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Mein Kampf, deconstruido

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Quienes, un tanto pomposamente, se autodenominan científicos sociales se dejan llevar, como todos, por las modas de su momento histórico. Desde los años sesenta del siglo pasado, la sociología puso en circulación el sintagma «construcción social de la realidad». El construccionismo y las teorías construccionistas alcanzaron un gran prestigio y difundieron unos conceptos, como el de constructo social, que fueron rápidamente recibidos como un sensacional utillaje analítico. El enfoque se extendió pronto a todas las manifestaciones culturales o incluso psicológicas, de modo que se teorizaba sobre la construcción social de los sentimientos, de la identidad o la sexualidad. De este hontanar proceden, dicho sea de paso, los llamados estudios de género, tan pujantes hoy día. En este contexto alcanzó a su vez protagonismo el concepto de deconstrucción, estrechamente vinculado a Jacques Derrida en un primer momento, pero luego con potencial suficiente para volar autónomo y ser aplicado, como su antónimo, a los ámbitos más diversos: el arte, la literatura, la filosofía, ¡y hasta la gastronomía! Recuerdo que, en una ocasión, hace ya bastantes años, en un restaurante de un pequeño pueblo perdido en el Pirineo oscense, un maître con ínfulas de Ferran Adrià, nos ofrecía muy ufano como «aperitivo de la casa» una tortilla de patatas deconstruida. Servida en una pequeña copa, con tres niveles distintos de texturas y sabores, tenía que tomarse con una cucharilla que mezclara los tres elementos. Siendo benévolos, tendría que concluirse que la experiencia conducía a una cierta perplejidad, pues el resultado no era otro que su afanoso parecido a una tortilla de patatas ¡que ya estaba inventada!

Cuento lo anterior para establecer desde el principio mis reservas hacia el término deconstrucción, poco funcional por lo general desde una perspectiva crítica o analítica, y demasiado tributario, en mi opinión, de un cierto esnobismo intelectual. Sin embargo, he de reconocer que me ha venido inmediatamente a la cabeza el dichoso término nada más abrir un libro, singular por muchos conceptos, que me ha hecho reflexionar y poner en cuestión algunas convenciones que todos o casi todos compartimos. Antes de nada, presentaré el libro: se trata de Mein Kampf. Sí, claro, Mein Kampf de Hitler, naturalmente, sólo que urdido con pequeños textos entresacados de la obra original y, lo que es más importante, ilustrado por un artista alemán llamado Carl Meffert, que firmó sus trabajos como Clément Moreau. El libro lo ha publicado este año Sans Soleil Ediciones y cuenta, además, con una nueva traducción de los fragmentos del alemán original a cargo de Ibon Zubiaur, una introducción del historiador Jesús Casquete y un prólogo del editor, Ander Gondra Aguirre.

Bueno, pues, a lo que iba. Lo que ha hecho Moreau con el famoso libro de Hitler es lo más parecido que uno pueda imaginarse a una deconstrucción. Ha descompuesto de arriba abajo el volumen escrito por el cabo austríaco y ha ilustrado con dibujos o, mejor dicho, caricaturas, los diversos fragmentos de la obra. De este modo, el lector, a lo largo de las ciento y pico páginas del ejemplar, se encontrará sistemáticamente a la izquierda un breve fragmento salido del caletre hitleriano –a veces una sola frase; más a menudo, unas cuantas líneas? y, en la página de la derecha, una viñeta alusiva al texto en cuestión. El resultado es demoledor y fuerza, como decía antes, a replantearse algunas cosas. Pero antes de entrar en materia, déjenme que les recuerde, casi de modo telegráfico, algunas cosas elementales sobre los dos grandes protagonistas cuya colisión celebramos: Mein Kampf, por una parte, y Clément Moreau, por otra. Empecemos por el caricaturista.

Carl Meffert fue un dibujante alemán nacido en Coblenza en 1903. Políticamente, era un revolucionario de izquierdas y, como artista, un discípulo de Käthe Kollwitz: para caracterizarlo en pocas palabras, podríamos decir que formalmente era un expresionista e, ideológicamente, un autor muy comprometido con las luchas de su momento. Los tiempos convulsos y, en especial, como puede suponerse, la persecución hitleriana, lo llevaron a huir de su patria, al cambio de nombre y al exilio en Argentina, donde se refugiaba una importante colonia germana. Establecido desde 1935 en el citado país sudamericano, fue aquí donde encontró la libertad necesaria para desarrollar su talento artístico. Firmando ya a partir de entonces como Clément Moreau, el artista alemán concibió la idea de hacer una glosa gráfica y crítica del famoso libro del Führer. Lo hizo a partir de 1940 desde las páginas de dos rotativos, Argentina Libre y Angentinisches Tageblatt. Sus viñetas traducían de un modo insólito la doctrina nazi: en particular, mostraban la brutalidad en todos los sentidos de sus planteamientos, desenmascaraban la violencia subyacente y, en último término, ridiculizaban sus propuestas.

