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Miguel de Unamuno: la pasión de San Manuel Bueno, mártir (I)

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Cada uno de nosotros perdurará en el
recuerdo, pero siempre en relación a la
grandeza de su expectativa: uno alcanzará
la grandeza porque esperó lo posible y otro
porque esperó lo eterno, pero quien esperó
lo imposible, ese es el más grande de todos.

Sören Kierkegaard, Temor y temblor

1.

Durante décadas, Miguel de Unamuno gozó del prestigio reservado a los autores que adquieren en vida la condición de clásicos de la literatura y el pensamiento. Se le exaltó como el mejor escritor del siglo XX en lengua castellana. Las generaciones posteriores construyeron su identidad por afinidad y contraste, reivindicando su legado como una referencia ineludible. Quijotesco, intempestivo, paradójico, apasionado, sincero, histriónico, Unamuno encarnó a ese padre al que se afirma y se niega a la vez para trascender su herencia y alumbrar un estilo y un pensamiento propios. Sus inquietudes religiosas y su compleja relación con la política siempre despertaron polémicas, enconos y adhesiones, pero casi nadie puso en duda su mérito como escritor de «nivolas», ensayos, artículos, poemas y dramas. Su vasta obra actuó como el rico sedimento que engendra nuevas formas, garantizando la continuidad de la palabra como expresión individual y colectiva. La crisis de la conciencia europea no afectó a España hasta finales de los años sesenta, pero cuando al fin llegó se ensañó con Unamuno, acusándolo de atrabiliario, egocéntrico, anacrónico, mesiánico y reaccionario.

Su amor a España («Soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio»), su cristianismo agónico («Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el sentimiento, una fuerte tendencia al cristianismo, sin atenerme a dogmas especiales, de esta o de aquella confesión cristiana»), su subjetivismo exacerbado («El que tiene fe en sí mismo no necesita que los demás crean en él»), su ensoñación contemplativa («No ves que me he pasado la vida soñando», La tía Tula) y, especialmente, su oposición al regionalismo separatista («yo soy vasco y, por eso, doblemente español») lo excluyeron de los círculos progresistas, que evocaron su apoyo inicial a la rebelión militar de 1936 para condenarlo al menosprecio y el olvido, arrojando toda clase de improperios sobre su memoria. En Contra Unamuno y los demás (1975), Joan Fuster escribe: «Don Miguel no era un existencialista: era la Niña de los Peines y Conchita Piquer en una sola pieza, un fenómeno marginal y aberrante». Esa clase de juicios –injustos y destemplados– despachan su enfrentamiento con Millán Astray en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca como un ejemplo más de su megalomanía, no como la previsible reacción del que una vez afirmó que «la razón es la muerte del fascismo». Fuster se equivoca, pues la obra de Unamuno no es simple retórica y, menos aún, folclorismo, sino dialéctica que recoge, reelabora y actualiza el pasado para mantener vivas las preguntas esenciales.

Se ha dicho que Unamuno es un escritor del siglo XIX. Se afirma lo mismo de Antonio Machado, el primer Juan Ramón Jiménez y el Valle-Inclán modernista. Es posible, pero esa objeción es un apunte académico, no una refutación de validez intemporal. En el siglo XXI, el ser humano sigue preguntándose quién es, qué puede conocer, qué debe hacer y qué le cabe esperar. Unamuno no resolvió estos enigmas, pero contendió con ellos, recreando la dialéctica socrática, donde lo fundamental no es la conclusión, sino la pregunta que posibilita e impulsa el diálogo. Esa forma de proceder explica que su pensamiento nunca se fosilizara, preservando a toda costa la voluntad de rectificación e impugnación. Sin método o sistema, Unamuno oscila entre la epojé y la aporía, lejos de cualquier dogma, e incluso escéptico ante la posibilidad de una pedagogía o mayéutica. Socialista durante un breve período, antimonárquico, aliadófilo, republicano aquejado por una desilusión prematura, escritor prolífico e intelectual comprometido, su oposición a la dictadura de Primo de Rivera le acarreó el destierro en Fuerteventura y un breve exilio en Hendaya, donde disfrutó de «una vista tantálica de Fuenterrabía» (Cómo se hace una novela, 1927). Su desacuerdo con las dos Españas que en 1936 se batían con inhumana fiereza le costó su cargo como rector honorífico de la Universidad de Salamanca. Azaña firmó su destitución, Franco lo restituyó en el cargo y, poco después, lo cesó por su famoso «Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis».

