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Los impostores

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El profesor Calderón, catedrático de metafísica, y el profesor Fernández, con plaza de agregado, compartían una admiración reverencial por Heidegger. Ambos organizaban un seminario anual donde se releía Ser y tiempo con la convicción de abordar un texto infinito que albergaba las claves esenciales del conocimiento humano. Seleccionaban a los asistentes cuidadosamente, sometiéndoles a una entrevista que ponía a prueba su familiaridad con el lenguaje del Mago de la Selva Negra. Si el candidato no manejaba con fluidez la jerga que producía tanta confusión entre los no iniciados, se le descartaba sin compasión. En el proceso intervenía Marcos, un doctorando con cierto parecido a James Dean que se encargaba de comunicar la decisión a los excluidos, con la indiferencia del que poda las ramas muertas de un árbol. Con el pelo castaño, los ojos azules y un torso atlético, parecía uno de esos golfos de arrabal del cine neorrealista. Se desplazaba en una motocicleta de estilo clásico y solía llevar una cazadora de cuero marrón. Cuando llegaba a la facultad, solía atraer a las alumnas más jóvenes, que se acercaban con cualquier pretexto. Marcos sonreía satisfecho, alardeando de sus lecturas. Siempre llevaba la mochila repleta de libros y nunca desperdiciaba la ocasión de comentar algún aspecto de la filosofía de Foucault, su pensador de referencia. Al igual que Calderón y Fernández, cuando hablaba de filosofía sus ojos casi transitaban al blanco y una ligera espumilla asomaba por sus labios, evocando el éxtasis dionisíaco. Saber que su forma de perorar resultaba ininteligible solo acentuaba su exaltación, haciéndole pensar que pertenecía a una minoría privilegiada.

Julián Ríos era catedrático de filosofía medieval. Especializado en los Padres de la Iglesia, había escrito su tesis sobre el concepto de apocatástasis en Orígenes y conocía en profundidad la obra de Karl Barth. Cortés, prudente, discreto, nunca había participado en el juego sucio de la mayoría de sus colegas, siempre dispuestos a cometer cualquier felonía para desprestigiar a un rival. De talla media y con una miopía moderada, bordeaba los sesenta años y no se desprendía de la americana ni en verano, pues era sumamente friolero. Sus libros combinaban la erudición y la vocación divulgativa, lo cual provocaba el desprecio de Calderón y Fernández, autores de obras farragosas y herméticas, con una prosa que recordaba la lava volcánica cuando llega al mar, provocando nubes de gases tóxicos. Por el contrario, la prosa de Ríos recordaba a la brisa del mar: refrescante, amable, benévola. Sus libros se vendían razonablemente bien. En cambio, los de Calderón y Fernández se cubrían de polvo en los almacenes y solían ser liquidados como artículos de saldo. Esta circunstancia exacerbaba su inquina hacia Ríos, al que detestaban sin ninguna cordialidad.

El profesor Calderón era un hombre bajito y macizo, con una cabeza desproporcionadamente grande para su escasa envergadura. Calvo, con los dedos gordos como morcillas y los pies diminutos, su nariz gruesa y sus mejillas ásperas delataban sus orígenes campesinos. Oriundo de un pequeño pueblo de Extremadura, ocultaba su humilde extracción social cultivando una elegancia frustrada por su falta de criterio para elegir los colores y combinar las prendas. Podía exhibir una camisa rosa con una corbata verde y unos zapatos gris plateado con un traje beige. Desde lejos, parecía un arlequín minúsculo escapado de la Commedia dell’Arte. Por el contrario, el profesor Fernández no mostraba ningún interés por su aspecto físico. Con unas gafas plateadas y una sonrisa estúpida, solía llevar americanas pasadas de moda y con un color difuminado por el paso de los años. Era imposible determinar si eran marrones o grises. Arrugadas y polvorientas, sugerían que su propietario se echaba la siesta sin molestarse en quitárselas. Sus camisas no transmitían un aspecto diferente. Los ojos pequeños y crueles de Fernández poseían un instinto infalible para captar la fragilidad de los demás. Durante el seminario anual sobre Ser y tiempo, actuaba como un brutal comisario político, atacando con ferocidad a todo el que se atrevía a desviarse de la ortodoxia del pensamiento de Heidegger o, lo que le parecía más intolerable, cuestionaba su actitud durante el régimen nazi. En una ocasión, un profesor de instituto se atrevió a lamentar su silencio sobre Auschwitz. Fernández, que ocupaba la tribuna de los ponentes, saltó sobre él como una pantera, gruñendo como si estuviera en juego su vida.

