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¿Mandarinato para los restos?

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«¿Hambre, dices? Pues claro que he pasado hambre. En los setenta hubo días en los que en mi casa no se encontraba ni un grano de arroz. No estoy exagerando. Claro que sé lo que es el hambre». Mi colega de departamento me lo comentaba como de pasada, como si aquello hubiera sido lo más normal del mundo para millones de chinos en los tiempos gloriosos del maoísmo. Iba al volante de un Volkswagen que había comprado, «nuevo, no de segunda mano», hacía un par de años («es mi primer coche») y tenía a su hija haciendo un posgrado en Filadelfia. «No trabaja lo que debe. Se pasa el tiempo sin hacer nada útil», refunfuñaba, aunque era evidente que se sentía orgulloso de que ella tuviera una oportunidad que a él nunca se le había cruzado en el camino. No suelo hablar de política con mis amigos chinos, porque ellos procuran rehuir el asunto y a mí no me gusta ponerles en un brete sin necesidad. No podría, pues, decir qué pensaba mi colega sobre las diferencias entre aquellos tiempos en los que se pasaba hambre y éstos en los que él se había convertido en un consumidor relativamente satisfecho, pero se me antojaba que tenía razones de peso para guardarse sus opiniones. Imagino que son muchos millones los chinos que adoptan una actitud similar. Y si tienen que echar mano de la restricción mental con mayor frecuencia de lo que tal vez desearían, pues hágase.

George Orwell lo entendía mejor que las almas bellas que les reprochan su pasiva connivencia con el régimen: «Al cabo, lo que el trabajador reclama no es más que lo que otros consideran el mínimo indispensable para que la vida humana pueda merecer ese nombre […]. Ni uno solo de los que predican en contra del “materialismo” la consideraría soportable sin ese mínimo» («Looking Back on the Spanish War», en A Collection of Essays, Orlando, Harcourt Books, 1981). Esa «norma básica de consumo» de la que suelen hablar los marxistas era en su tiempo (1943) bastante más rigurosa de lo que hoy pasaría con ese nombre. Orwell la describía en términos mayormente ambiguos (comida «suficiente», seguridad frente al paro, igualdad de oportunidades, ropa limpia «con razonable frecuencia», un techo sin goteras, horas de trabajo «relativamente cortas»). La única precisión en su catálogo se quedaba para el «baño diario» y ésa parece deberse más bien a consideraciones personales. De todos los padecimientos sufridos en Crossgates, el siniestro internado en que pasó varios y muy amargos años de su infancia, el mayor era sin duda que «uno sólo podía tomar un baño caliente por semana». Hoy los trabajadores chinos, especialmente si son trabajadoras jóvenes que, por mor de la política de hijos únicos, lo tienen todo a su favor en el mercado matrimonial, son mucho más chinches. Lo imprescindible para una vida digna de ese nombre es comprar en supermercados bien abastecidos, enseñanza obligatoria y gratuita para sus hijos, un apartamento de ochenta metros cuadrados como mínimo, un Volkswagen y un par de semanas de vacaciones al año. A la ducha caliente diaria ni se la menciona. Todos los apartamentos modernos tienen una.

Los nuevos mandarines comunistas lo saben y recuerdan sin cesar a sus trabajadores que todo eso se lo deben al socialismo con rasgos chinos que ellos representan. No es la única apropiación indebida de los nuevos mandarines. Su régimen económico no tiene nada de específicamente socialista, si es que alguien sabe qué es eso. No es más que capitalismo puro, especialmente duro; lastrado, sí, por un pesado sector público en el que las decisiones de inversión en sectores estratégicos están en manos de la burocracia comunista, pero pendiente de los deseos de los consumidores en otra gran parte de sus actividades. Lo específicamente chino se queda en la política. El control de esa economía relativamente abierta y de la complejísima sociedad china, según los comunistas, tiene que permanecer en SUS manos de capitalistas rojos.

Cada dictadura logra mantenerse a su manera, aunque todas ellas presenten un rasgo compartido: la represión. Una dictadura es, ante todo, un régimen de terror que intenta paralizar la expresión de ideas alternativas y criminaliza cualquier conducta de oposición, por nimia que parezca. Un ejemplo reciente. La nueva dictadura tailandesa ha prohibido que la gente pueda hacer el gesto con que, en muchos lugares, se expresa el número tres, es decir, manteniendo extendidos en vertical los dedos índice, corazón y anular. En la Tailandia posterior al reciente golpe militar, en un guiño tomado de la película The Hunger Games, algunos han empezado a expresar sus deseos con un tres –libertad, igualdad y fraternidad– para así mostrar su oposición al nuevo régimen.

