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Nuestro pasado liberal

PROGRESISTAS

Javier Moreno Luzón (ed.)

Taurus, Madrid

478 pp.

21 euros

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La imagen de la trayectoria histórica y de la obra del liberalismo en nuestro país continúa siendo fundamentalmente negativa. Esta negatividad es fruto de la hostilidad convergente de dos tipos de historiografía. Una, de inspiración integrista y autoritaria, que nunca entendió que el proyecto de monarquía peninsular unitaria, de recuperación de la España perdida por la invasión musulmana, quedó paralizado y no realizado durante la etapa imperial de los Austrias: la herencia de los Reyes Católicos sólo sería retomada por los Borbones y la Ilustración. La precaria forja de un Estado relativamente unitario culminó en 1812, cuando en medio de una de las peores crisis que España haya atravesado jamás, las primeras Cortes liberales proclamaron la nación española integrada por individuos libres e iguales, e hicieron de ella el sujeto insustituible del proceso político. Otra historiografía, de corte y contenido socioeconómico e impronta más o menos marxista, ha asociado siempre la palabra liberalismo a la palabra fracaso: fracaso de la así llamada revolución burguesa, fracaso de la industrialización, del régimen constitucional… Recientemente nos enfrentamos a una nueva variante de esa misma doctrina: la del fracaso de la construcción nacional española. Este enfoque viene a heredar la tradición de la izquierda republicana de entreguerras, que relató la historia de la España liberal como una traición permanente del liberalismo monárquico a la nación que hubiera podido ser. De esta última frustración de nuestra historia contemporánea se deriva en nuestros días, en lugar de la palingenesia republicana, un nacionalismo defensor de la soberanía nacional española, que pasa a ocupar el último lugar en la fila tras los nacionalismos denominados «periféricos», en realidad herederos del carlismo, que alcanzan de este modo, mediante la deconstrucción de la nación liberal, su gran revancha por las derrotas de los siglos XVIII y XIX.

Así las cosas, es de agradecer que Javier Moreno Luzón, editor de este conjunto de biografías de progresistas españoles (la mayoría liberales, y más exactamente liberal-demócratas), declare en el prólogo que ha seleccionado este tema y le ha aplicado el método biográfico porque este conjunto de personas –sus esfuerzos, logros y fracasos– representaron un factor importante en la modernización de la sociedad española de los siglos XIX y XX .A lo cual añade la cualificación de la biografía como «territorio de la libertad». Es cierto que el método biográfico presenta, junto a la ventaja de la flexibilidad, la dificultad de determinar qué personajes se seleccionan, relacionada estrechamente con la determinación de quién biografía a quién. La variedad de autores encuentra, además, la dificultad de hallar un filtro crítico compartido lo suficientemente riguroso como para forjar la coherencia del conjunto.Tal vez por eso se haya preferido la genérica denominación de «progresistas», pues la más estricta de «liberal-demócratas» hubiera planteado –entiendo– problemas de coherencia. Sea como fuere, se constatan, según señala el prólogo del editor, un conjunto de notas compartidas por todos estos progresistas: una actitud más o menos erastiana hacia la Iglesia católica, con el consiguiente propósito de disminuir su peso institucional en el Estado y, particularmente, en la educación, aunque dicha actitud excluyera, en la mayoría de los casos, posiciones persecutorias y clerófobas; un enfoque democrático del liberalismo, centrado en los principios de la soberanía nacional y del sufragio universal, frente a las posiciones censitarias y cosoberanas con la monarquía del liberalismo conservador, la otra gran rama del liberalismo español; una actitud favorable, en fin, hacia la intervención limitada del Estado en la economía para estimular la igualdad de oportunidades, sobre todo en el terreno educativo.

