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Cuba recreada

LOS INGENIOS. COLECCIÓN DE VISTAS DE LOS PRINCIPALES INGENIOS DE AZÚCAR DE LA ISLA DE CUBA

Justo Germán Cantero

Fundación Mapfre Tavera/Ediciones Doce Calles/CSIC/Ministerio de Fomento, Madrid

452 pp.

49 €

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En ningún lugar como en el Caribe las colonias se adornaron de rasgos tan singulares y perdurables, asociadas a espacios abiertos al tiempo que limitados por la condición insular del territorio, donde los puertos eran puertas al comercio exterior y al trasiego de ideas y novedades. En las islas y en ciertas regiones costeras de Centroamérica y Sudamérica la conquista del espacio para la economía de plantación supuso la modificación profunda y permanente del paisaje para dar lugar a las estampas que finalmente serían estereotipadas como propias del país, o de los países a que con el tiempo darían lugar. Las plantaciones crearon también sociedades específicas, con amos y esclavos, blancos, negros y una amplia capa mulata fruto del mestizaje continuo, en las que hubo espacio incluso para asiáticos «contratados», mientras la población indígena, diezmada, era arrinconada en los confines de la nueva civilización y asimilada al campesino de tez fogueada por la luz del trópico.

En las décadas finales del siglo XVIII y las primeras del XIX , Cuba se convirtió en una próspera colonia especializada en frutos ultramarinos. Una planta destacó sobre las demás y se adueñó de la agricultura y de los negocios, condicionó el modelo de trabajo, determinó la provisión de nuevos colonos y dio lugar a una sociedad donde se combinaba la opulencia de las élites y la extrema rudeza de la vida en las fincas agrícolas. El fruto rey de Cuba fue –de sobra es conocido– el azúcar.

Las fincas azucareras recibían el nombre de ingenio debido a que, junto a la superficie agrícola dedicada al cultivo, se edificaron las casas que albergaban los molinos o trapiches y los demás artefactos destinados a extraer el jugo de la caña y obtener la sacarosa cristalizada. Durante las décadas iniciales del siglo XIX se levantaron en la isla centenares de ingenios azucareros que consumieron importantes capitales y fueron origen de crecidas fortunas. Su historia es en buena medida la historia de la isla y de la metrópoli que la gobernaba, de sus gentes corrientes y de las familias que enlazaban con linajes peninsulares; es la historia de no pocos españoles que viajaron a Ultramar, practicaron la trata de esclavos o toda suerte de actividades –legales e ilícitas–, invirtieron en tierras y azúcar y, cuando no se los tragó el esfuerzo, acumularon fortunas con las que ellos mismos o algunos de sus vástagos retornaron a España para destinarlas a empresas «modernas». La historia de los ingenios antillanos ha terminado por resultarnos exótica a los españoles, ajena a nuestro pasado, cuando forma parte de la historia social propia y de la prehistoria reciente de no pocos capitales nacionales y de casi todas sus nacionalidades.

Hacia 1850, uno de estos propietarios, de la entonces muy floreciente región de Trinidad, Justo Germán Cantero, decidió reunir en un libro la descripción de las principales o más avanzadas fincas azucareras, donde quedaran registradas las características de cada una de ellas y sus adelantos en homenaje al esplendor de una civilización de la que se sentía partícipe. Cantero era un exponente perfecto de la minoría privilegiada de la colonia. Como era el caso de muchos criollos, la actividad de su familia se desarrollaba junto a la riqueza azucarera, pero carecía de propiedades: era hijo de un comerciante próspero que pudo costearle los estudios de medicina en Estados Unidos. Al regreso abrió consulta en su población de origen y poco después contrajo nupcias con la viuda de Iznaga, dueña de cinco ingenios en las inmediaciones de Trinidad, a los que después él añadiría dos más. Los ingenios. Colección de vistas delos principales ingenios de azúcar de la isla de Cuba fue concebido con la idea de dar a conocer a los habitantes sedentarios del país los adelantos y los esfuerzos que realizaban los «agricultores» en los grandes focos de cultivo y elaboración de «la primordial y más abundante fuente de la riqueza y prosperidad de este bello y deleitoso país», en palabras de su promotor. Para llevar adelante ese propósito, Cantero contó con la inestimable colaboración gráfica de Eduardo Laplante, un representante de la casa de maquinaria francesa Derosne-Cail, que recorría la isla en misión comercial y poseía un dominio detallista del dibujo, cualidad que acabaría redundando en la originalidad y el valor de la obra.