-Su comentario es intolerable –gritó-. Aquí no estamos para descender a las minucias personales. Hable sobre lo histórico, geschichtlich, en Heidegger, de la superación de la historia en cuanto historia del ente, en cuanto historia del olvido del ser. Heidegger acometió la tarea de pensar el ser, el acontecer del ser y del Dasein que como tal acontecimiento está siendo, está dándose, está historiándose. No venga usted con chismes irrelevantes.

El profesor de instituto, joven y menudo, comenzó a disculparse, pero no fue capaz de hilar dos frases. Avergonzado, abandonó el aula y, al salir, sufrió una lipotimia a causa del bochorno y el calor de finales de junio, desplomándose en el vestíbulo de la facultad. Cuando un bedel informó confidencialmente al profesor Calderón de lo sucedido, el catedrático de metafísica sonrió complacido y le comunicó al profesor Fernández lo que había pasado. Ambos intercambiaron muecas de regocijo, como dos cazadores que han abatido una pieza y se disponen a exhibirla, depositando el cadáver sobre el capó de su vehículo. Marcos, que no tardó en enterarse de todo, pensó que Foucault habría descrito la escena con el mismo refinamiento con el que había narrado el descuartizamiento de Robert François Damiens, cuyo intento de asesinar a Luis XV se saldó con una ejecución terrible. Que el impertinente profesor de instituto se hubiera desmayado en el vestíbulo le pareció un acto de justicia poética. ¿A cuánto de que venía hablar de Auschwitz? ¿Qué tenía que ver eso con el Dasein, uno de los grandes hallazgos filosóficos del siglo XX? Algún día se dejaría de hablar de Auschwitz, pero se seguiría estudiando el Dasein.

Cuando la plaza de decano de la facultad de filosofía quedó vacante, el profesor Calderón consideró que él era sin duda la persona apropiada para el cargo. Por sus conocimientos, por sus exigentes escritos –apenas dos libros con la extensión de un folleto y un indigesto manual para estudiantes de bachillerato-, por la autoridad que desprendía su personalidad, tan carismática como la del mismísimo Heidegger. Al enterarse de que algunos colegas querían que Julián Ríos fuese el próximo decano, montó en cólera, jurando que no toleraría ese agravio.

-Es un mediocre. Sus libros están bien para la sala de espera del dentista o la peluquería, pero carecen de profundidad y rigor. No tiene la altura para el cargo.

-Un diletante –comentó el profesor Rodríguez, esbozando una de esas sonrisas de hiena que asomaba cuando preparaba un ataque contra un rival o un simple estudiante-. Un aficionado que escribe para vender durante las Navidades. ¿Ha leído su ensayo sobre los pecados capitales? Parece el manual de buenas costumbres de un curita de pueblo.

-Hablaré con J. Ciruelo –dijo el profesor Calderón-. Seguro que puede hacer algo.