La lectura atenta de los textos así enfocados permite formular, no obstante, junto con las notas anteriores, algunas otras consideraciones sobre la interpretación de los biografiados.Varela Suanzes, por ejemplo, biógrafo aquí de Flórez Estrada, apunta la confusión reinante en el liberalismo progresista español a la hora de decidir la fundamentación iusnaturalista o utilitaria de su filosofía política, enfoques incompatibles entre sí. El vasto saber en historia constitucional de Varela Suanzes se detiene aquí. Sin embargo, es posible relacionar esta indeterminación con otros planteamientos típicos de un radicalismo filosófico iusnaturalista, de graves consecuencias políticas. La defensa de la «insurrección legal», por ejemplo, que los progresistas sostuvieron hasta el sexenio revolucionario de 1868 a 1874,y que significaba la posibilidad de cuestionar el Pacto Social –es decir, la Constitución vigente– siempre que los revolucionarios lo estimaran conveniente en defensa de unos derechos individuales declarados «ilegislables». Constituye éste un excelente filón crítico para desentrañar las causas en virtud de las cuales los progresistas nunca terminaron de encontrar un modelo de monarquía constitucional más coherente en la doctrina y eficaz en la práctica que el modelo doctrinario de los liberal-conservadores.

También en el caso de Flórez Estrada surge otro aspecto interesante: el de la tentación de pensar la economía y la sociedad al margen de la política, suponiendo a la primera en condiciones de subsanar por sí misma las deficiencias de la segunda. Este tipo de tentación, de largas y deletéreas consecuencias en la derecha y en la izquierda de nuestro liberalismo, caracteriza el planteamiento desamortizador sostenido por Flórez Estrada frente a Mendizábal. Si pensamos que los ayuntamientos eran, bajo el antiguo régimen, los primeros terratenientes de España, llama la atención que el gran especialista español de la economía de Ricardo no experimentara la menor preocupación por la suerte de la libertad individual y la división de poderes cuando propuso que el Estado liberal pasara a convertirse en el más grande arrendatario de tierras en España, además enfitéutico, en lugar de parcelar y vender en pública subasta los bienes propiedad de las órdenes religiosas (luego vendrían los de la iglesia secular y de los ayuntamientos), solución defendida por la mayoría del partido progresista.

Encuentro, sin embargo, el criterio más incisivo de análisis el examen de la actitud adoptada por cada uno de los integrantes de este elenco progresista hacia la revolución, es decir, ante la utilización política de la violencia. Si seguimos esta referencia y la formulamos conforme al axioma de que, cuando la democracia, llegado el caso, no derrota la revolución perece la libertad, el conjunto de progresistas objeto de nuestro examen se fragmenta en tres grupos claramente diferenciados. El primero, inequívocamente antirrevolucionario, viene compuesto por Sagasta, Canalejas y Alba, analizados, respectivamente, por Dardé, Moreno y Martorell, cuyas aportaciones figuran entre las más brillantes y sólidas del libro. El segundo lo integran quienes aplicaron un criterio de geometría variable al fenómeno revolucionario, comprensivos hacia él si no estaban en el poder, y adversarios (aunque impotentes) cuando lo ocuparon. Son los Joaquín María López, Salmerón, Melquíades Álvarez y Azaña, estudiados en cada caso por Romero, Martínez López, Suárez Cortina y Juliá. Por último, hay un tercer grupo integrado por dos socialistas, De los Ríos y Negrín, a cargo, el primero, de Virgilio Zapatero y de Enrique Moradiellos, el segundo, que plantea problemas específicos. Figura, por último, la vida de Victoria Kent, sintetizada por Rosa María Capel.

En relación con los tres primeros, destacaré, de forma telegráfica, cómo gracias al compromiso de la Restauración, el ex revolucionario y condenado a muerte Sagasta consiguió incluir en el bloque constitucional de la monarquía canovista el grueso de la legislación democrática del sexenio revolucionario de 1868 a 1874, la cual sobrevivió de este modo al peor de los fracasos del modelo revolucionario de los progresistas. El antiguo republicano Canalejas, ya como líder del partido liberal en una fase crítica de la Restauración entre 1909 y 1912, entendió, por su parte, pese a la intransigencia del conservador Maura, la prioridad absoluta de una relación de mutua lealtad entre las dos grandes ramas del liberalismo histórico español, liberales y conservadores, pues, sin un bipartidismo a prueba de crisis, se venía abajo la estabilidad del régimen constitucional y, por tanto, la posibilidad misma de sacar adelante la política reformista por él propugnada. Alba, en fin, antiguo regeneracionista y renovador después del liberalismo, invitó reiteradamente a los socialistas a integrarse plenamente en la monarquía constitucional y colaborar con los liberales en una política de izquierdas, pero siempre tuvo claro que la revolución, lejos de favorecer ese proceso, lo llevaría al desastre, como bien lo acredita su lúcida actitud de 1930-1931.Todos ellos comprendieron bien, por experiencia propia, que el progreso exigía combatir la revolución y excluir las políticas desestabilizadoras para evitar la involución reaccionaria. De este modo, se aseguraron la hostilidad permanente de las fuerzas antisistema: republicanos, socialistas y anarcosindicalistas.

