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Male gaze (y II)

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Decíamos en la anterior entrada, a cuenta de distintos sucesos recientes, que la tensión sexual entre los sexos constituye un problema sin resolver y acaso sin solución posible; al menos, sin una solución enteramente satisfactoria que podamos ver aplicada en el futuro próximo. Tanto la indumentaria de las presentadoras televisivas en Nochevieja como las agresiones sexuales en Colonia apuntan –seguíamos– hacia la cualidad aparentemente enfermiza de una «mirada masculina» que cosifica a la mujer, mirada que obedecería tanto a la influencia de los dispositivos mediáticos (de Hollywood a la publicidad) como a las reacciones preconscientes del cerebro masculino (según indica el conocido como «efecto bikini» a la luz de los estudios neurológicos); sin que pueda descartarse, ni mucho menos, que las segundas antecedan a la primera. Esta agresividad inicial del instinto masculino, que, desde luego, puede ser amortiguada por la cultura y de hecho lo es, aunque no todas las culturas se esfuercen por igual en lograrlo, constituye un serio problema para la mujer allí donde puede ser víctima de acoso o agresión sexual; si bien no son pocas las que, por propia voluntad o subyugadas por el sistema, buscan voluntariamente ofrecerse como objeto de deseo a la mirada del hombre. Pero la mirada masculina, conviene añadir, es también un problema para el hombre mismo. Y ello sugiere que quizá deberíamos conceptualizarla como un asunto de especie y no como una «culpa» privativa del varón.

Pocas novelas contemporáneas empiezan con tanta fuerza como Desgracia, de J. M. Coetzee:

Para un hombre de su edad, cincuenta y dos años, divorciado, le parecía haber resuelto bastante bien el problema del sexoJ. M. Coetzee, Desgracia, trad. de Miguel Martínez-Lage, Barcelona, Debolsillo, 2000..

El narrador habla del protagonista, un profesor de universidad divorciado que se encuentra semanalmente con una prostituta con la que pasa una tarde y por la que dice haber desarrollado un cierto afecto. Pero lo significativo es que hable del sexo como de un «problema» a resolver; algo, en fin, que no puede soslayarse y que por esa misma razón demanda algún tipo de solución. Podríamos sostener, se alegará, lo mismo de la mujer: también para ella la falta de actividad sexual constituye un problema. Sin embargo, los datos que nos ofrece la realidad parecen apuntar en otra dirección, por más políticamente incorrecta que resulte en una época caracterizada por el discurso de la igualdad: ya se entienda ésta como igualdad biológica o se considere que ésta ha sido alterada por siglos de educación patriarcal.

Hace unos meses, la web de contactos Ashley Madison, presuntamente especializada en poner en contacto a potenciales adúlteros, fue víctima de un espionaje que acabó con la revelación pública de la identidad de sus usuarios. Y tan significativo como la gran desproporción entre hombres y mujeres, naturalmente favorable a los primeros, fue que la identidad de la mayoría de los perfiles femeninos resultara ser falsa. ¡Qué extraordinaria metáfora! Miles de varones persiguiendo fantasmas virtuales, creaciones enfermizas de su deseo, delante de la pantalla. También hace poco la prensa se hizo eco del fracaso comercial de la anunciada como «Viagra femenina», fármaco de nueva creación cuyo objeto es estimular el deseo sexual de la mujer. Varones son también la mayoría de los usuarios del mercado de la prostitución. Y no hace falta recordar que no hay mujeres pederastas, sino que sólo los hombres padecen esta desviación. Parece indudable que hay ahí una carga, un fardo biológico que la cultura, con sus virtudes ordenadoras, no ha conseguido aliviar del todo: la especie se hace presente en el individuo y éste no consigue sacudírsela.