Se ha dicho que Unamuno se hallaba en guerra permanente consigo mismo, lo cual es cierto, pero su apego a la vida familiar y provinciana revela que también apreciaba la existencia tranquila, exenta de pasiones y sobresaltos. En ese aspecto, se parecía a Manuel Azaña, pese a que los dos se profesaban una sincera y pública antipatía, nunca atenuada por su condición de brillantes cervantistas. Pese a este rasgo común, su visión de España es muy diferente: Azaña mira hacia el futuro, luchando por la modernización del país; Unamuno desprecia el progreso técnico, pues le parecen más importantes las cuestiones espirituales, donde España posee un valioso legado: Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, San Ignacio de Loyola. Azaña es un discreto afrancesado (o quizás, «el último afrancesado», según observa Juan Goytisolo), que cree en la reforma de la sociedad española mediante la educación y la cultura, pero en ningún caso por medio de revoluciones, que postulan utopías de tintes milenaristas para justificar el exterminio del adversario. Unamuno, en cambio, desdeña el afán reformador –particularmente, a partir de su frustrante experiencia como concejal y diputado independiente de la coalición republicano-socialista– y no se identifica con el afrancesamiento ilustrado, sino con el espíritu protestante. No sólo por su impertérrita facha de pastor, sino por su subjetivismo radical, de raíz agustiniana, que recela de revelaciones externas, pues entiende que la verdad es una vivencia interior, personal, donde la conciencia interpela a Dios y espera un signo que le permita trascender el yo. Azaña –racionalista, ilustrado, europeísta, escéptico– carecía de esas inquietudes, pero no Antonio Machado, que escribió: «Quien habla solo espera hablar con Dios un día». Puede apuntarse que Unamuno y Machado pertenecen al siglo XIX, con sus preocupaciones trasnochadas, pero sería más exacto decir que Unamuno (gran conocedor de la filosofía griega) y Machado (aficionado al pensamiento de Henri Bergson) se inscriben en una tradición interrumpida por el éxito del positivismo, que describe la metafísica como un estado primitivo de la conciencia. Esa convicción liquida de un plumazo el platonismo, el aristotelismo y el cristianismo. Kant presuponía la existencia de Dios para regular la vida moral y explicar el universo, si bien descartaba las pruebas teológicas tradicionales (cosmológica, ontológica y teleológica), pues estimaba que desembocan en aporías irresolubles. Dios nunca será una evidencia empírica, pero su ausencia destruye la posibilidad de un universo inteligible. Azaña aborda la cuestión religiosa desde una perspectiva política. No oculta su desdén hacia el catolicismo, que mantiene al pueblo español en la oscuridad. En buena medida, Unamuno y Machado comparten esa visión, pero se niegan a creer que Platón, Aristóteles, San Agustín o Kant puedan ser refutados por los hallazgos científicos. Ambos presuponen que, sin Dios, el hombre se convierte en una especie trágica, lastrada por una conciencia que le recuerda constantemente su condición mortal y transitoria. Sin Dios, sólo nos queda «la náusea», es decir, la versión más áspera y negativa del existencialismo, ese estado de desesperanza absoluta que llamamos nihilismo y que el filósofo rumano Emil Cioran situó –con retórica juvenil– en «las cimas de la desesperación». San Manuel Bueno, mártir (1931) reproduce el frío del que ha pisado esas cumbres y sólo ha atisbado un vacío desolador, pero con un alma suficientemente generosa para fingir que aún conserva la esperanza y no arrastrar a otros a su desesperación.