La incoherencia caracterizó, por el contrario, la acción de López, Salmerón, Álvarez y Azaña, ejemplos opuestos al de los franceses Gambetta,Thiers y Clemenceau. Creyeron los españoles que la política liberal democrática era compatible con la captación benevolente de la revolución, sobre la base de atribuir a su reformismo específico una capacidad de transformación global, incluso de refundación de la historia de España, que posibilitaría el milagro de la revolución pacífica. Se engañaron lamentablemente y, al contrario de los franceses citados, se sumieron en la impotencia cuando la situación exigió derrotar la revolución para salvaguardar el orden constitucional. Salmerón, por ejemplo, no comprendió que la única posibilidad de afianzar la República en España pasaba por convertirla en el régimen de todos los liberales e imponerla a la opinión mediante la derrota inapelable de cantonales y carlistas, al modo en que la Tercera República francesa se afianzó sobre la derrota de la Commune. Melquíades Álvarez encarnó con su muerte terrible el triste destino del liberalismo español en los años treinta del siglo pasado. En su recorrido político anterior, sin embargo, había hostilizado implacablemente la labor reformista de Canalejas por haber liquidado éste el «bloque de izquierdas» contra Maura, representado por él como republicano reformista, el liberal Moret y Pablo Iglesias. En 1917, con la Lliga catalana en lugar de parte de los liberales, trató de forzar un proceso constituyente republicano, en la estela de una sedición militar (la de las Juntas de Defensa) contra sendos gobiernos constitucionales, liberal y conservador, de la mano (camuflada, eso sí) de una huelga revolucionaria. En cuanto a Azaña, la minuciosa reconstrucción de su labor al frente del gobierno y de la presidencia de la República entre febrero y julio de 1936, llevada a cabo recientemente por Stanley Payne, ayuda a comprender por qué Santos Juliá, en su sintética aportación, lo califica de reformista desengañado.

Por último, la inclusión de dos socialistas al final de esta secuencia de liberaldemócratas suscita importantes dudas.Argumentémoslas. Si los socialistas hubieran sido en España un factor determinante en la movilización electoral y, desde su creciente poderío parlamentario, hubieran impulsado y consumado la transformación democrática de las instituciones liberales, junto con la impulsión de las políticas propias del Estado del bienestar, personajes como De los Ríos o Besteiro disfrutarían de un lugar evidente en la lista del progreso, aunque sería legítimo discutir si también en la de la libertad. Pero el socialismo español rechazó el camino de la socialdemocracia en los países escandinavos y en los del actual Benelux o, mejor dicho, lo aceptó sólo como medio. El olvido de la revolución social en aras del simple objetivo de convertir a los trabajadores en ciudadanos de pleno derecho, no le pareció suficiente al socialismo español. Por tanto, éste se mantuvo fiel al objetivo revolucionario de convertir los sindicatos obreros, desde luego la UGT, en demiurgos de una sociedad sin clases sobre la base de la propiedad colectiva de los medios de producción y cambio.Y esa vocación revolucionaria, nunca cuestionada, lejos de atenuarse, se exacerbó durante la Segunda República. El socialismo humanista de De los Ríos o el marxismo evolucionista a la Kautsky de Besteiro nunca orientaron realmente la política del PSOE. Sirvieron sólo para justificar el empaque intelectual de dos catedráticos, militantes socialistas respetados, sí, pero políticamente marginales. De lo contrario, la acción política de un socialista como Negrín durante la Guerra Civil no habría existido. Sin embargo, hubo un Negrín y, en mi opinión, su trayectoria al frente de los gobiernos del Frente Popular durante la Guerra Civil fue el resultado de esa inexistencia previa de vía socialdemócrata en el socialismo español, pero, sobre todo, vino causada por la destrucción de la revolución republicana del 14 de abril a manos de la revolución proletaria de los caballeristas y anarcosindicalistas: primero, en grado de tentativa, en 1934, y luego, con impresionante y trágico despliegue, a raíz del golpe militar de 1936.