A este respecto, la socióloga Catherine Hakim, que ha popularizado estos años la noción de «capital erótico» y llamado así la atención sobre el papel que el atractivo físico desempeña en la vida social, se muestra también contraria a la tesis feminista que proclama la «igualdad de deseos» y la consiguiente «medicalización del deseo insuficiente»Catherine Hakim, Honey Money. The Power of Erotic Capital, Londres, Penguin, 2012. Este déficit sexual explica, para un psicoanalista como Massimo Recalcati, que la demanda femenina de amor se alimente «de palabras, de cartas, de poesía, de carencias. Sume al falo en la impotencia como instrumento de goce porque éste nunca le proporcionará la señal del amor» (Ya no es como antes. Elogio del perdón en la vida amorosa, trad. de Carlos Gumpert, Barcelona, Anagrama, 2015, p. 57). Que se calcule en torno a un 15% el número de hijos nacidos de un padre distinto al que figura oficialmente como tal parecería confirmar la intuición de Recalcati, si no fuese porque la infidelidad, como el tango, requiere de dos actores.. En otras palabras, Hakim cree que el deseo sexual masculino es más fuerte que el femenino (diferencia que se amplía con el paso del tiempo) y que negarlo conduce a convertir en patología –carne de terapia– su debilidad en la vida real de mujeres reales. La autora sabe que la acusarán de esencialista, pero se anticipa llamando esencialistas a quienes se atrincheran en el constructivismo. En un artículo posterior, Hakim ha llegado a explicar la prostitución como una consecuencia lógica del «déficit sexual masculino» en una sociedad de mercado, invocando aquellos estudios que muestran cómo la industria sexual en sus distintas vertientes reduce, en lugar de incrementar, los delitos sexuales. Basta pensar en los problemas que plantea en China el enorme desequilibrio ecológico creado por la política de hijo único: se calcula que treinta millones de solteros chinos carecen de contraparte femenina en su país y ya se ha producido un aumento de los delitos de carácter sexual. Esta diferencia entre los sexos, que la construcción social del género puede matizar, pero no eliminar, ha sido siempre evidente a ojos de psicólogos y psicoanalistas; en parte, cabe pensar, por su experiencia clínica directa. Volkmar Sigusch, director del Instituto Científico Sexual ligado a la Universidad Goethe de Fráncfort, explicaba a Süddeutsche Zeitung que una sociedad sin prostitución le resulta inimaginable debido al aumento de homicidios y agresiones sexuales que en ella se produciría, lamentando de paso la mezcla de hipocresía y puritanismo que nos impide reconocer su funcionalidad social.

Se trata de un argumento desagradable, si se quiere. De nuevo, como cuando se aconseja a una mujer que no vista provocativamente en un barrio peligroso, parecen confundirse los planos descriptivo y prescriptivo. Sería deseable, decimos, que la prostitución no existiese; pero eso no suprimirá las razones por las cuales ha existido desde siempre. A propósito de este debate, he recordado la funesta aventura que corrió una joven norteamericana cuyo propósito era recorrer el mundo haciendo autostop vestida de novia, con objeto de demostrar la natural bondad humana; su recorrido terminó en algún lugar del interior de Turquía, donde fue violada y asesinada. Esa joven no debía ser atacada; pero lo fue. De la misma manera, lo que cabe preguntarse es hasta qué punto las cuestiones de orden sexual, que conectan con el más primario de nuestros instintos, se dejan normativizar y regular a través de la cultura y el derecho. Hasta qué punto, si se prefiere, puede el género modular al sexo. Porque, si lo personal es político, los resortes indisponibles de nuestro deseo –allí donde no controlamos, para bien o para mal, nuestra respuesta sexual– también lo son.

