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Mitos de celuloide

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El cine es el Olimpo del siglo XX. Sus grandes estrellas son algo más que actores. Encarnan actitudes existenciales, anhelos y sueños, miedos y deseos. Son el eco de las fantasías que se agitan en el inconsciente colectivo, arquetipos que han sobrevivido al paso del tiempo, expresando nuestro concepto de la integridad, la belleza o el mal. Para muchas generaciones, el Atticus Finch de Gregory Peck (Matar a un ruiseñor, 1962) simboliza la honestidad en su forma más hermosa. Atticus transmite dignidad en cada fotograma, con su conducta ecuánime y serena. Por el contrario, el Norman Bates de Anthony Perkins (Psicosis, 1960) constituye la personificación de lo más terrorífico y perverso. Norman es tímido y vulnerable, quizás por eso resulta más perturbador. A veces el mito y el actor se superponen, como sucedió con Marilyn Monroe, quintaesencia de la sensualidad y criatura herida por las pérdidas y los fracasos. Superficialmente, la Monroe es un mito sexual, pero solo hay que escarbar un poco para advertir su trágica fragilidad. En La tentación vive arriba (Billy Wilder, 1955), el oficinista Richard Sherman (Tom Ewell) siente que la providencia se ha acordado de él, enviando a una rubia explosiva al piso que se encuentra sobre su cabeza. Su mujer y sus hijos se han marchado de vacaciones de verano, huyendo del calor asfixiante de Nueva York. Aunque ha prometido ser un marido fiel, las circunstancias no le ayudan a cumplir sus nobles propósitos. Su vecina es sumamente atractiva y desborda simpatía. Lejos de mostrarse inaccesible, acepta su invitación de bajar a su piso. Nunca llegaremos a saber el nombre de la chica, quizás porque no es una criatura real, sino una ensoñación. Su inocencia es tan abrumadora como su sensualidad. Desinhibida y espontánea, le cuenta a su vecino que combate el calor, guardando su ropa interior en el frigorífico. Cuando van juntos al cine para ver una película de terror, se compadece del monstruo, afirmando que no era malo, sino que se sentía solo y necesitaba cariño. Al pasar por una rejilla de ventilación, se detiene para refrescarse, dejando que la corriente de aire levante su vestido blanco. Sherman observa complacido sus piernas esculturales. La chica no advierte que su mirada está cargada de lujuria. ¿Se puede decir que Marilyn era así? Para Norma Jeane Mortenson, el sexo no tenía mucha importancia. Corren rumores de que se prostituyó en sus inicios para pagar el alquiler. Sus dos matrimonios fracasaron. Nunca fue madre, ni siquiera en la ficción. Aunque decía que su madre había muerto, la sobrevivió. Gladys Monroe murió en 1984, recluida en una clínica de salud mental. Marilyn siempre llevaba encima una nota donde había escrito «Madre», como si fuera un grito de desamparo. Vidas rebeldes (John Huston, 1961) nos enseñó que no era una rubia tonta, que sabía actuar y transmitir su desgarro interior, que podía infundir vida a un personaje. Aficionada a la buena literatura y fascinada por el psicoanálisis, una fotografía nos la muestra leyendo un ejemplar del Ulises. Aún no sabemos con exactitud la causa de su muerte, pero todo indica una sobredosis —quizás accidental— de barbitúricos. El mito de Marilyn no ha perdido su poderoso atractivo, pero su fuerza no procede de su físico deslumbrante, sino de su paradójica infelicidad. El éxito a veces solo produce vértigo y hastío. Marilyn sufrió el zarpazo de la neurosis y jamás logró desembarazarse de los fantasmas que la acosaron desde la niñez. No merece ser recordada como una diosa del sexo, sino como una mujer que buscó la dicha sin éxito, pensando que las luces de neón podrían calentar su corazón desdichado.

