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Los cuerpos en la democracia: a propósito del aborto en la hora de su controversia

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Es indudable que los cuerpos humanos juegan un papel destacado en la organización de las sociedades. Incluso dejando a un lado el hecho de que no tenemos cuerpos, sino que somos cuerpos, tal como nos recordó la fenomenología y como ha vuelto a subrayar el giro afectivo en las ciencias humanas y sociales, es evidente que el cuerpo ha sido objeto de conflicto desde antiguo; aspectos tan distintos del mismo como la fuerza de trabajo, la reproducción sexual, la intoxicación voluntaria o la búsqueda del placer se han discutido y peleado sin descanso. Pero es que el cuerpo ha sido también sujeto de conflicto: tanto el individuo como los grupos a los que pertenece han empleado sus cuerpos para desafiar el orden establecido o ayudar a mantenerlo, ya sea rebelándose políticamente, experimentando con nuevas formas de vida o desplazándose a nuevos territorios. Y para qué hablar de la violencia que ataca al cuerpo, de la medicina que trata de curarlo o de las tecnologías que intentan perfeccionarlo.

Por lo demás, si el proceso de civilización descrito por Norbert Elias tiene que ver con la represión de los instintos más elementales y sus correspondientes manifestaciones corporales, la historia política puede interpretarse como un ensanchamiento progresivo de la libertad de los individuos para disponer de su propio cuerpo. El moderno tiene que ser un ilustrado en público, aun cuando elija el romanticismo en su vida privada: mientras no eructe en la mesa, que haga lo que le plazca en el lecho. Esa libertad nunca ha sido absoluta, pero las sociedades liberales han ido ampliándola progresivamente como inspiradas tácitamente por el conocido harm principle defendido por John Stuart Mill: en todo aquello en que no dañemos a los demás, deberíamos poder hacer con nuestro cuerpo lo que nos plazca. Incluso si lo que uno decide es quitarse esa vida, o sea suicidarse; una práctica que numerosas culturas han prohibido y la nuestra todavía mantiene más bien oculta, condenando penalmente —hay buenas razones para ello si pensamos en la necesidad de garantizar la voluntariedad de la decisión— a quien coopere con el suicidio de otro. Pero también el consumo de drogas y determinadas prácticas sexuales, como ha ocurrido con la homosexualidad hasta hace no tanto, se han visto con suspicacia. Y esta no se explica solamente por el reflejo censor del conservadurismo moral; la vieja necesidad de asegurar el orden social ha jugado siempre un papel en la regulación de los cuerpos.

A eso, en un sentido amplio, lo llamamos «biopolítica» al menos desde Foucault. La paradoja es que el gran pensador francés postula que la modernidad supone un mayor control del cuerpo a pesar de la menor intervención directa de los poderes públicos en la sociedad tras la conformación del Estado liberal; hemos de creer que el incremento de la libertad individual se ve acompañada de la aplicación de unas estrategias de captura de la subjetividad cuyo éxito radica en su invisibilidad. No es este el lugar para discutir en profundidad esta tesis; resulta más fructífero identificar con precisión las restricciones explícitas que son establecidas por el poder público a través de la ley; sin por ello restar importancia a las presiones que la cultura pueda ejercer sobre los individuos en determinados contextos sociales: nadie ignora que ser homosexual o llevar una vida disipada en un pequeño municipio es más difícil que hacerlo en una gran ciudad. Allí donde la comunidad no puede ejercer con facilidad su vigilancia sobre el individuo, este gana en libertad lo que acaso pierda en enraizamiento; sin embargo, la sociedad urbana de masas ofrece a ese mismo sujeto la posibilidad de entablar contacto con otras personas que han decidido vivir igual que él. Aunque no esté claro que vivamos con arreglo a decisiones en sentido estricto; quizá simplemente nos encontramos viviendo de una manera y no de otra debido a una mezcla de disposiciones naturales y felices —o infelices— casualidades. Pero eso es otra historia.