La resistencia republicana, que constituye el leitmotiv de la pulcra reconstrucción de la biografía de Negrín llevada a cabo por Moradiellos, ignora aquello que resulta imposible desconocer tras las obras fundamentales de Elorza y Payne Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo,Queridos camaradas, Barcelona, Planeta, 1999; Stanley Payne, Unión Soviética, comunismo y revolución enEspaña (1931-1939), Barcelona, Plaza y Janés, 2003. La otra obra citada de Payne es El colapso de la República, Madrid, La Esfera de los Libros, 2005., sin perjuicio de sus evidentes diferencias de enfoque y propósitos: la política de resistencia a ultranza de la República contra Franco fue posible, no sólo gracias al respaldo de la Unión Soviética con sus medios militares y policiales, moviéndose con pocas cortapisas en el bando republicano. Resultó igualmente decisiva la aplicación de la política de Frente Popular del Komintern y su sección española. La puesta en marcha del primer ensayo de democracia popular en Europa operó a modo de respirator para mantener en pie y rellenar, siquiera temporalmente, el completo vacío político a que había llegado la exangüe República española a finales de 1936. Fueron, por tanto, personajes de primera fila del Komintern, como Palmiro Togliatti, quienes manejaron realmente las claves de la resistencia republicana. Imaginar cuál hubiera sido su suerte, cuando la firma del pacto nazi-soviético de agosto de 1939 se anticipó un mes al estallido de la Segunda Guerra Mundial, tan ansiado por Negrín, da una idea de la consistencia y envergadura democrática de esa política de resistencia.

En su proyección política actual, el libro editado por Javier Moreno es, según nos explica él mismo, fruto de un seminario en la Fundación Pablo Iglesias. Cabe interpretarlo, pues, como una propuesta inteligente y, en todo caso, bienintencionada de persuadir al socialismo para que abra el ángulo de su conciencia histórica e integre en ella lo más posible de la herencia liberal de izquierdas. Me atrevo, sin embargo, a manifestar mi escepticismo sobre la posibilidad de recuperar un entronque efectivo de la política española de hoy con la herencia de nuestro liberalismo con carácter general. Primero, porque los tajos en su asendereado tronco fueron demasiado reiterados y brutales a partir de 1923, con el golpe de Primo de Rivera. En segundo lugar, porque el bagaje humanístico de nuestros políticos es casi inexistente en la actualidad. En su gran mayoría conocen mal o desconocen en absoluto la historia, a la que temen, y, cuando la utilizan, lo hacen con torpeza. El problema afecta a todo el espectro político. La derecha liberal conservadora no siente especial interés en explicar que su herencia es liberal, pero no democrática y, sobre todo, no desea vérselas sin complejos con el largo paréntesis de la dictadura de Franco, bajo cuya dominación sobrevivió a duras penas la herencia intelectual, aunque no política, del viejo liberalismo. Por su parte, los genes del socialismo español no son reformistas. Ni siquiera el abandono del marxismo, la implosión del comunismo o la necesidad de reelaborar el modelo socialdemócrata han servido para desarraigar la propensión endémica hacia las posturas antisistema y las retóricas de captación de las políticas revolucionarias. La propia lectura de Progresistas pone en evidencia la dificultad de reconstruir una tradición liberal demócrata coherente más allá del comienzo de los años treinta. En todo caso, el lector interesado por las muchas preguntas que el libro suscita hará bien en adentrarse en sus páginas.

 

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