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Una «empresa familiar»

Los Fugger en España y Portugal hasta 1560

HERMANN KELLENBENZ

Junta de Castilla y León, Consejería de Educación y Cultura, Salamanca, 768 págs.

Trad. de Manuel Prieto Vilas

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Juan Fugger era hacia mediados del siglo XIV un modesto vecino de Graben, cerca de Augsburgo, que compaginaba la explotación de una «pequeña finca» con la manufactura de fustanes durante los meses del invierno. Años más tarde, en 1523, otro Fugger, Jacobo, podía escribir al emperador Carlos V: «Es públicamente notorio, y claro como el día, que Vuestra Majestad Imperial no hubiese podido obtener sin mí la Corona romana». El joven Habsburgo, en efecto, había sido elegido para tal dignidad en Francfort el 28 de junio de 1519. La factura a la que por el título hubo de hacer frente Carlos ascendía a algo más de 850.000 florines. Jacobo Fugger había puesto unos 550.000.

La historia de esta «empresa familiar» desde los años inmediatamente posteriores a la Peste Negra hasta bien entrada la Edad Moderna ha cautivado a varias generaciones de historiadores, entre los cuales, por supuesto, deben contarse algunos españoles. En verdad, los Fugger han estado inextricablemente vinculados a la figura de Carlos y a la de sus sucesores como ninguna otra dinastía financiera lo ha hecho a lo largo de dos siglos de historia presidida por el binomio príncipes/banqueros, si bien la relación con el primero de los Austrias españoles ha interesado particularmente. Y todo ello es así porque el «fecho imperial» de 1519 no fue, ni mucho menos, el episodio singular que cimentó el referido entendimiento. Carlos acabó a la postre pagando sus deudas, tanto las que tenía con Jacobo como con los restantes miembros del «sindicato». Sin embargo, el recurso al crédito que habría de caracterizar el sistema financiero de Carlos I, marcando al tiempo el camino del de sus sucesores, exigía, obviamente, un trato con los banqueros que, por su parte, los Fugger tenían sobradamente aprendido ya en 1519.

Quien quiera conocer con detalle los entresijos del ascenso de la casa hasta la muerte de Jacobo (1525) puede todavía echar mano del libro de León Shick publicado en castellano en 1961. Este de Hermann Kellenbenz, sin renunciar por completo al tratamiento del período formativo, el de los tiempos en los que Jacobo elevó el negocio (a partir de 1479) hasta donde ya sabemos, se vuelca en analizar la fortuna de la firma al calor de las áreas donde el negocio tenía hacia 1500 más oportunidades de crecimiento, a saber, los reinos de la península ibérica. Por aquí (Lisboa, Zaragoza, Barcelona, Sevilla, Burgos) se movían a la sazón no sólo agentes de los Fugger sino también de la competencia. Pero en estos años era quizá Jacobo Fugger quien tenía a sus espaldas la clase de background que más podía interesar a Carlos, esto es, no sólo capital, sino savoir faire respecto a cómo moverlo, pues ya lo había hecho con los dineros de San Pedro, al mismo tiempo que se había fajado en el trato con príncipes seculares como Maximiliano, abuelo de Carlos.

La prudencia, sin embargo, distinguió la entrada de Jacobo en el área de negocios que eran los reinos peninsulares, especialmente Castilla: «Es evidente que Jakob (sic) Fugger quería ver primero cómo transcurrían las cosas en España». «Tiempos recios» eran éstos para echarse al agua a la ligera. Idéntica consigna presidió la actuación de su sucesor Antonio, quien también entró con pies de plomo en el delicado negocio de los asientos, de los préstamos que Carlos solicitaba para disponer de fondos aquí o allá, en Alemania, Flandes o Italia, reembolsables en Castilla. El que la cartera se ensanchara en 1524 con la toma por los alemanes del arriendo de los maestrazgos de las órdenes militares fue más, como el autor demuestra, la adición de un sostén al endeble sistema de las finanzas carolinas que una exhibición de la confianza hacia ellas por parte de los banqueros. Otro tanto cabe afirmar de la entrada en escena de los juros, de la deuda pública. No casualmente, pues, en el mismo referido año en el que los préstamos que Carlos tenía contratados se afianzaban con los antedichos arriendos, la requisitoria de garantías adicionales forzaba a que el fisco de Castilla recurriera también a la enajenación del rendimiento anual de sus rentas.