Para que una forma de vida deje de ser vista por la mayoría como una desviación de la norma, es preciso un cambio cultural. A veces, este llega solo; en otras ocasiones, la presión política contribuye decisivamente a él. Puede ocurrir que esa forma de vida emergente se convierta andando el tiempo en mayoritaria, convirtiendo a la vieja norma en la conducta desviada; pensemos en el luto indumentario por los muertos, la renuncia al sexo antes del matrimonio y demás códigos de conducta prescritos por un catolicismo hoy declinante. Pero también es posible que haya formas de vida, comportamientos o identidades que sigan siendo minoritarios —desviaciones respecto a la norma desde un punto de vista estadístico— y sin embargo no sean percibidas ya como aberraciones morales por la mayoría; así sucede con la homosexualidad, la transexualidad o el vegetarianismo. Aunque la conducta sigue siendo minoritaria en términos proporcionales, se ha debilitado el criterio con arreglo al cual se juzgaba indeseable o antinatural esa forma de vida o conducta. No siempre es el caso: el consumo habitual de drogas o la promiscuidad extrema siguen contemplándose con reservas. Y la aceptación social de las formas de vida minoritarias adopta distintas formas: puede ser genuina, cuando una norma ha quedado obsoleta para casi todos los miembros de la sociedad, como sucede con las restricciones alimentarias del calendario pascual; pero también asimétrica, cuando se basa en una indiferencia de la mayoría que se acompaña del intenso compromiso —favorable o contrario— de grupos particulares que operan en los márgenes con el objetivo de hacer avanzar su causa.

Ahora bien: hay facetas de la vida del cuerpo sobre las que no se alcanza un acuerdo pacífico en el interior de las sociedades democráticas. Pueden pasar años sin que produzcan titulares llamativos, igual que podemos encontrarnos con intensas controversias que se desarrollan de manera casi simultánea; así ha sucedido últimamente con el aborto, la prostitución o la gestación subrogada. De un lado, el Tribunal Supremo norteamericano ha dejado sin efecto la decisión adoptada hace casi 50 años por esta misma corte en el célebre caso Wade versus Roe, lo que en la práctica supone la devolución a los distintos estados del país de la decisión acerca de si reconocen o no la libertad de la mujer para practicar un aborto; en muchos de ellos, la sentencia ha conducido ipso facto a la entrada en vigor de una legislación que en la práctica convierte en ilegal cualquier aborto. De otro, venimos discutiendo la conveniencia de ilegalizar la prostitución al tiempo que no acaba de saberse muy bien —lo hablamos y luego dejamos de hablarlo— cómo deba abordarse la gestación subrogada.

Son temas diferentes, aunque todos se caracterizan por el papel protagonista que en ellos juega el cuerpo de la mujer: el aborto es la interrupción exógena del embarazo; la prostitución es el mantenimiento de relaciones sexuales a cambio de dinero; la gestación subrogada es el embarazo por cuenta ajena, sea remunerado o no. Es la sexualidad de la mujer, en sus distintas facetas, la que se encuentra aquí implicada. De ahí que el principio que se invoca con mayor frecuencia cuando se discute acerca de cómo regularlos sea precisamente la libertad de la mujer para decidir sobre sí misma. «El cuerpo de las mujeres no es jurisdicción de los jueces», ha dicho la actriz Natalie Portman hace unos días. Tal es también el tenor de muchos de los eslóganes que viene empleando el movimiento feminista desde al menos los años 60. Podríamos concluir que se reclama con ello la aplicación del antemencionado «principio del daño» en todos estos supuestos: que la mujer decida libremente en todo aquello en que su conducta no afecte a terceras personas. Sin embargo, hay quienes defienden el derecho al aborto y al mismo tiempo querrían prohibir tanto la prostitución como la gestación subrogada; la misma mujer que es libre para abortar no lo sería entonces para obtener dinero a cambio de sexo, ni para entregar a otra persona el hijo que ella misma ha gestado por razones altruistas o más habitualmente crematísticas.