Desde luego, la disparidad en los apetitos sexuales es coherente con una lectura darwinista de la especie. Y no convendría echar en saco roto aquellas descripciones del deseo intersubjetivo que emplean las armas de la psicología evolucionista: su aparente simplismo no es razón para desdeñarlas, sino más bien para buscar posibles rastros de su pervivencia en cualquier bar de madrugada. Para David Buss, autor de una obra canónica del género, hombres y mujeres persiguen distintas estrategias de apareamiento en razón de los obstáculos adaptativos que han debido ir afrontando desde la noche de los tiemposDavid Buss, The Evolution of Desire. Strategies of Human Mating, Nueva York, Basic Books, 2003.. Así, el hombre otorga una prima al combinado de belleza y juventud, pero menos porque ésa sea la constante en todo el reino animal, sino por serlo en cualquier cultura humana: la centralidad del matrimonio (que pertenece al orden cultural) en el apareamiento de nuestra especie aconseja la búsqueda de parejas físicamente atractivas y jóvenes para asegurar la futura fertilidad. Las mujeres, en cambio, serían más selectivas por causa de la mayor inversión que han solido hacer en la gestación y crianza de los hijos: sus recursos reproductivos son mucho más sofisticados que los del varón y demandan por ello una elección más cauta. Para ellas, se trata de evaluar las señales emitidas por los distintos candidatos, a fin de elegir a quien proporcione más beneficios que costes: acceso a recursos, ambición, inteligencia, fuerza física, buena salud, compromiso. Para Buss, esta diferencia responde tanto a la biología de origen como a los problemas adaptativos sobrevenidos, matizados a su vez por la cultura. Y aunque la psicología evolucionista es sólo una de las perspectivas que podemos adoptar a la hora de explicar la conducta de unos seres psicobiológicos y contradictorios, modelados por siglos de historia social, no carece de valor explicativo.

Si Kiko Milano, exitosa empresa de fast-cosmetics, estuviera a punto de cerrar sus puertas en lugar de crecer sin pausa, podríamos acaso otorgar más crédito a aquellas tesis que sostienen que los sexos carecen de diferencias. Por supuesto, todo puede atribuirse al distinto formateado cultural: incluso la preocupación de las mujeres en los campos de concentración nazis por encontrar algo de maquillaje tras su liberación para «sentirse» mujeres después de la deshumanización a la que habían sido sometidas en su interior. ¿Acaso no se maquillaba el tristemente fallecido David Bowie allá por los setenta, sumiendo a las madres de sus fans en la confusión acerca de si sus hijos «son hombre o mujer», como cantaba en Rebel Rebel? No en vano, las diferencias biológicas no impiden hablar de géneros fluidos e identidades sexuales ambiguas, como efecto de una cultura cada vez más variada en la que el elemento de experimentación y juego no ha hecho más que cobrar fuerza tras las revoluciones juveniles y el impacto diferido de las vanguardias históricas. Más discutible es deducir de ahí que la cultura todo lo puede, anulando la tensión sexual entre hombres y mujeres (o entre personas del mismo sexo), o incluso neutralizando eso que Hakim llama déficit sexual masculino.

Más aún, ¿no es la existencia de ventajas sociales asociadas al atractivo físico una prueba de la dificultad de neutralizar los elementos atávicos de la especie? Nancy Etcoff, quien sostiene que la preferencia por la belleza está inscrita en nuestro aparato biológico, ha hablado de la «supervivencia de los más guapos» y explicado así la industria de la belleza que, de la cosmética a la indumentaria, ha experimentado un crecimiento formidable en las últimas décadasNancy Etcoff, La supervivencia de los guapos. La ciencia de la belleza, trad. de Flora Casas, Madrid, Debate, 2000.. Podríamos echar la culpa al capitalismo, pero entonces tendríamos problemas para explicar la presencia de abalorios en las culturas precolombinas. Si no me falla la memoria, era Gabriele D’Annunzio, citado por Leonardo Sciascia, quien, refiriéndose con admiración a una dama de la alta sociedad italiana, la juzgaba «dominadora no por su voluntad, sino por naturaleza», en virtud de su imponente atractivo físico. Sobre esto ha escrito asimismo Camille Paglia en su memorable librito sobre Los pájaros, la película de Alfred Hitchcock que tiene como protagonista a una bella, hermosa y rica heredera protagonizada por Tippi Hedren. Recuerda Paglia la escena en que Hedren llama al periódico de su padre para pedir la información personal del hombre (el apuesto Rod Taylor) a quien acaba de conocer en una pajarería y del que lo ignora todo, salvo el número de su matrícula. Aunque esos datos están protegidos, su interlocutor accede a dárselos. Paglia:

Lo que me gusta de esta escena es la precisión con que muestra cómo las mujeres hermosas se salen con la suya en el mundo. […] Es como si el hechizo de la atracción sexual suspendiese automáticamente las reglas de la moralCamille Paglia, The Birds, Londres, Palgrave Macmillan/British Film Institute, 1998..

Sobre el mismo particular, cita a Tennessee Williams, quien dijo algo parecido: que las personas hermosas crean sus propias leyes. ¿Deseable? No; pero sucede. De hecho, Los pájaros puede leerse como la venganza artística de un hombre –Alfred Hitchcock– a quien las mujeres nunca desearon debido a su aspecto físico: durante su transcurso, Melanie Daniels –a quien Paglia describe como «una obra de arte andante»– sufre toda clase de agresiones ambientales y psicológicas que acaban con ella a un paso de la demencia. En 30 Rock, la excelente serie cómica de Tina Fey, se expone algo parecido en forma de «teoría de la burbuja», conforme a la cual nadie contraría a las personas atractivas de ambos sexos debido al ascendiente natural que poseen, lo que provoca que vivan en una burbuja separada de los demás: son las ventajas de acumular capital erótico.

Es sabido que una buena parte de la teoría feminista condena sin paliativos la sola existencia de una industria de la belleza que forzaría a las mujeres a tomar parte de una competición extenuante cuyos beneficiarios serían los titulares del poder patriarcal. En un interesantísimo libro que toma como referencia de estudio la fiesta de los quince años en México, rito social de paso hacia la edad adulta, la socióloga Angela McCracken se sitúa del lado del pensamiento feminista minoritario que cuestiona estas premisasAngela McCracken, The Beauty Trade. Youth, Gender, and Fashion Globalization, Oxford, Oxford University Press, 2014.. Su libro se abre con los provocativos versos de «Fashionista», el hit musical de Jimmy James: «I wanna be delgada to fit into my Prada». En principio, esta frase sería suficiente para dar la razón a quienes abjuran de las guerras estéticas que se libran en la sociedad contemporánea. Para McCracken, sin embargo, no todas las mujeres experimentan los estándares de belleza convencional como una forma de opresión: el argumento de que la «beautification» es opresiva asume que las mujeres son siempre víctimas y nunca agentes de ese proceso. A su juicio, la categoría de «la mujer» no es universal y no puede serlo tampoco la aplicación del argumento patriarcal: hay mujeres que obtienen placer de esa «beautification», mientras otras (y otros: el maquillaje masculino ya es considerable en Corea del Sur y no tardará en extenderse) se benefician de la inversión que supone en su capital erótico. Tal como apunta Shahidha Bari en las páginas de The Times Literary Supplement, el feminismo contemporáneo tiene aún que hacer las paces con los placeres que se derivan de la sexualidad y la visualidad.

Desgraciadamente, todas las formas de capital se encuentran desigualmente repartidas y son, por tanto, creadoras de desigualdad (y producen asimismo distintas ideologías según la posición relativa que ocupe cada grupo). McCracken no deja de reconocerlo: «No todas las mujeres ni todos los hombres se benefician por igual de la prima por belleza; unos pocos se benefician más que los demás». En el caso del capital erótico, el problema se ve intensificado debido a dos causas contra las que no puede lucharse: los dones naturales y el paso del tiempo. Por una parte, la lotería del nacimiento nos proporciona un determinado aspecto físico, que sólo parcialmente podemos corregir; quienes carecen de atractivo, se encuentran en una desventaja que puede resultar extremadamente dolorosa en el plano emocional. Por otra, incluso quienes gozan de ese atractivo habrán de envejecer: lo que la naturaleza da, la naturaleza lo quita. En un mundo ideal, nada de esto importaría y las personas buscarían pareja con independencia de estas circunstancias; por desgracia, vivimos en el mundo real, allí donde estos factores tienen su peso y es rara la persona que malbarata el capital erótico que, sea cual sea, le haya sido concedido.