J. Ciruelo era un alto cargo de la Consejería de Educación. Nadie sabía qué se escondía detrás de la J. Unos decían que Juan, otros que Javier o José. Ciruelo disfrutaba con el equívoco. Completamente calvo salvo unos pocos pelos en la nuca, corpulento, con la barba entrecana y la piel picada de viruela, había trabajado como agente literario y editor, especializándose en los negros literarios y los premios amañados. Presumía de haber conseguido la consagración –y la defenestración- de algunos autores. Había reunido un equipo de pobres diablos que escribían best-seller para que otros los firmaran y se llevaran los beneficios, mientras ellos cobraban unos estipendios ridículos. Casi todos eran estudiantes de último año o escritores que no habían logrado atraer lectores. Ciruelo los explotaba y nunca desperdiciaba la ocasión de soltarles algún comentario despectivo. Solía engañarles sobre las ventas para pagarles lo menos posible y fomentaba la cizaña entre ellos mediante comparaciones ofensivas. Algún negro se había planteado violar el contrato de confidencialidad, pero no se había atrevido. No le había frenado la perspectiva de ir a la cárcel por revelación de secretos, sino la faz patibularia de Ciruelo. Ciruelo parecía un gánster del viejo Hollywood, una especie de versión actualizada de Harry Wilson o Mike Mazurki. Lejos del refinamiento de un George Raft o Edward G. Robinson, su aspecto de carne de horca le garantizaba un lugar de honor en la galería de matones que cubrían las espaldas de los capos, derrochando brutalidad y estolidez. Un periodista lo había comparado con Luca Brasi, lo cual le había costado perder su empleo, pues Ciruelo nunca perdonaba un agravio o una simple ironía. Bastaba con amenazar con retirar la publicidad de un medio para conseguir que enviaran a la calle a un periodista impertinente e incauto.
Entre los trabajos que realizaban los negros literarios de Ciruelo se encontraba la elaboración de discursos para los políticos. Sus piezas eran muy valoradas, pues combinaban eficazmente la demagogia, el victimismo y la agresividad. Con unas gotas de lirismo siempre al borde la cursilería, permitían a los políticos hipnotizar a sus oyentes, creando la ficción de que sabían expresarse con los recursos de uno de esos literatos aficionados a sermonear a sus lectores. Agradecido, un ministro ofreció a Ciruelo dar el salto a la política. La idea surgió durante una juerga en la suite de uno de los hoteles más lujosos de la capital, mientras el político y el agente literario y editor bailaban abrazados a unas señoritas en tanga, con Ricky Martin de fondo y las mesas desbordadas de cocaína y alcohol.

-Podrías ser un buen político –dijo el ministro-. Tienes instinto de depredador.
-¿Y eso en qué consiste? –preguntó Ciruelo, mientras manoseaba obscenamente a una prostituta adolescente.
-Corazón de piedra, falta de escrúpulos, ambición sin límites, espíritu vengativo.

Unos meses después, Ciruelo era nombrado alto cargo de la Consejería de Educación. En realidad, su puesto era una pantalla, pues desde ese momento pasó a colaborar con las cloacas del Estado, espiando a los enemigos del ministro, que lo incluyó en el círculo de sus hombres de confianza.

Ciruelo se hizo muy amigo del profesor Calderón. El ministro le presentó al catedrático de metafísica durante un acto público, pues pensó que se entenderían y no se equivocó. Los depredadores suelen hacer buenas migas, si saben respetar el territorio de cada uno. Acompañado del profesor Fernández, Calderón estrechó la mano de Ciruelo y habló con él de la situación política, lamentando el creciente auge de las masas, signo de decadencia de la civilización. Ambos notaron que el otro albergaba una insaciable ansia de poder y eso les inspiró una simpatía mutua. A la media hora de saludarse, ya hablaban como viejos amigos. Ciruelo no ocultó su desdén hacia el profesor Fernández, al que identificó enseguida como un simple esbirro. Fernández lo notó, pero se sintió incapaz de hacerse valer. Sabía que se enfrentaba a un hombre poderoso y, además, tributaba un respeto incondicional hacia el poder. Cuantos más agravios le infligía Ciruelo, más se esforzaba en agradarlo, pero nunca conseguía nada, salvo incrementar las burlas y menosprecios. El profesor Calderón no intervenía, pues estaba de acuerdo con el marqués de La Rochefoucauld: «En la desgracia de nuestros mejores amigos, siempre hay algo que no nos desagrada». A Fernández le venía bien que le bajaran los humos y, en cualquier caso, cualquier espectáculo que incluyera la degradación de un ser humano, le producía un sincero placer.