Pero cada dictadura ejerce la represión a su aire y según los límites que constriñen su amplia libertad de movimientos. Mientras que, por el momento, en Tailandia los generales se limitan a amenazar, en China la más insignificante expresión de disconformidad suele ir acompañada de un uso desmedido de la fuerza. Los medios internacionales han informado con exactitud y puntualidad de la condena a Liu Xiaobo, del acoso a Ai Weiwei o del silenciamiento de Han Han, un bloguero con millones de seguidores, pero la brutalidad se extiende con escasos límites a casos que, inicialmente, nada tienen que ver con la política. A Tang Hui, una mujer de la provincia de Hunan, una banda de proxenetas le arrebató a su hija menor de edad para dedicarla a la prostitución. Una vez detenidos los raptores, Tang se dirigió a las autoridades pidiendo que fueran condenados a muerte. Pese a que en China la pena capital se impone a menudo por bastante menos, la pretensión de Tang resultaba excesiva para las autoridades provinciales, así que le dieron largas; pero la mujer no dejaba de protestar por lo que, en su ánimo, no era sino una abierta denegación de justicia. Al cabo, las autoridades detuvieron a Tang y la enviaron a un campo de trabajos forzosos para que se reeducase.

Decisiones como esas suelen inculcar un santo temor de Dios entre la mayoría de la población, pero sería una ingenuidad creer que la dictadura china se apoya sólo en la brutalidad indiscriminada y en la satisfacción de los consumidores. No me tomo en serio a los antropólogos culturales que consideran que los fenómenos sociales se explican ante todo por los valores propios de cada sociedad, eso que suelen llamar su identidad, pero sería ridículo hacer caso omiso de ellos. Desde los tiempos de la dinastía Quin, cuando suele datarse la fundación del sistema de dominio centralizado y funcionarial que ha caracterizado a China durante más de veinte siglos, la escuela legalista ha defendido que el poder central carece de límites a su actuación. Los legalistas chinos serían lo más parecido a lo que, en la jerga jurídica, se conoce como positivismo, es decir, la idea de que la legitimidad de las normas depende de su elaboración formal y no de su contenido. Legalidad y moral ocupan dos planos distintos y, a ser posible, claramente delimitados. Es cierto que el positivismo moderno reconoce la naturaleza dual del poder constituyente, que determina los valores que el sistema jurídico debe servir, pero al intérprete de la ley sólo le interesa que las normas que está llamado a aplicar se hayan dictado de acuerdo con las exigencias formales impuestas por aquél, como, por ejemplo, los procedimientos para reformar la constitución, o para aprobar las leyes con mayorías parlamentarias cualificadas o simples, o la inexistencia de conflictos jurisdiccionales u otros requisitos procedimentales semejantes. Nada más. Los legalistas chinos no hablaban en los mismos términos de Hans Kelsen y sus numerosos seguidores, pero a la postre decían algo parecido. Las leyes emanan de la voluntad del Hijo del Cielo. Cuanto edicto provenga de ella, por más que sea contradictorio con prácticas o usos anteriores o con la propia legalidad existente hasta el momento, debe respetarse a rajatabla y todo el peso de la ley ha de caer sobre quienes lo ignoren.

Mucho se ha insistido sobre la incertidumbre que esa impermanencia de la ley crea y sobre la importancia de la seguridad jurídica para un buen desempeño de la economía moderna, pero la experiencia, tanto histórica como reciente, parece haber convencido a una mayoría de chinos de que es aún más incierto un régimen que se apoye en las instituciones democráticas. Los interregnos dinásticos han sido tradicionalmente caóticos. Al neomandarinato le gusta culpar de todos los males de China en el siglo XX a los tratados desiguales con las potencias occidentales y a las intervenciones imperialistas en su país, aunque ni la efímera república que siguió al fin de la dinastía Qing, ni la guerra civil de 1945-1949, ni la utopía agraria maoísta que inspiró y justificó los desmanes del Salto Adelante y de la Revolución Cultural, consiguieran modernizar la sociedad china o canalizar ordenadamente sus conflictos internos. Para muchos chinos, que no han tenido nunca oportunidad de participar en unas elecciones democráticas, la combinación actual de participación en el consumo y pasividad política sigue siendo la opción menos mala, especialmente ante la brutalidad del aparato represivo del neomandarinato.

No es posible saber durante cuánto tiempo se mantendrá esa convicción. Después de todo, pese a ser también chinos, los habitantes de Hong Kong y de Taiwán han sabido combinar el desarrollo económico con la participación política. Es decir, la cultura china no es necesariamente un obstáculo para la democracia. Las comparaciones entre culturas nunca son convincentes, pero a mí la China continental no deja de recordarme a la España de los años sesenta. También entre nosotros el bienestar económico parecía haber ahogado para siempre la protesta y la represión de la dictadura franquista, aunque en esos años no fuera ya sino una sombra de lo que había sido en los cuarenta y los cincuenta, seguía manteniendo a raya a los opositores activos que, por cierto, éramos muy pocos. Tal vez cien o doscientas mil personas en una población de treinta y cinco millones.

En porcentaje, no muchos más que en China.

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