Y no una ocasión para avasallar al lector que viene en busca de algo diferente a lo que puede encontrar en Wikipedia a ratos perdidos.

A modo de resumen, diré que la novela versa acerca de la investigación sobre el destino de un retrato de Rembrandt que trajeron los Kaminsky en su huida del puerto de Hamburgo en 1939 y que quedó en La Habana. Esa búsqueda más wikipédica que real se la encarga a Conde un personaje llamado Elías Kaminsky, pintor de Nueva York. El detective bucea en hemerotecas y encuentra la pista del cubano que engañó a unos desesperados inmigrantes. Luego Padura se entrega a un largo paréntesis atmosférico en Ámsterdam, recreando la pasión por pintar del «hereje» Elías, que consigue entrar en el entorno del maestro van Rijn. Este paréntesis, que ocupa algo más de cien páginas, es puro relleno pues casi nada tiene que ver con el cuadro y el resto de la novela. Podría argüirse que esto no autoriza a rechazarlo. Por supuesto, el problema es que el tono «habanero» se pierde por completo y se entra en un tono nostálgico y autorreferencial, trufado de obviedades y clichés. Ejemplo: «Cuando Elías Ambrosius entró en el estudio, descubrió que el Maestro, ya con sus impulsos desatados, había estado trabajando, quizás con el auxilio de algún discípulo, para lograr la obra que asediaba su mente». Subrayemos en esta frase «quizás» y «algún», y veremos la imprecisión de lo que se cuenta. Además, este «Libro de Elías» está lleno de largos párrafos sin vida, amorfos, que suelen empezar con la palabra «Cuando», amén de un fraseo (esto sucede en casi toda la obra) monótono y demasiado explícito. Vemos a Rembrandt haciendo lo que todo el mundo se imagina que debería hacer y decir un gran pintor, lo cual no ayuda a que exista como personaje de la novela, pues se diluye en la exégesis.

Intriga hay muy poca en Herejes. A veces parece que Padura intenta una tesis acerca de la herejía y el libre albedrío, juntando diferentes herejes de la historia. Aquí el hereje principal es Elías, que desafía la doctrina de los rabinos pretendiendo convertirse en pintor. Luego hay herejes secundarios, que intentan vivir al margen de la corriente dominante. ¿Estructura? Es muy nominal la construcción de esta novela, apoyada en tres bloques que corresponden a los libros de Daniel, Elías y Judith, amén del Génesis final. Poco tienen que ver los títulos de tales partes con el contenido narrativo de la obra, y sí más bien con la necesidad de encontrarle una unidad, de otorgarle una estructura, forzada desde luego. En el bloque de Judith, Padura intenta de nuevo retomar el asunto de la búsqueda, pues para eso está Conde, y arma un hecho luctuoso que tiene una gratuita relación con el cuadro robado. Entonces ya estamos desalentados, cuando no perdidos. Ahora bien, en los diálogos de Conde con sus amigos, en su relación con su perro y con Tamara, sí vemos un atisbo de verdad, pues el lenguaje sostiene aquí con solvencia el pulso de lo narrado. Son flashes, guiños, como el maldecir de Conde a Salinger, su melancólica pereza, su indecisión, su infantilismo, lo que nos demuestra que Padura podría hacerlo mucho mejor si dedicase más tiempo a fabular, a recrear un mundo particular en lugar de ir a la caza de «temas» con los que engordar una historia apenas pergeñada. Si pensamos en la escasa entidad de Elías Kaminsky, que le encarga la investigación al detective, las innecesarias lecciones de pintura de quien firmara La ronda de noche, la deshilachada vida del cuadro en Cuba, nos damos cuenta de que Padura no tenía «caso», y su Conde menos aún, y por eso se dedicó varios años a falsear uno y a sostenerlo con una montaña superflua de datos sobre judíos y Ámsterdam y de tópicos. Y lo peor de todo es que hubiera podido tener caso (recordemos los mismos judíos cubanos que se fueron a Miami, esos fantásticos personajes de Isaac Bashevis Singer) con sólo trabajar un poco más podando ramas, quemando rastrojos, y haciendo sudar a su detective por las calles de La Habana.

¿Nos cuenta algo nuevo esta novela? Sí, lo del barco lleno de refugiados que quería atracar en el puerto de la capital cubana y que, al final, tuvo que volver a Europa. Algunos detalles sobre aquella Nueva Jerusalén y su increíble tolerancia. Ciertas interesantes revelaciones acerca de la envidia y Cuba.

Algunos apuntes sobre la desesperanza congénita de la juventud y la tentación de los «emos». Pero Calvino, duro y escéptico, quería que un libro probara su existencia «diciendo» algo nuevo, esto es, dejándolo caer de cierta altura en la cabeza del lector como una fresca manzana newtoniana. Y la moraleja final de Padura acerca de las búsquedas libertarias y los necesarios herejes que arden en una pira u otra, pertenece al género de lo obvio. La cuestión final es si el hecho de que muy pocas novelas de un tiempo a esta parte digan algo nuevo es o no una eximente.

José Luis de Juan es escritor. Sus últimos libros son Campos de Flandes (Barcelona, Alba, 2004), Sobre ascuas (Barcelona, Destino, 2007) y La llama danzante (Barcelona, Minúscula, 2013).
 

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