2.

Novela corta o relato largo, San Manuel Bueno, mártir, relata la historia del párroco de Valverde de Lucerna, un sacerdote que murió con fama de santo y cuya vida estudia el obispado para promover su beatificación. Ángela de Carballino, su feligresa más querida y, en buena medida, su «diaconisa», asume el papel de narradora, pero su testimonio no es una simple confesión, sino una especie de buena nueva. Ángela afronta el reto de los evangelistas –en fin de cuentas, su nombre significa «mensajera de Dios»– o incluso de Platón, discípulo de Sócrates, que conoce las limitaciones de la escritura, pero recurre a ella para que las virtudes de un maestro oral no se pierdan por completo. Don Manuel no es el padre carnal de Ángela, al que apenas conoció por culpa de una muerte prematura, pero sí su padre espiritual y, en cierto sentido, el padre de Valverde de Lucerna, ya que es su fuente de vida y esperanza. La analogía con Cristo comienza en el mismo nombre, pues Manuel significa «Dios con nosotros» y, aunque su festividad es el 1 de enero, suele celebrarse el día de Corpus Christi, que conmemora la Eucaristía o transformación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. De acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica, la Eucaristía es «signo de unidad, vínculo de caridad y banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da prenda de la vida eterna». Don Manuel realiza unas funciones parecidas, pues preserva la unidad de su comunidad, promueve la caridad y reúne a todos alrededor de la mesa compartida, anticipando con su palabra la vida eterna. Una vida eterna en la que no cree, pero que se prefigura como una utopía posible gracias a su labor pastoral. Ángela (o Angelina) nos cuenta que don Manuel «era alto, delgado, erguido, llevaba la cabeza como nuestra Peña del Buitre lleva su cresta, y había en sus ojos toda la hondura azul de nuestro lago». El cura que no cree lleva en su interior la imagen del cielo. Su corazón es el reflejo de la eternidad y sus ojos parecen verlo todo, pues conocen el alma y traspasan la carne: «Todos le queríamos, pero sobre todo los niños. ¡Qué cosas nos decía! Eran cosas, no palabras. Empezaba el pueblo a olerle la santidad; se sentía lleno y embriagado de su aroma».

Valverde de Lucerna es la versión literaria de Villaverde de Lucerna, una aldea situada en Sanabria, al borde del lago de San Martín de Castañeda, propiedad del monasterio cisterciense del mismo nombre hasta la desamortización de Mendizábal en el siglo XIX. La leyenda asegura que «en el fondo del lago hay una villa sumergida y que en la noche de San Juan, a las doce, se oyen las campanadas de la iglesia». Unamuno atribuye a don Manuel la altura de la Peña del Buitre y la profundidad del lago. Es un espíritu que mira a lo alto, buscando a Dios, y que se debate con profundas e insondables dudas. Lo humano es hondo y complejo; en cambio, lo divino es alto y transparente, pero sólo se convierten en cercanía cuando aceptamos el escándalo de la fe, irracional e irreductible. La Noche de San Juan es un rito pagano que rinde culto al sol con hogueras destinadas a infundirle fuerza a partir del solsticio de verano, cuando se produce el apogeo del astro, pero también cuando se inicia su declive hasta llegar al solsticio de invierno, con sus escasas horas de luz. Unamuno imita a los evangelistas, construyendo una parábola en la que don Manuel se inmola en el altar de la desesperanza para que el pueblo conserve su fe, lejos de cualquier titubeo. El escritor identifica lo divino con la «altura», prefigurando la reflexión teológica de Emmanuel Lévinas, que admite la asimetría entre Dios y el hombre, no sin señalar que el alma sólo se acerca a lo sobrenatural cuando se pone a la «altura» de sus hermanos, obedeciendo el mandato de no matar ni dañar a los otros. La voz de don Manuel es el eco de las campanas de la Noche de San Juan, que anuncian el amor del ser humano a Dios, un sentimiento que no implica adoración pagana, sino fraternidad. Quien ama a su hermano, ama y fortalece a Dios, que se sume en la tristeza y la impotencia cuando los seres humanos se lastiman mutuamente, ofuscados por el odio y el rencor.