Estos Fugger y otros colegas del género, por consiguiente, contribuyeron de forma decisiva a modelar el sistema fiscal, financiero y, a la postre, político en el que hubo de desenvolverse la monarquía de Carlos I. No fue esto, sin embargo, todo. En otra medida, y no de tono menor, una de las cuestiones que más llama la atención del relato de Kellenbenz es el iluminar hasta qué punto penetraron estos alemanes en la sociedad, allí donde les llevó el business. El aserto vale sobre todo para las actividades conectadas con el arriendo de los frutos del territorio de las órdenes militares. A este respecto los alemanes comprendieron de inmediato que, o delegaban en los lugareños una parte sustancial de la tarea, o la empresa toda se iba al garete. La recluta comenzó, pues, de inmediato; a ésta siguieron los matrimonios entre alemanes y aborígenes, y al cabo una primera generación, de la que la figura de Elena Juren (Schüren) da cumplido testimonio. Quizá ninguna otra ciudad como Almagro pueda dar cuenta de estos fenómenos. En ella, en la iglesia de San Salvador, volcó Johann von Schüren (padre de Elena) sus afanes con el ánimo de mostrar que no era del todo cierta la especie que aseguraba que los alemanes sólo «hacían gran ganancia y no donan ni dejan nada para el servicio divino». El flujo de conocimientos físico-químicos e ingenieriles que debió producirse a raíz de la explotación de la mina de Almadén, tampoco debió ser cuestión banal.

El relato de Kellenbenz llega «hasta 1560». Las cosas, sin embargo, ya se habían puesto feas para los alemanes desde junio de 1557, alcanzados como quedaron en un tercio de los siete millones de ducados contenidos en la declaración de bancarrota hecha entonces por Felipe II. Antonio –o Antón– Fugger ya se había percatado con anterioridad de que el negocio de los asientos –éste en particular, y no, por ejemplo, el de los maestrazgos– era en extremo peligroso, unido como estaba a los avatares de una coyuntura política doméstica e internacional que en la década de 1550 conoció una secuencia de acontecimientos verdaderamente frenética. La retirada, con todo, no fue total, lo cual no quiere decir que los alemanes aceptarán de buen grado la fortuna que les fue asignada; no: para salvar una parte de lo que andaba en el aire se hacía preciso contemporizar, negociar, seguir arriesgando. En esta clase de negocio no cabía dar portazos…

Bien lo sabe el prologuista Felipe Ruiz Martín, cuya encomienda rezuma cariño hacia el autor y dominio sobre la materia. De prólogos como éste cumple dar noticia. También de ellos se aprende. En este sentido me permito llamar la atención sobre el párrafo final, dos docenas de líneas sin desperdicio. Tras colocar a Kellenbenz en el mismo podio al que en su día subieron a Bataillon, a Carande, a Braudel, a Vilar o a Elliott, un sutil análisis del «público culto» que entonces y ahora recibió y recibe tales obras pone a cada cual en su sitio. Suscribo palabra tras palabra lo que sigue, y por ello las transcribo: «Se halla formado el coetáneo público culto que cuenta, por el que pretenciosamente llena las salas de conferencias, selecciona los programas convenientes de radio y televisión y compra libros que están a la venta, esto es, gentes de buena fe y deseo de aprender a las que meten por los ojos y por los oídos lo que no suele pasar de vulgar. El tono de ahora es lo entretenido, lo divertido mejor, lo grotesco inclusive, hasta lo de risa se mire por donde se mire. Lo serio, lo auténtico que se documenta, es un ladrillo insoportable; escasas personas se interesan por ello. Por mor de ligereza cunde la tergiversación y la ingenuidad, parejas». Hay más, como el aserto de que «empiezan a levantarse voces de alarma», o que el ciclo 1950-1990 de las obras maestras, ésta inclusive, ha tenido que echar el cerrojo «por falta de estímulos». Sigo creyendo que todo ello es cierto.

En fin, aunque traducir del alemán la friolera de 700 páginas no es tarea fácil, por lo mismo tampoco es raro toparse con algún que otro gazapo (premática, Bozmediano, Contaduría de las Cuentas, Vlissingen…). No obstante, es de rigor reconocer, para terminar, el mérito de la Junta de Castilla y León al publicar esta traducción, por su valor para generaciones de historiadores. Nada de lo aparecido en los últimos diez años (la edición original es de 1990) resta una brizna de valía al libro que su autor pudo ver editado poco antes de su muerte.

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