La vida de Humphrey Bogart también se confunde con el mito. Hijo de un cirujano y una artista gráfica, se matriculó en Yale para estudiar medicina, pero fue expulsado por rebeldía. Durante la Primera Guerra Mundial, sirvió como marino en el USS Leviathan. Un submarino alemán lo torpedeó y casi lo envía al fondo del mar. Bogart sobrevivió, pero una astilla le perforó el labio superior, afectando a su forma de hablar. Su silbido característico, que añade dureza e ironía a su voz, es fruto del azar. Es difícil imaginar a Bogie sin ese deje, que le ayudaría a escalar la montaña de la fama. No muy alto y con un rostro poco agraciado, sus comienzos en el cine fueron desalentadores, pero su talento dramático se abrió paso poco a poco, interpretando a forajidos con el alma hecha jirones, como Duke Mantee (El bosque petrificado, Archie Mayo, 1936) o Roy Earle (El último refugio, Raoul Walsh, 1941), o a detectives cínicos y sin escrúpulos, como Sam Spade (El halcón maltés, John Huston, 1941). La consagración definitiva llegó con Casablanca (Michael Curtiz, 1942), donde Bogie ya no es un gánster ni un investigador privado, sino el dueño de un local nocturno que reúne a lo más selecto —y lo más abyecto— de Casablanca. Con el corazón roto por el abandono de su amante, Ilsa Lund (Ingrid Bergman), Rick presume de cinismo, asegurando que no se jugaría el cuello por nadie. Cultiva una relación cordial con Louis Renault (Claude Rains), capitán corrupto de la Francia de Vichy, e intenta no tener problemas con el mayor Strasser (Conrad Veidt), oficial de la Luftwaffe. Aparentemente, no le preocupa el desenlace de la guerra. Cuando le preguntan cuál es su nacionalidad, responde: «Borracho». A pesar de todo, Rick es un sentimental, como apunta con perspicacia el capitán Renault. El final de Casablanca, uno de los más inolvidables y perfectos de la historia del cine, así lo demuestra. Sacrifica su amor por la causa de la libertad, instando a Ilsa a continuar con su marido, Víctor Laszlo, héroe de la Resistencia, cuando ella ya había decidido marcharse con él. Fumador incansable y alcohólico sin mala conciencia, en la vida real Bogie fue un tipo duro que se negó a colaborar con el macartismo. Pendenciero y arrogante, no le causaba ningún problema liarse a puñetazos. No fue un caballero con las damas, pero amó con fervor y sinceridad a Lauren Bacall, veinticinco años más joven. Su feliz matrimonio no le impidió despeñarse por el escote de Marilyn en una famosa fotografía, donde aparentemente lía un cigarrillo. Amante de los perros, su cara se parecía a la de un sabueso con el rostro profusamente arrugado y los ojos húmedos. Detrás de su fachada de tipo duro, el mito de Bogart esconde un alma generosa y sensible. Aunque en algunas películas se dedique a atracar bancos, nunca es un canalla. No deja atrás a los amigos, no se acobarda ante el peligro, no consiente que maltraten a las mujeres, su generosidad llega al extremo de pagar la operación de una muchacha coja y adoptar a un perrito bizco. El mito de Bogart cristaliza el anhelo de supervivencia de una generación maltratada por la historia. La Depresión del 29 y la Segunda Guerra Mundial destruyeron las esperanzas de infinidad de hombres y mujeres, pero el sufrimiento no logró apagar su apego a la vida. Cuando sale de la cárcel, Roy Earle se acerca a un parque y se sienta bajo la sombra de un árbol, regocijado por la alegría de unos niños que juegan con una pelota. No es la imagen más emblemática de Bogart, pero sí la más auténtica.

Es imposible evocar a James Dean sin pensar de inmediato en su rebeldía. Su generación creció con la guerra como telón de fondo, experimentando una opresiva sensación de precariedad y vacío. Incapaces de aceptar los valores de sus padres, los jóvenes desahogaron su malestar, desarrollando conductas antisociales. Responsabilizaban a los mayores de su inseguridad y desarraigo, y solo se planteaban disfrutar al máximo del instante, sin preocuparse de las consecuencias de sus actos. Meursault, el protagonista de El extranjero, de Camus, es uno de los frutos de ese clima de insatisfacción. Interpretado por James Dean, Jim Stark (Rebelde sin causa, Nicholas Ray, 1955) procede del mismo árbol, pero es una rama más tardía. De hecho, les separan trece años. En ese tiempo, la angustia de Meursault se ha transformado en rabia y autodestrucción. Jim Stark odia a su padre porque es débil y porque ha fracasado en su misión de transmitirle una visión de la vida con asideros sólidos. No quiere parecerse a él, lo cual le crea un problema tras otro. A veces, hace cosas absurdas, como destruir parquímetros; otras, acepta peligrosos desafíos que ponen su vida en peligro. Sin embargo, Jim Stark anhela tener una familia alternativa. Se siente atraído por Judy (Natalie Wood) y aprecia mucho a Platón (Sal Mineo), un chico conflictivo e inseguro al que sus acaudalados padres no prestan atención. Judy y Platón le hacen sentir que podría asumir la responsabilidad de cuidar a una familia, convirtiéndose al fin en adulto. Solo tiene que aprender a esperar y transformar su ira en paciencia y responsabilidad. Jim Stark podría ser un Meursault redimido. Casi está a punto de conseguirlo cuando descarga la pistola de Platón, intentando protegerle de sí mismo, pero la fatalidad frustrará su gesto, arrojándole de nuevo al miedo y el desamparo. Nicholas Ray elude el pesimismo, escenificando un inicio de reconciliación entre Jim y su padre. James Dean con su cazadora roja preludia la insurrección estudiantil del Mayo del 68, cuando una oleada de nihilismo en mitad de un clima de bienestar pidió lo imposible.

No sé si el cine será el Olimpo del siglo XXI. Su capacidad de producir mitos se ha debilitado. Tal vez no haya que reprochárselo. Nuestra época le ha dado la espalda a la épica, la lírica y la tragedia, cobijándose en el espectáculo y el entretenimiento. Al menos durante un tiempo, Marilyn Monroe, Humphrey Bogart y James Dean seguirán flotando en el inconsciente colectivo, recordándonos que —sin mitos— el ser humano se siente huérfano.

 

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