Apenas planteó el profesor Calderón el asunto del decanato, Ciruelo se mostró dispuesto a colaborar:

-Será un placer. No vamos a permitir que alguien le arrebate el puesto de decano.
-No es alguien –intervino Fernández-. Es Julián Ríos, un maestro Ciruelo.
Según terminó la frase, comprendió que había cometido una torpeza. Ciruelo le miró con fiereza, logrando ponerle nervioso, pero a los pocos segundos soltó una carcajada estruendosa.
-Es usted un asno, Fernández –dijo-, pero resulta gracioso. Sus comentarios revelan que carece de tacto o que su mente tal vez trabaja demasiado despacio. Probablemente, las dos cosas a la vez.
Fernández balbuceó una excusa, pero Ciruelo le dio la espalda, ignorando sus palabras, imprecisas y entrecortadas.
-Seguro que ese Ríos tiene algo que esconder. Nadie está completamente limpio. Lo investigaremos.

Durante semanas, Marcos siguió al profesor Ríos. Cuando caminaba por la calle, circulaba cerca de él en la motocicleta, aprovechando el anonimato que le proporcionaba el casco. Si entraba en un bar y pedía un café, bajaba del vehículo y se situaba al otro extremo de la barra. Después, seguía sus pasos, guardando una distancia prudencial. Ríos era aficionado a callejear por el centro de Madrid y solía frecuentar las librerías de segunda mano, escrutando las estanterías y escarbando entre las pilas de libros. Marcos esperaba que se relajara y verlo entrar en algún local comprometedor, uno de esos antros que destruían reputaciones y rompían familias. Si no llegaba a suceder, no perdía la esperanza de sorprenderlo al menos perpetrando algún acto de rapiña, como robar un libro, algo que solían hacer los profesores afectados por la bibliomanía, una patología común entre los docentes. Sin embargo, Ríos llevaba una existencia aburrida y ejemplar. De su casa, un pequeño apartamento en el barrio de Argüelles, a la facultad y de ahí al teatro, las salas de conciertos o de cine y las exposiciones de arte. Todos los domingos acudía a misa y, a la salida, compartía un vermut con otros feligreses. De vez en cuando, colaboraba con Cáritas, repartiendo comida o visitando enfermos. No había nada más. Marcos decidió ir más allá para lograr su objetivo, colándose en la azotea de la casa situada frente a la del profesor. Con unos prismáticos, descubrió que hacía media hora de bicicleta estática y después salía a una pequeña terraza para hacer ejercicios de estiramiento. Tenía un amigo íntimo con unas costumbres tan austeras como las suyas. Pasaban juntos algunas tardes, escuchando arias de ópera o conversando tranquilamente. Marcos se encontró con algo inesperado. Una vecina hacía gimnasia desnuda en la vivienda vecina. Con las cortinas recogidas, todo indicaba que le apetecía ser observada por los desconocidos. Cuando la vio, Marcos pensó en Foucault y en las identidades sexuales periféricas. La vecina era una mujer atractiva, pero se situaba al margen de los convencionalismos. En una ocasión, la exhibicionista se asomó al balcón y se topó con el profesor Ríos y su amigo, que hablaban con un café en la mano. Turbados por la situación, ambos volvieron al interior, evitando cruzar la mirada con el cuerpo desnudo que apoyaba los brazos en la barandilla.

-Joder –gruñó Ciruelo-. Parecen curas. Desconfío de los hombres así. Suelen ser muy peligrosos.
-¿Peligrosos? –preguntó Marcos.
-Sí. Lo estropean todo. No se puede negociar con ellos. Son inflexibles. Solo hacen caso a sus principios. Tendremos que inventarnos algo.
-¿Un escándalo sexual?
-No, algo más creíble. Ya ha visto como son: un par de eunucos. Se me ocurre algo mejor: un plagio.
El profesor Calderón celebró la idea.
-Fantástico, pero ¿cómo lo haremos?
-Ríos ha publicado varios libros sobre Orígenes e hizo la tesis sobre él. Diremos que ha copiado párrafos enteros de un libro.
-¿Cuál? –preguntó el profesor Fernández-. Habría que encontrar una obra que lo acreditara y, si no me equivoco, no existe.
-Nunca me decepciona usted –contestó Ciruelo-. Carece de imaginación. Crearemos esa obra. Tengo un amigo falsificador. Él se encargará de todo. Nadie lo descubrirá.