Por esta razón, la socióloga Eva Illouz, comparando los regímenes amorosos premoderno y moderno, subrayaba la mayor protección que el primero suministraba a la mujer: obligados ambos sexos a unirse en matrimonio en la juventud, cuando la mujer se encuentra en el cenit de su atractivo físico, aquél era en lo sucesivo indisolubleEva Illouz, Por qué duele el amor. Una explicación sociológica, trad. de María Victoria Rodil, Madrid, Katz, 2012.. Se trata así de evitar aquello que Fellini muestra descarnadamente en la escena del harén de Ocho y medio, una fantasía de dominación masculina hoy difícilmente imaginable en las salas de cine, en la que su álter ego expulsa al piso de arriba a una de sus concubinas tras haber cumplido cincuenta años, provocando una rebelión entre ellas («¡Exigimos ser amadas hasta los setenta!») que Mastroianni sofoca a golpe de nietzscheano látigo. La escena es delirante e incluye una mirada sobre el hombre como niño malcriado al que las mujeres consienten en una suerte de escenificación mutuamente consentida, porque, a decir verdad, aquél no puede evitar su infantilismo. Digamos además, para compensar, que por cada látigo metafórico hay cien padres de familia que arrastran los pies detrás de su señora por los pasillos de El Corte Inglés. Y que el propio Nietzsche padeció el más triste de los desamores, consistente en no ser amado.

Sin embargo, ¿qué hacer? En un mercado amoroso y erótico liberalizado, el desorden y la desigualdad están garantizados. No podemos, ni queremos, regresar al régimen amoroso premoderno. ¿Habríamos de crear un Ministerio de Redistribución del Capital Erótico? ¿O uno encargado de relacionar a la fuerza entre sí a personas de muy diferente atractivo? Estas ideas suenan absurdas, porque son impracticables. En la jungla del deseo, incluso el más avezado ingeniero está condenado a perderse.

Hablamos, en fin, de la presencia de una tensión sexual que no puede ser fácilmente remediada. O intentamos hacerlo, porque si alguien se atreve a emplear términos diferentes a los marcados por la corrección política del momento, será guillotinado: recuerden el caso de Tim Hunt, un premio Nobel que cometió el error de sugerir en tono humorístico que compartir espacio de trabajo lleva a hombres y mujeres a sentir una atracción recíproca que complica las cosas. Fue condenado sin paliativos por las redes, pero, como demostraba Jonathan Foreman en Commentary, el episodio no fue sino una caza de brujas posmoderna. En todo caso, cabe pensar que algunos aspectos relevantes de nuestra conducta sexual tienen un fundamento biológico; lo que no implica incurrir en el exceso contrario que no concede importancia a la cultura.

Tal vez algún día tengamos una respuesta sólida para esta incógnita, pero de momento tendremos que conformarnos con reconocer simultáneamente la facticidad del cuerpo y la influencia de la cultura sobre él: una influencia que no es infinita, por no serlo la plasticidad de los materiales de partida. Incluso Judith Butler, estrella del feminismo contemporáneo, escribe en uno de los ensayos que forman parte de su último libro que siempre vacilará entre el idealismo y el realismo, entre el biologicismo y el constructivismo: porque decir que el cuerpo es comprendido lingüísticamente no implica afirmar que esté hecho de lenguajeJudith Butler, Senses of the Subject, Nueva York, Fordham University Press, 2015.. Es precisamente la preeminencia de los argumentos constructivistas tras el giro cultural experimentado por las ciencias sociales y las humanidades en la década de los ochenta lo que aconseja, ahora, recordar el papel que desempeña en nuestra conducta la dimensión material –preconsciente– de nuestro ser. Más aún, la cultura puede verse como una reformulación de la biología en un orden superior: el erotismo es, así, el refinamiento humano de la sexualidad animal, pero sin ésta no podría siquiera desarrollarse.