Cuando Clément Moreau publicaba sus tiras satíricas, Mein Kampf era no sólo el libro más vendido y leído –obligatoriamente? en Alemania, sino bastante más que eso: la Biblia del régimen nazi. La derrota del Tercer Reich y, muy especialmente, la constatación de las monstruosidades cometidas por el régimen, llevaron a polarizar la repulsa en toda su propaganda racista y, muy especialmente, en la obra escrita por Hitler. De libro sagrado pasó sin transición a libro denostado y proscrito. De hecho, en Alemania y en otros muchos países fue prohibido, aunque siempre circuló en ediciones clandestinas. Durante mucho tiempo ningún sello editorial –fuera de los círculos de extrema derecha? se ha atrevido a arrostrar el riesgo de publicar esa obra maldita. Pero, al final, Mein Kampf ha llegado a la misma situación jurídica que cualquier otra obra cuando han transcurrido setenta años desde la muerte de su autor: desde el 1 de enero de 2016 está exenta de derechos y cualquiera pueda publicarla libremente.

La prohibición de Mein Kampf podía tener explicación –que no sentido? recién acabada la guerra. Cabía entender que, con las heridas aún abiertas, la mera contemplación, y no digamos exhibición, del libro resultaba un agravio añadido para tantos millones de víctimas. La persistencia del veto revelaba, empero, un tremendo error: el de creer que, una vez fuera del contexto fanático, el texto hitleriano seguía siendo peligroso. ¡Era justo lo contrario! Sólo podía tener miedo de Mein Kampf quien no lo hubiera leído. El libro es tan infumable en todos los aspectos –pesado, grosero, reiterativo, intelectualmente deleznable? que provoca el efecto opuesto en cualquier inteligencia mínimamente constituida. Atribuirle capacidad de contagio es, en el fondo, tenerle un respeto y hacerle un honor que no merece. Sin ir más lejos, hoy en día hay infinidad de sitios en Internet más letales desde cualquier punto de vista.

Aquí es donde entra la conjunción a que antes me refería, la de Clément Moreau y el panfleto del cabo austríaco. Ya en 1940 el artista alemán demostró que podía hacerse otra lectura del libelo. Al deconstruirlo, como antes señalaba, reveló con una contundencia extraordinaria lo que es, en realidad, Mein Kampf: una mierda. Pero, como sucede con algunos grandes artistas, aprovechó las deyecciones hitlerianas para modelar algo de mucho más valor. Las caricaturas de Moreau no sólo muestran de modo impúdico las excrecencias de Hitler, sino que tienen por sí mismas incomparablemente más valor que los textos que las han inspirado. Eso es lo que hace, en definitiva, de esta edición de Mein Kampf una original obra de humor negro. Y pone de relieve de modo indubitable una convicción que yo siempre he tenido, pero que es difícil muchas veces de argumentar: que el humor puede con todo.

¿Quién es Hitler, según Moreau? Un chulo vulgar, un fanfarrón y pendenciero de tres al cuarto que va destrozando todo a su paso. Pero también un sujeto avieso y malencarado que puede travestirse de las más variadas formas. Así, ya que el dibujante se ha refugiado en Argentina, ve también a Hitler como gaucho desconfiado, guitarra en ristre y mirada felina, con unas enormes manos, como garras, que pueden caer sobre cualquiera que pase a su lado. No parece ser casual el matiz de las garras, pues en las caricaturas se repite este detalle. Se asemeja por ello a un depredador acechando el momento más propicio para el ataque. El rostro hosco, los ojos siniestros, y la expresión tortuosa, acentuada por un bigote que parece una cucaracha negra, le prestan una fealdad porcina. Tan inquietante como repulsivo en casi todas las estampas, Moreau pinta a un Hitler airado y, al tiempo, ridículo.

Pero lo mejor, sin duda, es la contraposición que se establece entre el texto seleccionado de Mein Kampf y la ilustración de Moreau. «Sabía reservarme mis puntos de vista, no necesitaba replicar siempre de inmediato», leemos en la página de la izquierda. En la derecha, el dibujo muestra un padre de grandes proporciones, brutal y amenazador, con un grueso palo en una mano dirigiéndose avasallador a un débil niño, suponemos que Adolf, que llora de modo desconsolado. Desde luego que entendemos de inmediato por qué el joven Adolf se reservaba sus opiniones.

