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Memes de humor negro (y II)

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Sé perfectamente que están al día de las innovaciones y novedades que llamamos mediáticas, pero mi deformación profesional –esto es, mi propensión didáctica– me impide hablar directamente de algo sin precisar previamente su sentido y significado. Así que, a riesgo de caer en lo superfluo, permitan que empiece por definir o caracterizar los memes, un término que viene del científico Richard Dawkins y su célebre obra El gen egoísta (1976). Por su paralelismo o analogía con el concepto que empleaba Dawkins, se conoce como memes en el mundo de Internet a los textos, imágenes o ideas que se repiten de manera imparable en los más heterogéneos ámbitos mediáticos. Dadas las características del medio digital, esa sumaria caracterización adquiere enseguida sus perfiles más complejos si desgranamos que los menes pueden ser, desde el punto de vista formal, frases hechas, consignas, rimas, montajes, fotos, cuadros, iconos, cómics, banderas, escudos, dibujos, grafitis, eslóganes, sintonías, estribillos, composiciones, juegos de palabras y añadan ustedes todos los etcéteras que gusten hasta que se cansen. En otro orden de cosas, en cuanto al fondo, pueden ser noticias, rumores, creencias, artículos, plegarias, recomendaciones, avisos, citas, chistes, modas, insultos, inventos… y póngales a la cola aquí también todo lo que se les ocurra, que aun así se quedarán cortos. En cualquier caso, su característica más decisiva es su cualidad de repetirse –«replicarse» les gusta decir a muchos, acordándose quizá de Blade Runner–, como resultado de las coordenadas en que surgen y se desarrollan. Los internautas –en sus cuentas personales o amparados en grandes medios, como diarios online de prestigio– copian y difunden esos memes ad infinitum. No es extraño por ello que algunos analistas hayan comparado esa cualidad de multiplicarse y expandirse con la que poseen los virus. De hecho, una periodista, Delia Rodríguez, publicó no hace mucho un interesante análisis del fenómeno con el título de Memecracia. Los virales que nos gobiernan (Barcelona, Gestión 2000, 2013).

En su libro, Delia Rodríguez es implacablemente crítica con el asunto. Ya de por sí, para que no quepan dudas, el volumen lleva el inequívoco subtítulo de «Cómo las ideas contagiosas usan Internet para manipular tu mente». Delia sostiene que es tan severa porque conoce bien el percal, es decir, porque ha sido durante mucho tiempo una experta en dichas manipulaciones: «He aprendido a explotar las debilidades e intereses naturales de los cerebros para crear contenidos difíciles de resistir». Ya pueden imaginarse a lo que se refiere: el guiño, el gancho, el anzuelo para que hagas clic y entres, uno más al bote. Como pasa con tantas otras cuestiones, los memes en sí no son ni buenos ni malos, ni bellos ni perversos. Podría decirse más bien que es el contexto en que se producen lo que termina dotándolos en su conjunto de esa última cualidad, haciendo de ellos «información tóxica». Cualquier usuario de Internet –es decir, todos nosotros– sabe de qué va todo esto: una superabundancia de información, absolutamente imposible de asimilar para el cerebro humano, circula a velocidad de vértigo sin controles ni filtros de ningún tipo. Siendo piadosos y biempensantes, lo menos que puede decirse es que en ese flujo permanente se cuela mucha basura. La analogía con las finanzas es particularmente ilustrativa, hasta en la adjetivación: también se habla de activos tóxicos y bonos basura. Más aún, la propia dinámica de Internet y del tiempo que vivimos –la aceleración, sin ir más lejos– hace que las ideas e imágenes que se difunden y que realmente triunfan (las que «enganchan») sean las más simples. Cuanto más elemental, llamativa o impactante es una idea o una imagen, más posibilidades tiene de llegar a millones de personas. Así, los estereotipos, por ejemplo, cuentan ya con una ventaja de partida. Otro tanto pasa con el sensacionalismo, lo morboso, el escándalo, lo escatológico, el chismorreo…