La contradicción es evidente, por mucho que se diga lo contrario: si se reclama la libertad de la mujer para decidir sobre su propio cuerpo, esta última no puede restringirse para unos casos y afirmarse sin reservas para otros. Para colmo, la prostitución puede ser libre —aunque no siempre lo sea, como es bien sabido— y no comporta daño a terceros; en el caso del aborto y de la gestación subrogada, en cambio, ha de ponderarse el interés de la criatura que podría nacer (en el primer caso) e incluso del bebé que ha nacido (en el segundo). Hace unos días, nuestro Tribunal Constitucional (sentencia 66/2022, 2 de junio) rechazaba el recurso de una madre que quería tener a su hija en casa y fue trasladada a la fuerza al hospital por los posibles riesgos que el parto doméstico entrañaba para la hija por nacer; el derecho a la salud del nasciturus prima aquí sobre el derecho de la madre al ejercicio de su libertad. ¿Diría también Natalie Portman que el cuerpo de la mujer no es jurisdicción de los jueces en este caso o admitiría que las cosas pueden ser algo más complicadas? Claro que no es lo mismo: mientras que aquí se trata de un parto, o sea de una criatura que está a punto de venir al mundo, el aborto es problemático porque no existe acuerdo sobre el momento en que la mujer lleva en su seno a una persona cuyo interés merece ser protegido. Las leyes de plazos que convierten el aborto en ilegal a partir de un periodo determinado de gestación —por lo general 12 o 14 semanas, que es el plazo que rige en la ley española— tratan justamente de dar respuesta a esa incertidumbre. El origen de la sentencia del Tribunal Supremo norteamericano, de hecho, está en una ley del estado sureño de Misisipi que establecía el plazo para el aborto legal en 15 semanas en lugar de las 24 fijadas por Wae versus Roe; nótese la anomalía de que sea una sentencia, no una ley federal, la que haya dado cobertura al derecho de las norteamericanas al aborto con tal grado de detalle.

Sea como fuere, las dificultades que presentan el aborto y la gestación subrogada son evidentes, ya que en ninguno de los dos casos puede afirmarse taxativamente que la decisión de la mujer no afecta directamente al interés de un tercero. ¡Y eso es así incluso si decidimos que ese interés debe ceder ante el interés de la mujer que aborta o gesta por cuenta ajena! Cuando hablamos de la prostitución, en cambio, el interés que se invoca es el de la propia mujer que se prostituye, sin referencia alguna a un tercero; salvo que se introduzca en la argumentación el interés colectivo por mantener determinados estándares morales dentro de una sociedad. Se entiende así que una mujer que se prostituye libremente —siendo la prostitución forzosa un delito perseguible penalmente— habría elegido hacer otra cosa si hubiera tenido la oportunidad, lo que sería razón suficiente para prohibir su actividad. Incluso cuando se hace sin coacción, el comercio sexual con el propio cuerpo se considera indigno y por tanto inmoral.

No vamos a entrar aquí —al menos hoy no— en los fundamentos jurídicos de la sentencia dictada por el Tribunal Supremo norteamericano, que plantea en sí misma interesantes dilemas para la teoría política. No en vano, hablamos de un órgano contramayoritario cuya función es contrapesar la voluntad popular; se trata de una institución liberal antes que democrática, que sostiene el imperio de la ley y debe velar por el cumplimiento de los derechos individuales ante las amenazas del poder público. En este caso, por el contrario, los jueces han eliminado de golpe y porrazo un derecho que sus colegas de hace 50 años habían consagrado de acuerdo con la doctrina del conocido como «substantive due process», principio constitucional que permite a los jueces proteger derechos fundamentales aun si esos derechos no están señalados explícitamente en el texto constitucional. No les falta razón a los magistrados a la hora de señalar que la regulación del derecho al aborto por medio de Wade versus Roe es un pobre sustituto de la legislación federal; de ahí que su decisión vaya acompañada de un llamamiento al poder legislativo para que apruebe las leyes correspondientes de acuerdo con las preferencias populares en la materia. Pero el tenor de la sentencia tiene truco, ya que los jueces conservadores que han hecho piña para anular Wade versus Roe sabían perfectamente que en muchos estados no solamente brilla por su ausencia la mayoría parlamentaria necesaria para proteger la libertad de abortar de las mujeres norteamericanas, sino que a menudo sucede lo contrario: el firme propósito de restringirlo o eliminarlo. De un día para otro, buena parte de la población femenina de Estados Unidos habrá de desplazarse a otro lugar si quiere abortar; sin que se haya hecho ningún descubrimiento científico ni se haya producido una contrarrevolución moral que justifique semejante cambio de criterio. Manuel Toscano ha escrito con acierto:

«Deberían estar encantados con el veredicto quienes proclaman en nuestro país que la voluntad del pueblo (¡la democracia!) no puede ser restringida de ninguna manera por los jueces, ni siquiera por el mismísimo Tribunal Constitucional, so pretexto de salvaguardar los derechos reconocidos en la Constitución. En cambio resulta preocupante para los que sostenemos que hay un núcleo de libertades personales que no puede quedar al albur de mayorías legislativas cambiantes».

Deducir de aquí que se trata de una decisión que los hombres imponen a las mujeres, sin embargo, es falaz; no faltan las mujeres norteamericanas que son contrarias al aborto. En cambio, el desorden federal norteamericano sí ha quedado al descubierto: si en ocasiones algunos derechos o libertades han sido reconocidos por algunos estados y, conforme al mencionado substantive due process, han sido extendidos al resto de ciudadanos por el Tribunal Supremo sobre la base de que no puede haber derechos de los que solo se disfrute en una parte de la república, esta vez ha sucedido lo contrario. Va de suyo que la ley no puede derrotar a la realidad: la ilegalización del aborto en algunos estados de la unión después de hecha pública la sentencia en modo alguno significará la abolición del mismo; por el contrario, las mujeres que quieran abortar se verán obligadas a recurrir a medios más inseguros en todos los aspectos. Pasa lo mismo con la prostitución, que tampoco desaparece en ninguna parte; allí donde se prohíbe pasa a ejercerse en peores condiciones y con un mayor protagonismo del crimen organizado.

En una sociedad liberal que quiera mantenerse fiel a sus principios, este argumento pragmático no debería tener demasiada importancia. Pero como los abolicionistas —ya sea del aborto o de la prostitución— suelen pasarlo por alto, merece ser considerado; en términos rawlsianos, ningún argumento prescriptivo puede permitirse el lujo de olvidar que su aplicación se produciría bajo las condiciones no ideales que impone un orden social particular. De manera que los argumentos abolicionistas se ven irremediablemente afectados —debilitados— cuando se tienen en cuenta las consecuencias previsibles que acarrearía la aplicación de una ley cuyo propósito sea ilegalizar el aborto o la prostitución. En ambos casos, la ley fracasaría en un sentido importante, conduciendo a quienes la desafiasen a una posición de mayor vulnerabilidad: tanto abortar como ofrecer sexo de pago se convertiría en una actividad clandestina sometida a presión policial. Si se goza de los medios necesarios para sortear la restricción, la cosa cambia: hasta el más conservador de los senadores podría experimentar la tentación de recurrir a los servicios de una escort de lujo o tener la necesidad de facilitar el aborto a una hija a la que considera descarriada. Pero las leyes abolicionistas triunfan en un sentido importante, al dificultar sobremanera el aborto o la prostitución. Y lograrían imponer una concepción particular de la moral al conjunto de la sociedad.