El libro de Los ingenios reunió información sobre veinticinco explotaciones, cada una de las cuales iba acompañada de una esmerada litografía, iluminada a mano, preparada sobre dibujos tomados al natural; se añadieron tres vistas adicionales: del valle de la Magdalena y de los Almacenes de Regla, en el interior de la bahía de La Habana. El buen hacer de la imprenta y litografía de Louis Marquier hizo el resto. Nació así el libro más bello y admirado de cuantos salieron de las imprentas de la Cuba colonial.Ahora lo reedita Doce Calles a iniciativa de la Fundación Mapfre y en colaboración con el CSIC y el Ministerio de Fomento, en cuidadísima factura y con una exquisita reproducción de las estampas en que se percibe el buen hacer de un editor, Pedro M. Sánchez, tan obsesivo por los detalles como pudieran haberlo sido los supervisores de Marquier.

Luis Miguel García Mora (coordinador de la obra) y Antonio Santamaría, reputados especialistas en historia de Cuba y del azúcar, se han ocupado de preparar y poner al día este clásico de la bibliografía y de la bibliofilia.Al efecto, han actualizado la ortografía de las fichas que acompañan cada estampa, han anotado estos textos con una preciosa información que añade aclaraciones y fuentes, y han cerrado el cuerpo de la obra con un apéndice formado por censos de 1860 y 1877 donde se registra la evolución de la industria azucarera. Nos proporcionan, además, una extensa introducción que da cuenta de la economía del azúcar y del libro que se edita, para lo que incorporan aportaciones de tres especialistas cubanos –Reinaldo Funes, Zoila Lapique y Alejandro García Álvarez– sobre el impacto de la plantación en el medio físico, el proceso de elaboración del libro de Cantero y Laplante, y la huella patrimonial dejada por un mundo desaparecido. Una selección de planos y grabados de la época contribuye a situar la ocupación del territorio. El resultado es una obra útil para el especialista y atractiva a cuantos, como sucediera con los lectores de mediados del ochocientos, puedan sentir curiosidad por espacios lejanos en el tiempo y la geografía donde la acción humana conquistaba la naturaleza y la convertía en fuente de progreso, bien que ese proceso y esa acción encerraban otros secretos.

Del libro actual, como del original editado en fascículos entre 1855 y 1857, atraen poderosamente la atención las vistas exteriores e interiores de Laplante, algunos planos, los detalles de los equipos, magníficos y magnificados, la naturaleza de esos «colosos» enclavados en el paisaje: una continuidad de cañaverales separados por las sabanas reservadas al ganado donde se eleva alguna palma real y raros árboles autóctonos; al fondo, en su caso, los bosques en retroceso, precisos para alimentar las calderas y gradualmente devorados por el avance de la caña; gobernando la escena, el batey, el poblado en el que, de las diversas construcciones, destaca la casa de máquinas. Rige una pulcritud extrema, todo está ordenado: apenas si en alguna litografía aparecen negros faenando en los campos o de regreso de sus tareas; en los interiores cada uno conoce su trabajo y anda en lo suyo; sólo en una estampa figura un mayoral látigo en mano. Esa imagen idílica no ha pasado inadvertida a cuantos se han detenido a observarlas. Son imágenes estilizadas e idealizadas, más cercanas a cómo deseaban verlas los hacendados y deseaban que fueran vistas, que cómo eran en la realidad. Pocas veces un libro gráfico ha hecho tanto por crear la imagen tópica de un país en una época, y fijarla para la posteridad. Hemos visto la Cuba rural del siglo XIX , en buena medida, a través de las láminas de Laplante.Y, sin embargo, los estudios recientes de Teresa Angelbello y Esteban Acosta, en Trinidad, estudios basados en planos y en trabajo arqueológico de campo, vienen a demostrarnos la fidelidad de los dibujos respecto a los emplazamientos y las características de las edificaciones. La mixtificación, por lo tanto, está referida al orden que domina la producción y los espacios productivos, pues de eso trata el libro, homenaje a las plantaciones y a la técnica, como nos explican los autores de la introducción, mas también poderoso homenaje al poder, como escribiera Antonio Benítez Rojo. A la postre, Cantero alentó la empresa, pero fue sufragada por varios dueños de fincas y un número indeterminado de suscriptores, muchos de ellos asimismo propietarios o vinculados al ramo del azúcar.