«Los memes son ideas que saltan de mente en mente», dice nuestra autora. Ideas contagiosas. Infectan tu mente como los virus se cuelan en tu cuerpo. Pero los memes no andan sueltos. Se agrupan formando un sistema complejo, de tal modo que unos se refuerzan a otros, unos memes tiran de otros hasta constituir un entramado de una resistencia sólo comparable a su flexibilidad: se adaptan a cualquier escenario, sirven para los cometidos más dispares, se aplican a las situaciones más variopintas. A ese panorama Delia Rodríguez lo llama «memecracia», un estado de intoxicación general producido por la circulación incesante de memes en la red. El problema, con todo, no es que haya basura, sino que en muchas ocasiones sea indistinguible de aquello que no lo es, o de aquello que nos parece bueno. Como la comida basura, la información tóxica va envuelta en envases atractivos. El cuadro clínico que resulta de todo ello es ciertamente preocupante. Solemos ufanarnos, por ejemplo, de la abundancia de información a nuestro alcance sin reparar en que todos estamos insertos en una inmensa esfera de «ruido informativo global», sin que quepa distinguir, como dice el tópico, las voces de los ecos. De hecho, algunas exigencias que hasta hace poco pasaban por elementales –la certeza o la comprobación– quedan de pronto obsoletas. La verdad queda desplazada por la verosimilitud, y a veces ni eso. Si cuela, cuela. En el libro, la periodista es todavía más contundente, casi apocalíptica: «Vivimos sepultados bajo toneladas de información tóxica, y los medios han creído que producirla era su trabajo».

Desde mi punto de vista, dicho examen crítico remite en última instancia al viejo debate sobre las virtudes y defectos de Internet y, más concretamente, sobre la información disponible en la red. Como es obvio, no vamos a entrar en ello, porque lo que nos interesa recordar y retomar ahora es el motivo concreto por el que nos hemos metido en este berenjenal. Como recordarán, nuestro hilo conductor era la tesis de mi amigo sobre el humor que se hacía en la Red, un humor –en su opinión– de nuevo cuño, más interesante e imaginativo que el humor llamémoslo de tipo tradicional, que daba por caducado. Para empezar, no puede negarse que una buena parte de los memes de que estamos hablando tienen como función o misión fundamental divertir e, incluso cuando no es así, el humor es un ingrediente fundamental de la crítica, la sátira o la simple maledicencia. Siguiendo esas pautas, a nadie puede sorprenderle que el humor negro, negrísimo, ocupe un lugar de privilegio, porque es el más transgresor y, por tanto, es el que mejor se adapta y sirve a los propósitos de los que hemos hablado antes.

Ese humor negro opera sobre determinadas ideas compartidas y preconcebidas, tópicos, lugares comunes, sobreentendidos. Se sustenta en determinados estereotipos y, de paso, los refuerza. Sin ir más lejos, actualiza los viejos chistes sobre subsaharianos, pongo por caso. Así, un niño de piel oscura con un libro: «Ja, ja, ja. No entiendo una mierda. Mejor aprendo a robar». Otro tomándose un bote de crema corporal: «Esta marca llamada Nivea… hace unos yogures asquerosos». Los africanos y el hambre dan para mucho: «Un negro comía pan… Y lo despertaron». Un pequeño con una amplia sonrisa: «Se murió mi hermano… ¡Hoy comeremos carne!» La discriminación racial es un tópico que nunca falta: «Yo no soy racista, porque el racismo es un crimen. Y el crimen es para negros». El chiste del médico: «Eres negro: lo siento, no hay cura». El animalario: «¿Por qué un negro no puede ser ángel? Porque si tuviera alas sería un murciélago». La gama abarca todos los tonos. A veces lindando con lo naíf: «Si un africano cuenta chistes, ¿se considera humor negro?» Pero también con la crueldad desembozada, como esta parodia de los reclamos de las ONG, la foto de un niño africano de mirada doliente con este texto: «Este es Aamil. Aamil tarda cada día tres horas en llegar a la escuela. Con una pequeña donación de cinco euros compraremos un látigo y nos aseguraremos de que este vago hijo de puta llegue en menos de quince minutos».

En un medio como Internet, todo vale. Lo que en otro ámbito sería sonrojante aquí no sólo tiene cabida, sino que se celebra, se jalea, se multiplica incontroladamente y se expande en cuestión de segundos. Las mujeres serían el segundo colectivo más maltratado. Sí, las mujeres sin distinción: ¡a estas alturas! «¿Machista yo? ¡Machista Dios, que las hizo inferiores!» «Mujer astronauta. Porque los sándwiches no se hacen solos allá arriba». «Las mujeres son como el kétchup, dan gusto a la salchicha». «Cuando ella te dijo que no podías comprar su amor, ¡se refería a que no podías hacerlo con tu sueldo!» Una foto de Hitler sonriente: «No digo que seas puta. Pero eres más fácil que Polonia». Mujeres inútiles, casi subnormales, que sólo sirven para cocinar o para el sexo: en fin, los tópicos del machismo más trasnochado. Aquí también se busca la provocación, como cuando se aborda la violencia doméstica en estos términos: «Una de cada tres mujeres es maltratada. Dos de cada tres hombres están haciendo mal su trabajo».