«Aristóteles» era un viejo encuadernador que había abandonado el oficio para dedicarse al negocio de la falsificación, mucho más lucrativo. Nadie sabía su verdadero nombre, un detalle que despertaba la admiración de Ciruelo, tan celoso del secreto en que había logrado envolver la J. de su nombre de pila. Bajito y con los ojos saltones, «Aristóteles» se parecía a Peter Lorre. Sus manos de topillo eran prodigiosas. Con los elementos adecuados, podía fabricar un libro idéntico a cualquier rareza ilocalizable y venderlo como auténtico. También era capaz de simular una antigüedad de siglos, envejeciendo el papel y las cubiertas con productos químicos. El profesor Calderón eligió la obra que falsificarían: un ensayo perdido de Salomon Cohen, destruido por los nazis. Se trataba de un estudio sobre el concepto de apocatástasis en Orígenes. Se conocía su existencia, pero habían desaparecido las copias, pues el gobierno nazi prohibió la obra y ordenó quemarla. Cohen era judío y acabó sus días en Auschwitz.

-Diremos que el profesor Ríos descubrió un ejemplar en una pequeña librería de Hamburgo y lo compró. Copió párrafos enteros para su tesis y escondió el libro. Colocaremos la falsificación en su despacho y Marcos lo encontrará en presencia de algún alumno. Encontrar un ensayo perdido de Cohen será un acontecimiento.
-Pero ¿quién escribirá la falsificación?
-Mis negros –dijo Ciruelo-. Tienen mucho talento. Te sorprendería saber qué obras han escrito. Algunas han conseguido premios nacionales.
-Yo supervisaré el texto –sugirió el profesor Calderón.
-Sí, pero no sea puntilloso. Mis chicos saben lo que hacen.

Tres meses después, Marcos irrumpió en el despacho del profesor Ríos, preguntando por un tratado de lógica que supuestamente se encontraba en su departamento. Ríos le invitó a buscarlo por sí mismo. A los pocos minutos, Marcos lanzó un grito de júbilo:

-Una obra de Cohen que se daba por perdida. Habla del concepto de apocatástasis. Esto es increíble.

El hallazgo provocó una conmoción en la facultad. De inmediato, se organizó un comité de investigadores para analizar el libro y determinar su autenticidad. Después de una semana, todos los expertos afirmaron que se podía afirmar sin margen de error que no se trataba de una falsificación. Uno de los investigadores, un catedrático emérito, advirtió alarmado que ya había leído algunos párrafos. Tras darle vueltas al asunto, recordó que había sido miembro del tribunal que juzgó la tesis del profesor Julián Ríos. Pidió la tesis en la biblioteca y comprobó que Ríos había copiado infinidad de párrafos, limitándose a traducirlos. Aunque apreciaba a su colega, lo comunicó a las autoridades académicas. Se abrió un expediente y se contrastó la tesis con el ensayo de Cohen. No cabían dudas. El plagio era incuestionable. Ríos protestó, alegando que nunca había visto el libro, que se quedó muy sorprendido cuando Marcos lo descubrió en una estantería del departamento y que jamás había plagiado una sola línea. Sus quejas provocaron escepticismo y el expediente continuó. Si se concluía que realmente había cometido plagio, sería expulsado de la facultad y perdería su cátedra.

Abatido, el profesor Ríos llamó por teléfono al padre Bosco, un viejo amigo que pasaba unos días en Algar de las Peñas, alojado por el párroco local. Le contó la historia y le juró que era inocente.

-No tengo ninguna duda –dijo el padre Bosco-. Te conozco muy bien. Esto suena a encerrona. Me contaste que te habían propuesto como posible decano cuando se jubilara el actual. ¿Es así?
-Sí, soy uno de los candidatos.
-¿Quién son tus rivales?
-Solo hay uno: el profesor Calderón.

