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Mito y realidad de la agricultura urbana

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A Bill Scherzer, mi más agradecido lector

Aprovecho una revisión de Laura Lawson sobre la fructífera historia de la agricultura urbana para incidir una vez más sobre las gracias e inconvenientes de esta modalidad de cultivo. Entre las imágenes que tengo sobre la mesa, llaman la atención la de un autobús urbano en Girona en cuyo techo luce un huerto, la de una granja orgánica instalada en los techos de dos edificios en Brooklyn y la de la mayor granja vertical de Norteamérica, cuyos cultivos no surgen del suelo agrícola ni ven el sol. Lawson abre su artículo con ejemplos menos extremos: los jardines flotantes del México azteca, los huertos que en Versalles surtían la mesa de Luis XIV de Francia y los jardines hidropónicos verticales de Japón. También hace referencia a algunos libros clave sobre el tema, tales como Agropolis,, de Louis Mougeot; Food and the City, de Dorothée Imbert (Cambridge, Harvard University Press, 2015) o CPOULs. Continous Productive Landscapes, de André Viljoen (Abingdon, Routledge, 2005). Más allá de otras justificaciones, en estos libros no se excluye el posible papel de estos cultivos en el suministro de alimentos a la población urbana.

La agricultura estuvo integrada en el tejido urbano desde la propia invención de la ciudad. De hecho, es probable que los primeros cultivos surgieran en las inmediaciones de las primeras viviendas. Con el aumento del tamaño de las ciudades, el suministro de alimentos desde el espacio periurbano iría quitando protagonismo a los alimentos producidos intramuros. En la actualidad, el surgimiento de las modernas megaurbes y el proceso de globalización de los mercados ha convertido el aprovisionamiento alimentario urbano en una actividad intercontinental: entre la manzana del postre y el espárrago del primer plato pueden intermediar más de veinte mil kilómetros de distancia. Promover la agricultura alimentaria urbana supone hoy luchar por una marcha atrás llena de dificultades.

Se estima que más de ochocientos millones de urbanitas cultivan vegetales y crían ganado. De éstos, la cuarta parte lo hace comercialmente. Sin embargo esta producción rara vez se tiene en cuenta, porque se duda de que sea significativa como sumando ante el volumen de la demanda global. En cualquier caso, para justificar la agricultura urbana conviene apelar a otros posibles valores. Me refiero a que esta modalidad agrícola se propone a menudo como mecanismo de creación de ámbitos de recreo y entretenimiento, con espacios de ocio y de inclusión social, frente a situaciones de desempleo y desvertebración social. Puede catalizar también el activismo social y la conciencia ambiental, así como proveer de las variedades favoritas, a quienes la practican y contribuir a combatir la subnutrición y la pobreza en la ciudad.

A pesar de sus alicientes, con la agricultura urbana no deben hacerse cuentas de la lechera ni obviar las contraindicaciones técnicas. Ya escribimos que, en principio, pueden cultivarse plantas en cualquier sitio al que llegue luz natural, especialmente si se hace sin tierra, por técnicas hidropónicas. Incluso con luz artificial, si el cultivo es muy rentable, como la marihuana. Ahora vemos que ya hay granjas verticales con luz artificial. De este modo, elementos estructurales como fachadas, terrazas, balcones, patios y zonas ajardinadas se encuentran disponibles, con mayores o menores problemas. A estos sitios pueden añadirse toda suerte de lugares públicos, vías abandonadas, solares sin utilizar y, sobre todo, parcelas públicas destinadas a huertos para familias y asociaciones urbanas, cuando la sabiduría de los planificadores y el buen hacer de los políticos las han previsto en viejos y nuevos desarrollos urbanísticos. La utilización de basureros y vertederos urbanos como proveedores de materia orgánica o como sedes de la actividad productiva son en extremo problemáticos por razones sanitarias. Tampoco es aceptable la evacuación de los residuos de esta actividad a través del sistema urbano de recogida de basura.

Utilizar agua potable para consumo humano como agua de riego es un despropósito económico y tampoco es aconsejable usar agua de pozo. Los productos obtenidos, especialmente si el riego es con agua reciclada, pueden sufrir toda suerte de contaminaciones urbanas, especialmente por metales pesados, y su misma producción genera una contaminación ambiental de complicada gestión. La solución de estos problemas forma parte de la reinvención de la agricultura rural. Entre los nuevos practicantes se ha difundido la disparatada veleidad de que la agricultura urbana es más ecológica y saludable. Muchas de estas reservas no afectan necesariamente a la agricultura urbana ornamental.

Volviendo a los ejemplos que mencionamos al principio de este comentario, hay que apresurarse a señalar que el autobús urbano en Girona que se dedica a pasear un huerto en su techo es un puro dispararte ecológico, aunque sólo sea por el gasto adicional de energía y por las emisiones adicionales de gases con efecto invernadero. La Brooklyn Grange, con su hectárea de cultivos orgánicos, dudo que cuadre sus cuentas «ecológicas» si se hacen apropiadamente, aunque seguro que le salen las monetarias, al poder vender en pleno Brooklyn unos productos tan sobrepreciados. Más ambicioso aún es el movimiento de la agricultura urbana vertical, sin suelo agrícola y sin luz natural. Según su publicidad, este sistema puede ahorrar el 95% del agua consumida por el convencional, lo que, de ser cierto, sería una ventaja indudable, pero nada dice de la inversión inicial para la instalación del sistema ni de los gastos adicionales de electricidad ni de cómo solucionan la eliminación de residuos. Nada avala que los productos sean más saludables y sabrosos que los convencionales, como pretenden, ni que sean menos propensos a transmitir infecciones alimentarias. Resulta curioso que citen a la cadena de restaurantes Chipotle como modelo comercial, cuando esta cadena, que propugna el abastecimiento local y se las da de ecológica, es conocida por su frecuente relación con infecciones alimentarias.

Como precaución, acabaré con un refrán que al parecer circuló por una reunión especializada: «Si quieres al marido muerto, ponle un huerto».

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Ficha técnica

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