Hitler aparece caracterizado como poco menos que un pordiosero en aquellos días en que, según confesión propia, deambulaba sin oficio ni beneficio por la capital austríaca: «Viena, la ciudad que encarna para muchos la alegría inofensiva, el espacio festivo de gente que se divierte, no es por desgracia para mí sino el vivo recuerdo de la época más triste de mi vida». Un Hitler en horas bajas que admite que buscaba trabajo para no morirse de hambre. La mención de esas circunstancias le sirve a Moreau para dibujar unas viñetas que retratan un personaje repulsivo en un ambiente lóbrego, siempre con una gran economía de medios. El dibujante va a lo esencial, sin entretenerse en elementos subalternos, guiado siempre por la determinación de representar críticamente el asunto medular expuesto en la cita de Mein Kampf. Las ilustraciones suelen contar con pocos personajes –a menudo tan solo aparece Hitler?, sin que la pluma de Moreau se deje llevar en ningún caso por la más mínima simpatía hacia el ambiente que retrata. Todo lo contrario: hallamos sorna y desprecio a raudales.

Es verdad que a veces el propio texto genera esa repulsión, sin que sean necesarias más especificaciones. Una muestra: «Con el curso de los siglos el aspecto de los judíos se había europeizado y se había vuelto más humano; llegué hasta considerarlos alemanes». Es innecesaria glosa alguna. Ahora bien, el sujeto repelente que caricaturiza Moreau en las viñetas iniciales –pintor de brocha gorda, ridículo, mugriento, petulante? va dejando paso imperceptiblemente a otro tipo de persona igual de repugnante, pero mucho más peligrosa. Es el tipo agresivo, de una oratoria inflamada, habitual de las cervecerías, donde ejerce en el fondo de algo muy parecido a matón de taberna. El triunfo de sus discursos se basa, según él mismo especifica, en llegar a la gran masa del pueblo rebajando el nivel doctrinal a ras de suelo: «Toda propaganda ha de ser popular y su nivel mental adaptarse a la capacidad del más lerdo entre aquellos a los que pretende dirigirse». La viñeta consiguiente presenta el antisemitismo nazi como el resultado inmediato de ese reduccionismo mental. Pero Moreau es todavía más expresivo y directo cuando, al menos en dos ocasiones, representa la propaganda del nacionalsocialismo lisa y llanamente como basura. En una de ellas, un alto cargo militar adoctrina a un soldado. Método: este se abre el cráneo y el jefe va introduciéndole cucharones de basura en su cerebro. En la siguiente viñeta, los soldados con el cráneo abierto ?y suponemos que apestoso, por los efluvios que se esbozan? siguen en actitud marcial a su general.

Pero, como he apuntado antes, lo más característico de las últimas viñetas es que los ribetes brutales van imponiéndose a las demás consideraciones. Como en tantas otras ocasiones anteriores, a Moreau le basta con seguir al pie de la letra el discurso hitleriano: «En el uso continuo y uniforme de la fuerza reside la primera condición del éxito». La fuerza bruta, sea mediante el puño cerrado que se estrella en el rostro, sea pisoteando a los demás, sea derramando sangre en la guerra, sea destruyendo todo al paso de los ejércitos. El resultado, obviamente, no puede ser otro que la desolación absoluta. Una viñeta contiene el nombre de Bélgica y un montón de cadáveres sobre un fondo de casas destruidas. Hasta los árboles aparecen calcinados. La siguiente alude a Edith Cavell, la enfermera británica condenada a muerte durante la Gran Guerra por alojar en su hospital de Bruselas a soldados aliados. Moreau la pinta ante el paredón de fusilamiento en actitud serena con un soldado apuntando su fusil contra ella.

Las viñetas más despiadadas ilustran la concepción hitleriana de la cobardía y el valor: «Dadle a un cobarde diez pistolas, y aun así no será capaz de disparar un solo tiro en un ataque»; en cambio, a un valiente le basta y sobra con un simple garrote. En efecto, parece asentir Moreau, la guardia pretoriana del régimen –ya fueran las SA o las SS? podía hacer maravillas con un simple garrote. Como apalear hasta la muerte a cualquiera que estimaran opositor o indeseable y dejarlo tendido en plena calle en medio de un charco de sangre, mientras en sus rostros se dibujaba una sonrisa de satisfacción por el deber cumplido. O atacar como gorilas, siempre ayudados por un grueso garrote, a cualquier ciudadano juzgado como desafecto. Si la ideología nazi es infecta, los métodos son criminales. La horca y la guillotina son los símbolos supremos de la agresividad nacionalsocialista a la hora de imponer su determinación a la nación alemana. En una de las ilustraciones más contundentes, Moreau dibuja un patíbulo con un fondo de horcas y un ajusticiado en primer plano al que acaban de cortarle la cabeza. El decapitado se mantiene en pie y levanta su brazo derecho haciendo el saludo fascista, mientras que la cabeza que yace en el suelo aún grita «Heil… Heil… Heil!». Este Mein Kampf deconstruido hace la misma labor que el niño en el famoso cuento de Andersen sobre el emperador. Es implacable y rotundo en su sencillez. Pero también, por eso mismo, acaba desembocando en una expresión de humor negro: que un texto así haya podido ser y significar lo que sabemos que fue y supuso, nos fuerza a reír: para no llorar.

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Ficha técnica

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