Ángela Carballino no es una mujer sencilla. En su infancia devoró la pequeña biblioteca de su padre. Ha leído el Quijote, teatro clásico y los cuentos del Bertoldo, una recopilación de relatos populares de origen medieval que oponen el sentido común del campesino a la fatuidad del cortesano. Esa conjunción de lecturas explica que posea el idealismo de Don Quijote y el alegre desparpajo de Santa Teresa, aficionada a las novelas de caballería en su niñez. Su relato de la vida de don Manuel no es una sencilla evocación, sino una vivencia y una interpretación. Al igual que los evangelistas, se pregunta quién es realmente el protagonista de su narración. En cuanto espejo de Cristo, ¿quién es el párroco de Valverde de Lucerna? Dado que ella conoce su secreto, ¿podría afirmarse que un nuevo Sócrates, que enseñó a morir con la esperanza de la inmortalidad? ¿O tal vez un eco de la conciencia mesiánica de Jesús, dubitativa y vacilante?

Susan Sontag advirtió sobre el riesgo de la interpretación, que «presupone una discrepancia entre el significado evidente del texto y las exigencias de (posteriores) lectores. […] El intérprete, sin llegar a suprimir o reescribir el texto, lo altera» (Contra la interpretación, 1964). Desde luego, alterar no es comprender, sino desvirtuar o, incluso, invertir el sentido original. Sontag considera que el marxismo y el psicoanálisis han propagado la idea de que los textos encierran significados ocultos, completamente desconocidos para el autor, cuyo trabajo se limita a servir de cauce a unas intuiciones inspiradas por el inconsciente o el contexto material: «El moderno estilo de interpretación excava y, en la medida en que excava, destruye; escarba más allá del texto para descubrir un subtexto que resulte el verdadero». En ese sentido, «interpretar es empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrío de significados». Sontag estima que «la función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, incluso qué es lo que es, y no en mostrar qué significa. […] En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte».

¿Es posible una erótica de San Manuel Bueno, mártir? Sin duda, pues se trata de una obra de grandes cualidades formales: una aparente sencillez, que recrea la torpeza del testigo sin propósito literario; cierto primitivismo de raíz inequívocamente evangélica, que imita el estilo espontáneo y desinhibido de Santa Teresa de Jesús; un tono oral que refleja la buena nueva anunciada por el párroco de Valverde de Lucerna, según el cual la proximidad de lo divino produce una suave ebriedad; una prosa desnuda, transparente, recogida, con aroma de oración, que divaga con asombrosa facilidad de lo íntimo (o intrahistórico) a lo colectivo (o histórico); un uso preciso y sistemático del pasado imperfecto, que –según Carlos Blanco Aguinaga– posibilita la construcción de la memoria personal y colectiva; unos diálogos intensos y creíbles que dibujan trayectorias vitales y vínculos profundos entre los personajes, especialmente en el caso de don Manuel, Ángela y su hermano Lázaro, un indiano liberal y descreído; y, por último, una atmósfera que perdura en el recuerdo con la veracidad de los orbes literarios cerrados, como es el caso de Proust, Borges, Valle-Inclán o Gabriel Miró. Las virtudes formales de San Manuel Bueno, mártir, garantizan el placer erótico, carnal, de la lectura, pero en esas virtudes hay que incluir «una pregunta sin respuesta: justamente lo más vivo que cabe imaginar», de acuerdo con las palabras de Julián Marías. Según Blanco Aguinaga, la prosa de la obra «deja entender, casi siempre, más de lo que dice».