Nos informa Cantero de la existencia de 1.570 ingenios trabajados por unos doscientos mil «labradores empleados» y unos once mil «chinos importados en calidad de colonos asalariados», amables expresiones con las que enmascara la realidad de la cruda esclavitud y de la fórmula de colonos asiáticos escriturados, reducidos a semiesclavitud temporal.Y el eufemismo nos remite a una cuestión de fondo que planea sobre el libro y los estudios dedicados a la época y al azúcar: la prosperidad del deleitoso país, ¿descansaba en esa organizada unidad productiva que denominamos «plantación» y en la incorporación de la técnica moderna, o en el régimen de esclavitud sobre el que se cimentaba la economía plantacionista y que hizo posible producir a bajo coste y proporcionar la capitalización con la que se renovó el utillaje industrial?

El texto de Cantero combina la información precisa junto a falsedades intencionadas, a la vez que expone creencias extendidas en la época, que se revelan acertadas unas veces y erróneas en otras. Sostiene, por ejemplo, que hallándose prohibida la trata, la falta de brazos los había encarecido, lo cual era cierto, pero omite decirnos que las dificultades en la provisión de mano de obra forzada era sólo una parte del problema, pues la trata siguió practicándose y conoció en esa década y los primeros años de la siguiente sus cifras más elevadas; el incremento de la demanda de mano de obra guardaba estrecha relación con la expansión del azúcar y los buenos precios internacionales que alcanzaba el dulce. Nos informa también de la reciente especialización en azúcar crudo, vulgarmente llamado mascabado, que sería refinado en el exterior en detrimento de la fabricación de azúcar blanco purgado, como se había hecho en el pasado. Nos habla del buen trato hacia los esclavos como una de las claves de la conservación de la mano de obra, del incremento de su productividad y de su reproducción en cautividad. Quizá fuera ese su caso y es posible que mejoraran las condiciones de las «negradas». Pero esa racionalidad perfecta colisiona con la realidad del conjunto, con el incremento en esos precisos años de los procedimientos de sometimiento, con la sustitución de los bohíos por barracones cerrados destinados a albergar durante la noche a los esclavos y el endurecimiento de la disciplina para someter dotaciones cada vez más numerosas, en gran medida formadas por africanos, «bozales» que eran incorporados clandestinamente a la hacienda. El libro Los ingenios es la versión de El Dorado azucarero mostrada por los propios hacendados: de ellos procede la iniciativa y la información sobre las fincas descritas, cinco de las cuales estaban incluidas entre las diez mayores de la isla; criollos eran dos de cada tres propietarios de las veinticinco haciendas registradas, en la mitad de los casos ennoblecidos por la Corona, las viejas familias de las décadas centrales del siglo, las que van de los años treinta a los sesenta.