El padre Bosco resopló. Conocía a Calderón y le consideraba un charlatán sin escrúpulos. Había coincidido con él en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y le había escuchado perorar interminablemente, eligiendo cuidadosamente las palabras para que solo le entendiera una minoría afín. Cuando alguien le recordó que Heidegger había elogiado las manos de Hitler, se enfureció, pero dejó la réplica al profesor Fernández, que berreó como un histérico, asegurando que el Dasein era el concepto filosófico más importante de la historia de la filosofía, gracias al cual se había desmontando la dictadura del ente. Al parecer, consideraba que ese argumento exoneraba a Heidegger de sus simpatías hacia los nazis.

-Calderón es capaz de todo –dijo el padre Bosco- y el profesor Fernández, su esbirro, siempre está dispuesto a colaborar con él. No te preocupes. Mañana cojo el autobús y salgo para Madrid. Eso sí, hay que conseguir el libro. Mi amigo Alberto Cañizares, maestro encuadernador, lo examinará y determinará su autenticidad. Algo me dice que es una falsificación. Su aparición repentina es muy sospechosa.

Ríos le informó que el libro se guardaba en el departamento de metafísica en una vitrina cerrada con llave. El padre Bosco consideró que no le quedaba más remedio que recurrir a «Spiderman», un ratero aficionado al parkour que había trabajado como «murciglero» antes de redimirse. Los «murcigleros» entraban en las viviendas de noche, cuando sus ocupantes dormían tranquilamente. Escalaban por las tuberías o se deslizaban por las fachadas, pegando saltos temerarios para aterrizar en una terraza o un alféizar. Casi todos procedían del mundo del parkour y poseían la agilidad de un felino. «Spiderman» era pequeño y delgado, pero con los músculos fibrosos. Había pasado cinco años en la cárcel. El padre Bosco, que por entonces trabajaba como capellán de la prisión, le cogió afecto, pues era listo y simpático. Logró que se reformara y, al finalizar su condena, le consiguió un trabajo como pintor de fachadas sin andamios. «Spiderman» sintió que de alguna manera continuaba con su actividad habitual, pero sin tener que vivir pendiente de que la policía se presentara en su casa y derribara la puerta para ponerle las esposas. Cuando el padre Bosco le contó lo que sucedía, le dijo que no se preocupara, que se trataba de un trabajo fácil y que lo haría encantado.

-Intenta que no te pillen, hijo. Me pesaría la conciencia. Si sucede, échame a mí toda la culpa.
-No se preocupe, padre. Soy un profesional y jamás me he ido de la lengua. Odio a los chivatos. Jamás le delataría.
Unos días más tarde, «Spiderman» quedó con el padre Bosco en un café y le entregó el libro.
-Caramba –dijo el sacerdote-. Me asombra tu eficacia.
-Ha sido un encargo bonito. Me ha recordado los viejos tiempos.
-¿No estarás pensando volver a las andadas?
-Claro que no. Eso sí, padre, tendrá que confesarse. Es cómplice de un robo con escalo.
-Lo sé, lo sé, pero Dios sabe que ha sido por una buena causa.

A la mañana siguiente, el padre Bosco viajaba en autobús hacia Cedillo del Condado, donde vivía su buen amigo Alberto Cañizares. Le consideraba el mejor encuadernador de España y un sabio. No le costaría determinar si el libro era auténtico o falso. Cuando llamó a la puerta de su chalé, situado en las afueras, Ares, su perro, un bull terrier sumamente atlético, corrió hasta la entrada, ladrando con alegría, pues le conocía de visitas anteriores. Alberto abrió y Ares saltó a los brazos del cura, que agradeció medir un metro noventa para soportar la embestida, capaz de tumbar a un hombre menos corpulento. El encuadernador lanzó una de esas carcajadas de bucanero que evocaban las tabernas portuarias donde se reunían marinos, aventureros, buscavidas y mujeres de mala vida.