3.

La cuestión es: ¿qué nos dice San Manuel Bueno, mártir? La erótica de la lectura es necesaria, pero la interpretación revela que la experiencia de leer es un acto complejo, asimilable a la conversación. La interpretación no debe entenderse como una alteración del sentido original, sino como un diálogo que se inicia con una pregunta (la obra) y se renueva con una respuesta (la interpretación). Leer siempre es una pasión, no un acto pasivo. Es lenguaje en movimiento que se expande con cada generación de lectores. Gracias a eso, podemos adentrarnos en un libro, con la sensación de recoger y transmitir un legado. La pasión de San Manuel Bueno es un eco de la Pasión de Cristo. El lago de Valverde de Lucerna –metáfora central de la novela– es una gigantesca pila bautismal, que limpia las almas y alivia el dolor físico y psíquico. Don Manuel cura con su presencia, con su mirada, pero sobre todo con la palabra. Unamuno nos dice que era una voz («¡qué milagro de voz!»), lo cual nos hace pensar en el primer versículo del Evangelio de San Juan, que se ha divulgado preferentemente en su versión latina: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Juan 1:1). En la versión original en griego, el Verbo es ?ó???, es decir, Logos, Palabra. Eso significa que la Palabra (o Logos) preexistía al cosmos y desempeñó un papel fundamental en su creación: «Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (1:3-4). La Palabra es Logos. Es importante enfatizar esa equivalencia, pues indica que Dios es Razón y, en consecuencia, halla un límite en la Razón, que –por ejemplo– le impide invertir el orden del tiempo o transformar el mal en virtud. Don Manuel es una voz –al igual que el Kurtz de El corazón de las tinieblas (1902)– y en esa voz fulgura la Palabra divina, con las limitaciones inherentes al Logos. Por eso sus milagros –a semejanza de los realizados por Jesús– se limitan a mitigar la aflicción de histéricos y epilépticos, no a curar patologías reales. Cuando una madre le pide que sane a su hijo, el párroco se excusa, alegando que no tiene licencia del obispo para obrar milagros. Esa confesión de impotencia no acredita tanto su condición humana (y, por consiguiente, falible, limitada) como las posibles limitaciones del mismo Dios. La paradoja atribuida a Epicuro no es una prueba irrefutable de la inexistencia de Dios, sino un razonamiento que exige una visión más adulta de Dios. La paradoja dice lo siguiente: «¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente. ¿Es capaz, pero no desea hacerlo? Entonces es malvado. ¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De dónde surge entonces el mal? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? ¿Entonces por qué llamarlo Dios?». Unamuno, que simpatizaba con el protestantismo, habría leído con interés El Dios crucificado (1972), de Jürgen Moltmann. Según Moltmann, «Dios está incompleto hasta que experimenta la muerte y el sufrimiento». Eso significa que Dios deviene y se aflige, no es inmutable y su omnipotencia es relativa. No es un rey ni un césar. De hecho, escogió ser un paria y morir como un paria, pues la Cruz era un castigo atroz concebido para esclavos y sediciosos. Dios se limitó a sí mismo para garantizar la autonomía y dignidad del mundo. Si Dios alterara la Naturaleza y la Historia de acuerdo con su capricho, el ser humano carecería de libertad y el universo sería un teatro, que escenificaría las pantomimas de una divinidad arbitraria y ociosa. Dado que no es así, Dios ha descartado realizar milagros, pues representarían una intromisión intolerable en la autonomía del cosmos. Cristo es la buena nueva que propaga esperanza, no un sanador. Del mismo modo, don Manuel ayuda a soportar un mundo imperfecto, pero no intenta alterar su curso.