Señalan, con acierto, García Mora y Santamaría la ilusión técnica que anima a los autores del texto y de las ilustraciones. Es tan patente que, en las estampaciones relativas a los interiores, se recurre a una extraña perspectiva que amplía la proporción de la maquinaria y reduce la escala humana a fin de proporcionar detalles de aquélla y, de paso, trasladar el centro de la actividad del esfuerzo personal a la tecnología más avanzada. Los artífices de la presente edición comparten con Cantero que el principal problema que debían afrontar los hacendados consistía en la mejora de la productividad para competir con el azúcar europeo de remolacha, de fabricación altamente tecnificada y con subvenciones a la producción y a la exportación. La ilusión de Cantero, a lo que parece, resulta contagiosa. Para lograr esa mejora debía incrementarse el rendimiento por hombre utilizado, lo que exigía concederle un trato mejor, elevar la división técnica del trabajo (que las estampas nos muestran muy avanzada) e incorporar adelantos técnicos que elevaran los ratios de producción por empleado. Esa lógica racional, de manual de escuela de economía, prescinde de algunos factores específicos o no los contempla en su contexto. Porque a la vez que se elevaba la productividad por trabajador era preciso incrementar el rendimiento caña-azúcar, como apuntaron en la época Ramón de la Sagra y Álvaro Reynoso, y como en nuestros días Moreno Fraginals convirtió en argumento central de su explicación sobre los límites de la industria azucarera cubana: las innovaciones técnicas se generalizaron en fecha tardía y estuvieron lastradas durante demasiado tiempo por el empleo de una atrasada forma de trabajo, la esclavitud.

Para comenzar, los adelantos técnicos necesarios incidían en cuatro aspectos: el paso de la evaporación al aire libre a las evaporadoras al vacío de efecto múltiple, que comenzó a extenderse sólo en los años cincuenta; la fase de clarificación (separación de las impurezas del guarapo o jugo de caña) mecanizada con la introducción desde los años cuarenta de las defecadoras; la «revolución» en la cristalización del dulce con la sustitución, en la década de 1860, de la arcaica purga de hormas por las centrífugas; y el aumento de escala de la molienda mediante el empleo de grandes trapiches mecanizados (que mejoran la capacidad de molienda pero no aumentan el rendimiento) y la generalización de los trenes completos (el ciclo integrado de producción). Restaban todavía algunas dificultades técnicas adicionales, como el empleo del bagazo verde (el desecho de la caña triturada) como combustible en sustitución de la madera y en competencia con el carbón y, por último, la mejora en la capacidad extractiva mediante nuevos molinos, lo que se alcanzó a finales del siglo XIX .Algunos ingenios fueron incorporando las modernas técnicas, y de ello da cuenta el libro de Los ingenios; pero también éste pone de relieve que el creciente colosalismo abundaba muchas veces en procedimientos tradicionales o insuficientemente actualizados. De momento, el incremento en la capacidad de procesamiento de caña comportó más empleo de trabajadores en los campos y en el transporte, actuando como incentivo en la demanda de nuevos esclavos, unos provenientes de tareas menos penosas, la mayoría de África. Consecuencia de lo anterior, la coerción hubo de hacerse más constante, al margen de las hipotéticas buenas intenciones de los propietarios, puesto que si al esclavo podía incentivársele con algunas ventajas de forma selectiva, era absurdo creer que se mantendría en servidumbre si tuviera oportunidad de escoger.Y aquí volvemos a encontrarnos con el antiguo problema de establecer el umbral preciso de beneficios cuya expectativa favorece el desembolso en tecnología, umbral aún muy alejado cuando otros factores de producción resultaban todavía accesibles y baratos en términos comparativos, fuera la tierra o la mano de obra. Si eso es válido en un sistema de trabajo asalariado, con mucho más motivo lo era con trabajo esclavo, cuya consideración como factor productivo no es equiparable a aquél ni cumple funciones parecidas e indistintas.Al margen de otras consecuencias que el esclavismo tuvo para la continuidad del orden colonial y la formación de la nación en ese país que el libro de Los ingenios nos recrea, y que los editores han tenido el acierto de poner al alcance del lector de nuestros días junto con los debates, más académicos, que le son intrínsecos.

 

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