Así pues, la plasticidad de la biología es relativa, obligada como está la cultura –si es que, como se ha apuntado, tiene sentido concebirla como algo autónomo– a trabajar con los materiales que le vienen de fábrica. Por eso mismo, aunque no conviene hacer una interpretación literal de las tomografías neuronales que observan reacciones preconscientes de los sujetos, tampoco parece prudente apostar por un constructivismo que lo fía todo a la influencia del lenguaje. Ya fueran así desde el principio o se hayan modificado por efecto de la cultura, una reacción preconsciente es indisponible para el sujeto, que sólo puede reaccionar ante ella mediante una deliberación interior que matizará, pero no anulará, el apetito en cuestión. Nuestra soberanía, pues, dista de ser absoluta.

Hechos estos matices, no debería existir tanto temor a reconocer la existencia de imperativos e impulsos biológicos, que se expresan en fenómenos como la atracción sexual y sus distintos derivados. Ya que podemos modular esos instintos a través de la cultura, como han hecho las religiones, primero, y el derecho secular, después, a lo largo de los siglos. Por ejemplo, el matrimonio siempre ha tenido por objeto ordenar el caos sexual que podría sobrevenir en caso de una completa desregulación moral: históricamente, se ha preferido la monogamia al desorden. En nuestras sociedades liberales, la tarea pendiente es el aumento de autoconciencia: hacer del propio sujeto un ser más reflexivo, consciente de las distintas fuerzas que influyen en su conducta, dándole así instrumentos que le permitan someter sus impulsos a observación y gane, con ello, autonomía. Ya que tanto la especie como la sociedad se hacen presentes en el individuo, hagámoselo saber.

Dicho de otra manera, no se trata de negar la tensión sexual que surge naturalmente entre hombres y mujeres, o entre hombres y mujeres homosexuales; se trata de admitir su existencia y reconocer su fundamento biológico –más o menos matizado por la cultura según el caso– para mejor lidiar con el problema subsiguiente. Este reconocimiento puede incluso constituir una liberación, análogo al que experimenta cualquier matrimonio duradero cuando acepta sus propias líneas de fuga. Más aún, admitir el considerable papel que una tensión sexual indisponible desempeña en los asuntos humanos puede también adquirir un cierto carácter celebratorio, dionisíaco, siempre y cuando también la mirada femenina gane en reflexividad y comprenda que nada hay de «personal» en las patologías del deseo masculino, víctima como es el varón de sus propios imperativos y necesitado como está de ayuda para gobernarlos. De esa manera, quizá aprendamos a diferenciar mejor entre la agresión intolerable y la insinuación razonable, entre la invitación a mirar y la transgresión de mirar, entre el dominio fingido que forma parte del teatro de la pareja y la dominación inaceptable que nace del desequilibrio de poder. Quizás así podamos comprender que la tensión sexual es un rasgo de especie que debemos abordar entre todos, en el marco de culturas que amortigüen sus efectos más desigualitarios, sin negar por ello la especificidad de cada mirada –masculina, femenina– ni la singularidad de cada deseo. Y reconociendo, en fin, que el instinto sexual masculino es también un problema para los propios hombres, y no sólo para las mujeres que, por desgracia, constituyen sus víctimas más frecuentes. Si así sucediera, la historia de las relaciones entre sexos habría dejado atrás por fin su período literal para adentrarse, jubilosamente, en su fase irónica: allí donde las agresiones de Colonia no serían posibles pero el vestido de Cristina Pedroche sí tendría cabida. Porque nadie le prestaría demasiada atención.

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