-Yo intento educarlo para que sea un perro anticlerical –exclamó con sorna-, pero se ve que no le desagrada el clero. Podría ayudarle en misa como monaguillo.
-Es blanco como la túnica de un monaguillo –observó el padre Bosco-. Quizás no se darían cuenta.

Los amigos intercambiaron un abrazo y pasaron al taller de encuadernación, que desprendía un olor a pegamento tan embriagador como un buen vino blanco. Los libros se acumulaban en auténticas torres de Babel, donde convivían distintos idiomas y géneros literarios. Cada libro era diferente, reflejando la enorme creatividad del maestro Cañizares, que convertía cada trabajo en algo único e irrepetible. De fondo, se escuchaba el Réquiem de Mozart y su mujer, Carmen, preparaba los papeles de las guardas, una explosión de colores que componían espontáneamente formas geométricas a medio camino entre la psicodelia y el arte abstracto. Con el pelo blanco, una bata con los bolsillos llenos de reglas, gomas y lápices, y unas gafas de vista cansada suspendidas sobre la punta de la nariz, Cañizares se daba un aire al Geppetto de Collodi, pero con un punto de ironía que actuaba como una gota corrosiva sobre dogmas y solemnidades, mostrando siempre el lado festivo y algo ridículo de la vida.

El padre Bosco le explicó el caso y le entregó el libro.

-Si es una falsificación, es buena –comentó el encuadernador-. Déjame que lo examine. Me llevará un rato. ¿Por qué no sacas a Ares? Así se te pasará el tiempo más deprisa.

El cura y el bull-terrier salieron al campo, aprovechando que lucía el sol. Los campos de Castilla, dorados y tranquilos, parecían lienzos que aún esperaban las últimas pinceladas para convertirse en cuadros de estilo impresionista, con esa mezcla de espontaneidad y precisión que caracterizaba a un estilo alegre y vitalista. Una bandada de milanos sobrevolaba la línea del horizonte, buscando conejos que aplacaran sus estómagos. Ares ladraba como loco, corriendo de un lado para otro. Perseguía obstinadamente a una mosca particularmente escurridiza, lanzando dentelladas al aire. Después de una hora, el padre Bosco y Ares se acercaron al pueblo, casi una aldea, con mujeres enlutadas, labriegos con gesto huraño y galgos tumbados al sol. Al pasar junto al único bar, donde ondeaba una bandera de España con el aguilucho franquista, Ares levantó la pata y vació tranquilamente la vejiga. Lo hizo bajo la bandera, casi como si se burlara del emblema. Dos hombres de unos sesenta años, con aspecto de cazadores (ambos llevaban chalecos verdes con infinidad de bolsillos), comenzaron a lanzar improperios y se dirigieron al perro con intención de pegarle una patada, pero el padre Bosco se encaró con ellos y su metro noventa los hizo retroceder. Ares ladró con alborozo, casi como si celebrara la escaramuza, digna de la Ilíada.

-¡Qué brutos son en este pueblo! –exclamó el cura, ya de vuelta en casa del encuadernador.
-No lo sabes bien –contestó Cañizares-. Hasta hace poco, las fiestas incluían la defenestración de una cabra desde el campanario. Tengo una buena noticia: el libro es una falsificación. Eso sí, es un trabajo de una calidad excepcional. Seguro que lo ha realizado ese bandido de «Aristóteles». Está causando estragos en las subastas, colando falsificaciones que se venden por una cantidad insensata de dinero.

Al despedirse, se toparon con dos heraldos del Evangelio, que acudían al taller de encuadernación con varias obras piadosas. Al ver el alzacuello, se les iluminó la cara, pero el padre Bosco, que les consideraba unos fanáticos, les cortó en seco, abortando su intento de conversar. Cañizares le acompañó uno trecho y le dijo:

-Esto es un negocio. No me queda más remedio que atenderlos.
-Lo entiendo, hombre, pero no les soporto. Sus capas y sus botas de mosquetero me ponen enfermo.