Los discapacitados son los siguientes en llevarse su ración. Una chica desnuda con síndrome de Down: «Cariño, creo que tenemos un problema. ¡¡Tengo un retraso!!» Un individuo sin brazos ni piernas sobre una mesa: «Bienvenidos. Hoy les enseñaré a bailar el gusanito». Una variante de esta modalidad serían los chistes y viñetas sobre los anoréxicos y bulímicos o, en general, todos aquellos que no encajan en el patrón establecido. Una joven con sobrepeso: «Intenté ser bulímica para bajar de peso. Pero el vómito… ¡se veía tan delicioso!» Los judíos vienen a continuación, con una relación cansina de chistes clónicos que utilizan el tema de los hornos con leves variantes. El nivel más suave, para que se hagan una idea, es el del jefe que le grita a la empleada por quemar unas pizzas: «Al menos Hitler sabía usar el horno». Las perversiones tienen también su lugar. Joseph Ratzinger, el anterior papa, aparece sonriente con una breve proclama: «La pedofilia no existiría… si no hubiese niños tan guapos». No falta, en fin, el humor negro de toda la vida. Un tipo empuña una pistola que apunta a su sien y dice: «Mi mamá me dijo que no me suicidara. Me entró por un oído y me salió por el otro».

Bueno, no voy a seguir. Hay también mucho humor de actualidad política, sobre todo contra políticos conservadores y de derecha. El terrorismo, en especial el del fundamentalismo islámico, es objeto de atención privilegiada. Un asunto que, coyunturalmente, es de tanta actualidad como la corrupción institucionalizada, se lleva un buen mordisco de la atención de los internautas. Tengo que reconocer que algunas de las ocurrencias son ingeniosas y tienen su gracia. Abundan también las chanzas contra personajes famosillos, deportistas, rostros de la televisión, gente del cine y de la farándula en general, o los habituales protagonistas de las revistas del corazón y de los programas de chismorreos. Como puede apreciarse, el surtido de temas y objetivos es casi ilimitado, prácticamente inabordable. El nivel está, por lo general, entre lo ínfimo y lo deleznable. No digo, naturalmente, que todo sea así y que el escueto ramillete que he ofrecido en los párrafos anteriores tenga necesariamente que ser tomado como representativo. Debo reconocer, para ser honesto e imparcial, que la mayor parte de los memes son irreproducibles en un artículo como este, bien porque se trata de sonidos, músicas, vídeos, fragmentos manipulados de películas, sketches, imágenes trucadas, dibujos o viñetas, bien porque, aun siendo sólo textos, son demasiado largos o requerirían de un amplio contexto para ser entendidos. Reconozco y reitero, por tanto, que es muy difícil dar una imagen exacta o trazar un panorama fiel de un mundo tan heterogéneo, tan abigarrado, tan inabarcable (¡y eso que me ciño únicamente a nuestro idioma y nuestro contexto cultural!) Pero lo que sí puedo expresar es mi opinión sobre el asunto que ha dado pie a este comentario: ¿es el humor de los memes de Internet el prototipo de nuevo humor, más versátil, imaginativo, inteligente y revolucionario, que desplazará a las otras modalidades de humor?

Mi respuesta es contundente: un no rotundo. Los memes de Internet no superan, en mi opinión, el nivel del chiste de barra de bar. Están a la altura de la ocurrencia campechana, en una gama que suele oscilar entre lo burdo y lo soez. A menudo, eso sí, aflora en ellos lo que algunos llamarían, lisa y llanamente, mala leche, marca hispánica registrada. Son formalmente elementales, desmañados y toscos. En cuanto al fondo, si no repiten lugares comunes desde la Prehistoria, suelen estar polarizados hacia la actualidad inmediata. Por esa razón, muchos de ellos tienen una vida tan efímera que no pueden entenderse pasados unos meses, cuando nadie recuerda el contexto de la noticia puntual o el escándalo concreto que les dio pie. Su multiplicación tiene mucho de ficticia, pues la abundancia de ellos en la red es sólo el resultado de una «replicación clónica». Lo que encontramos normalmente es el mismo chiste repetido ad nauseam, con muy ligeras variantes, ¡y a menudo sin ellas! Pero, en última instancia, lo que me hace desecharlos como material de estudio es que, en contra de lo que aparentan, o de lo que pretenden algunos, están lejos de ser frescos, creativos y renovadores. Muy al contrario, no son más que viejos temas reconvertidos. El formato, en muchos casos, más que nuevo, es simplemente improvisado. No digo que no haya ingenio o gracia en una parte de ellos, como los que puedan hallarse a veces en una réplica oportuna o una matización irónica. Pero no pasa de ahí la cosa. Permítanme, por tanto, que, tras estas observaciones, abandone ese ámbito y me dedique a cosas más serias. Aunque siga hablándoles de humor.

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