Don Manuel es especialmente afectuoso con los más desgraciados y necesitados, como «Blasillo el bobo», un discapacitado psíquico. Cada Viernes Santo, el pueblo se conmueve hasta lo más hondo al oír al sacerdote pronunciar las palabras de Cristo en la Cruz: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» En una ocasión, la madre de don Manuel, que asiste a la misa, no puede contenerse y, al escucharle, grita: «¡Hijo mío!» Durante unos instantes, casi todos creen que la exclamación ha brotado de la imagen de la Dolorosa situada en una capilla lateral. La conmoción que produce esta confusión se multiplica cuando Blasillo recorre las calles, repitiendo la frase con tono patético. Durante el Credo, el dramatismo se hace aún más intenso, pues el párroco calla al llegar al «creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable». Ángela compara ese silencio con el del profeta que muere poco antes de llegar a la tierra prometida, ignorando si realmente existe. Las voces del resto del pueblo ahogan su silencio y, en cierta manera, le transportan a esa eternidad en la que no cree. Durante mucho tiempo, don Manuel sobrelleva su secreto en solitario, combatiendo la melancolía con una actividad frenética. Participa en la trilla, hace juguetes para los niños, atiende a los enfermos, habla con los moribundos y consuela a los que han caído en manos de la justicia, después de cometer un delito. Con espíritu cervantino, se niega a colaborar con un juez, que le pide su mediación para averiguar la verdad sobre un crimen: «No, señor juez, no; yo no saco a nadie una verdad que le lleve acaso a la muerte. Allá entre él y Dios… La justicia humana no me concierne. “No juzguéis para no ser juzgados”, dijo Nuestro Señor». Y dirigiéndose al sospechoso, le exhorta a realizar examen de conciencia: «Mira bien si Dios te ha perdonado, que es lo único que importa». Al igual que en Ángela se advierte el eco de Santa Teresa, en don Manuel resuenan las reflexiones de Cervantes en el célebre episodio de los galeotes: «Me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres: cuanto más, señores guardas, añadió Don Quijote, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo que no se descuida en castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ellos» (Primera Parte, Capítulo XXII). Don Manuel se mantiene al margen de la política: «Al César lo que es del César, que yo daré a Dios lo que es de Dios». Cuando Lázaro le propone crear un sindicato católico, rechaza la idea: «¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no haya ni ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, ¿y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio de la vida? Sí, ya sé que uno de esos caudillos de la que llaman la revolución social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio…, opio… Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que sueñe». Puede interpretarse este comentario como la inequívoca prueba de un talante reaccionario pero, al mismo tiempo, don Manuel experimenta una profunda aflicción ante el dolor de los inocentes y desamparados: «Un niño que nace muerto o que se muere recién nacido y un suicidio […] son para mí los más terribles misterios: ¡un niño en cruz!» Unamuno no abraza planteamientos conservadores, pero se distancia tanto del racionalismo dogmático –que sólo acepta como real lo que puede ser verificado empíricamente– como de los movimientos revolucionarios, cuya escatología no resuelve la angustia ante la muerte. El socialismo, el comunismo y el anarquismo ignoran la dimensión espiritual del hombre, que indudablemente necesita pan y justica, pero que en su fondo más íntimo se retuerce con hambre de sentido. La muerte de un niño es particularmente trágica y hay una sola reparación posible: la existencia de un mañana ético. Sin la posibilidad de exceder el tiempo, la muerte de un niño se convierte en una objeción irrebatible contra la vida y la historia. El suicidio no resulta menos inaceptable, pues refleja una horrible desesperación individual. La desesperanza no puede tener la última palabra. En esta cuestión, don Manuel se aleja de la doctrina de la Iglesia católica. Sostiene que todos los suicidas de su parroquia se arrepintieron en el último momento, por lo cual procede darles cristiana sepultura. Lo contrario sería actuar contra la caridad, la más importante de las virtudes teologales. Está claro que el párroco de Valverde de Lucerna ha asumido la lección de San Pablo: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co. 13: 4-8).

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