El padre Bosco decidió resolver el caso convocando a todos los implicados en el paraninfo de la facultad. Comunicó al profesor Ríos la verdad y habló por teléfono con Calderón, Fernández y Marcos, advirtiéndoles que poseía información comprometedora sobre ellos. Exigió la presencia de Ciruelo, asegurando que podía forzar su dimisión, poniendo fin a su carrera política. El día escogido, una fría mañana de septiembre, todos los convocados se reunieron en el paraninfo. A un lado, el profesor Ríos, con una americana de lino y una camisa blanca de algodón, con aspecto de cordero preparado para el sacrificio. Al otro, Calderón, con una corbata azul celeste sobre una camisa amarilla, Fernández con un polo pasado de moda y las gafas sucias, Marcos, con una camiseta negra ceñida que resaltaba sus músculos bronceados, y Ciruelo, con un carísimo traje de chaqueta gris de cuatro botones y solapas estrechas. Ciruelo parecía el macho alfa de una manada de lobos con hambre atrasada, impaciente por devorar a su próxima víctima.

Subido a la tarima del paraninfo, el padre Bosco se paseó teatralmente con el libro en la mano:

-Caballeros, no voy a extenderme demasiado. Esta supuesta obra de Cohen es una falsificación. Así lo ha determinado un maestro encuadernador especializado en restauraciones de libros antiguos. Si dudan de su dictamen, puedo poner este asunto en manos de la fiscalía, que podría presentar cargos por falsedad en documento público, difamación y conspiración. Serían condenados a varios años de cárcel, lo cual conllevaría su destitución. Sé cuál era su objetivo: desacreditar al profesor Ríos y evitar que fuera elegido decano. Si no quieren que este escándalo salga a la luz, tendrán que hacer una declaración pública, afirmando que el libro es una falsificación y el profesor Calderón deberá retirar su candidatura como decano. Ustedes eligen.

Calderón y Ciruelo gruñeron como alimañas. Marcos pensó que haría cualquier cosa por salvarse, incluido delatar al resto de los conspiradores, jurando que había sido coaccionado para implicarse en el complot. Fernández sintió que un rayo frío atravesaba su estómago y no pudo evitar una arcada.

-No se le ocurra vomitar –advirtió Ciruelo, apretándole el brazo con violencia.

Todos los implicados aceptaron a regañadientes el trato del padre Bosco. Cuando abandonaban el paraninfo, Ciruelo se dirigió al cura:

-¿Por qué me ha citado a mí también?
-Siempre está detrás de todas las cosas sucias y turbias de la política y el mundo del libro. No creo que Calderón y Fernández hubieran sido capaces de realizar la falsificación sin su ayuda.

Ya en el exterior, Ciruelo juró vengarse de ese padre Brown de pacotilla, mientras se abría paso empujando a los estudiantes, sin que ninguno se atreviera a recriminarle su actitud. A pesar de su traje, parecía un sicario de Pablo Escobar.

-No sé cómo darle las gracias –dijo aliviado el profesor Ríos.
-No me dé las gracias a mí –respondió el padre Bosco-. Déselas a la providencia.
-¿Cree que ha intervenido la providencia en esto?
-Claro que sí. La providencia no es algo aparatoso y solemne, sino una mano invisible que nos ayuda discretamente. Se parece a un querido amigo mío que cuida a su perro ciego. Hablo del padre Jorge, que trabaja con niños en riesgo de exclusión social. El perro aún no se ha acostumbrado a la oscuridad y mi amigo le sigue por la casa, apartando los obstáculos que se cruzan en su camino. Eso es lo que hace Dios con nosotros. Esta vez también lo ha hecho.
-¿Se anima a tomar un caña? En el bar de la facultad, hay Mahou sin alcohol. Muy rica.
-Encantado de tomar una caña, pero yo la pediré con alcohol. Necesitó aturdir un poco mi conciencia. He sido cómplice de un robo con escalo. Más tarde me confesaré, pero ahora disfrutemos de nuestro éxito sin dejar que nos estorbe la mala conciencia.

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