Si bien se mira, aquí reside la sencilla solución para el problema jurídico-político que plantean el aborto y la prostitución; la gestación subrogada la dejamos para mejor ocasión. A saber: una sociedad liberal debe proteger los derechos básicos de todos los ciudadanos, pero no puede imponer a estos ninguna concepción particular del bien. El poder público habrá de respetar las decisiones morales que adopten los miembros de la sociedad; por más que las decisiones de algunos puedan irritar o indignar a otros e incluso a muchos. Recordemos la Alabama de los 60: la mayoría social era favorable a la discriminación racial y el Estado hubo de intervenir —sin duda demasiado tarde— para proteger los derechos básicos de las minorías. Que exista prostitución forzosa no es en sí mismo una razón para prohibir toda prostitución; máxime cuando será justamente la prostitución forzosa la que será imposible eliminar. Tocará al Estado hacer lo necesario para prevenirla, igual que hace o debería hacer con los abortos ilegales (concluidos ya los plazos establecidos); por no hablar de la explotación laboral, la inmigración ilegal o el maltrato a los animales. Que casi todas las actividades humanas conozcan una derivación criminal no es razón suficiente para condenarlas moralmente; el debate tiene que ser más sofisticado que eso.

En el caso del aborto, evidentemente, hay que ponderar el interés del nasciturus; los cálculos son más delicados. Por eso no basta afirmar que una mujer puede hacer lo que quiera, porque solo las mujeres se quedan embarazadas; tampoco vale, empero, recurrir a argumentos religiosos acerca de la santidad de la vida desde el primer instante de la concepción. Puede creerse tal cosa, faltaría más; lo que no cabe es obligar al resto de ciudadanos a participar de esa creencia. La ciencia no ha sabido decirnos mucho acerca del asunto; seguramente no sepa hacerlo. Bajo esas condiciones, lo único que la política puede hacer es renunciar a los extremos: ni prohibir el aborto ni liberalizarlo por completo. Establecer una ley de plazos y dejar que cada mujer decida con arreglo a su conciencia, si es posible con el debido asesoramiento médico en el caso de las embarazadas más jóvenes, permite combinar dos bienes relativos: protege el interés del nasciturus a partir de un estadio más o menos avanzado de la gestación y respeta la libertad de la mujer a la hora de decidir. Se podrá alegar que fijar ese límite en doce o catorce semanas no deja de ser arbitrario; indudablemente, lo es. Pero en algún sitio hay que establecer la divisoria entre la libertad de abortar y la prohibición de hacerlo, atendiendo principalmente a lo que sabemos acerca de la viabilidad del feto. Por supuesto, casi nadie es feliz así: no lo son quienes defienden una libertad irrestricta al aborto y no digamos los partidarios de prohibirlo de manera tajante. Pero no se trata de poner a todo el mundo de acuerdo, sino de alcanzar un compromiso político entre posiciones morales irreconciliables capaz de expresarse jurídicamente a través de una ley que reciba la debida protección constitucional incluso si no se reconoce algo parecido a un «derecho fundamental al aborto». En una sociedad liberal digna de tal nombre, el aborto solo puede abordarse con el debido respeto a la libertad de conciencia. Asunto distinto es que un gobierno conservador desarrolle políticas orientadas a persuadir a las mujeres de la indeseabilidad de abortar, por ejemplo dando ayudas económicas a las embarazadas con pocos recursos; por su parte, un gobierno progresista podría eliminar esas ayudas o lanzar campañas públicas destinadas a recordar a las mujeres que gozan de ese derecho. Al margen de lo que hagan los gobiernos de distinto signo ideológico, el Estado —la administración y los tribunales— habrá de asegurarse de que la mujer que quiera abortar conforme a la ley pueda hacerlo sin obstáculos. No se trata con ello de banalizar el aborto, que no es la más sutil de las técnicas anticonceptivas, sino de admitir que una biopolítica partisana que esté al albur de las cambiantes mayorías electorales y consagre hoy el derecho que suprimirá mañana no es la mejor de las soluciones para una controversia moral que no tiene solución; por muy convencidos que estén de lo contrario los dogmáticos de todas las confesiones


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