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Lo que pienso del «fenómeno Marie Kondo»

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Esto es lo que pienso de este asombroso y, en mi opinión, superficial «fenómeno Marie Kondo». Me remonto a mis primeros viajes a Nueva York a principios de los años noventa. Todo el mundo andaba por la Gran Manzana con unos vasos azules de papel, creo recordar que con la imagen del Partenón y unas letras de tipo griego, en los que bebían ese brebaje tan estadounidense que ha sido siempre su «regular coffee». Agua sucia, digamos, a la que eran adictos de costa a costa. Hasta que alguien descubrió el café italiano en un viaje a Milán, convenció a una empresa local de Seattle llamada Starbucks para que comercializara algo parecido y los norteamericanos empezaron a beber mejor café que antes, aunque todavía en vasos de papel y con nombres rarísimos y precios ridículos.

Lo malo es que poco después se pusieron a exportar ese modelo de coffee-shop por todo el mundo (Japón fue el primero en importarlo), florecieron Starbucks por todos lados y hoy hay tiendas de esa cadena que venden café al estilo europeo en sitios maravillosos de Europa donde antes había cafés y cafeterías nuestras de toda la vida que servían café también de toda la vida a gente que ni había probado aquel regular coffee ni tenía necesidad alguna de que le cambiaran, por ejemplo, su solo, cortado o con leche por espresso tall, caffè latte grande, cappuccino venti o como diablos los llamen en esa cadena hoy omnipresente y omnívora.

Lo que pasa con Marie Kondo es parecido. Quizá peor, porque nadie cree en realidad que el expreso, el capuchino o el macchiato sean inventos de hipsters de la Costa Oeste, pero casi todo el mundo cree, en cambio, que Marie Kondo es una gurú nipona que viene a enseñarnos el proverbial orden con que los japoneses viven en sus casas. Y eso no puede estar más alejado de la realidad. Uno de los estereotipos occidentales sobre Japón es creer que las vivienda japonesas son prolongación de los espacios «zen» que tanto nos gustan: sh?jis, fusumas, tatamis impolutos sobre los que apenas se deposita una mesa con un florero y, si acaso, dos sillas estilizadas, que limpieza y vacuidad son norma de vida entre los japoneses y que así son sus casas. Espacio vacío, en suma; la «morada del vacío», como llama Kazuko Okakura al espacio tradicional de la casa de té en The Book of Tea.

Entrar en un hogar nipón es difícil y muy pocos tendrán oportunidad de ver que la realidad, sin embargo, está muy lejos: la gente vive en espacios mínimos, repletos de cosas por todas partes y rodeados de un desorden proverbial, marca de la casa en la vida del japonés promedio. Es famoso que los japoneses guardan todo, el objeto que han comprado y su caja –sin plegar a menudo: aun la de la televisión–, papeles, chécheres, souvenirs, todo tipo de cosas que, una vez entran en casa, nunca salen. Lo mismo, por cierto, pasa con sus lugares de trabajo, salas enormes normalmente, sin apenas separación ni, desde luego, intimidad, donde se agolpan los salarymen rodeados de desorden, como si ello fuera prueba de estar muy ocupados, trabajar mucho y no tener tiempo que perder ordenando. Parece como si los japoneses no hubieran conseguido inventar, tampoco, un modelo de espacio compartido.

Alex KerrAlex Kerr, Japón perdido. El último destello de un Japón precioso, trad. de Núria Molines, Barcelona, Alpha Decay, 2017., mi propio gurú para lo japonés, piensa que el espacio vacío del salón de té es una sublimación, algo creado como lugar de escape para huir del desorden que los rodea en sus viviendas y oficinas. Entre los dos extremos, «espacio vacío» y «espacio lleno y en desorden», carecen por completo de un punto medio: el espacio lleno pero ordenado que, más o menos, caracteriza nuestras viviendas.

No debe de ser fácil, es cierto, acumular en el poco espacio que tienen sus viviendas lo mismo que personas de nivel socioeconómico similar pueden distribuir seguramente en el doble o triple, pero no creo que esta sea la única explicación. Su desorden va más allá y debe de corresponderse con una manera de entender la vida y estar en el mundo que no alcanzo a comprender: quién soy yo para saber qué pasa de puertas adentro si apenas entiendo nada de lo que veo fuera.

Mucho tiene que ver, creo yo, con esta dupla fundamental de conceptos para entender Japón y, sobre todo, a la sociedad japonesa, honne y tatemae: lo que uno piensa o siente realmente (honne) y lo que dice, la cara que muestra frente al mundo (tatemae). Un japonés puede vivir toda su vida mostrando y diciendo lo que el sistema –la sociedad– exige y no expresar nunca a nadie, jamás, lo que verdaderamente piensa. Puede no aguantar a su mujer, detestarla, y nadie lo sabrá. Puede que odie su trabajo, a su jefe, a los compañeros, que deteste lo que hace, pero pondrá siempre su mejor sonrisa, elogiará al jefe, se irá a beber a un izakaya con los compañeros cada una o dos semanas y hablará elogiosamente de la empresa a todo el mundo. Nada define mejor a los japoneses que honne y tatemae. Conocer y comprender esta distinción es imprescindible para empezar a entender cómo funciona esta sociedad incomprensible. Este universo mental diferente a cualquier otro.

El desorden de la vivienda tiene que ver con honne, lo que pasa dentro y a nadie importa, acompañado a menudo de relaciones familiares mediocres y vidas frustrantes de las que nadie sabrá nunca nada. Pero lo que cuenta es la apariencia hacia fuera, tatemae. Japonesas elegantes, perfectamente ataviadas y planchadas, de aspecto impecable, es posible que hayan dejado su vivienda en caótico desorden, con todo por medio y ropa colgada por todas partes.

Me hablan también de una mentalidad compulsiva de ahorro y de guardar todo por si acaso, no sé si herencia de muchos siglos de pobreza o consecuencia más bien del miedo a los desastres naturales, otro rasgo fundamental de la psique japonesa: si viene un terremoto y arrambla con todo, cuanto más tenga, más conservaré.

No ayuda tampoco su rechazo casi completo a la ayuda doméstica. Los japoneses de posguerra han renunciado a algo habitual antes en muchas casas: la presencia de una persona que les ayude en las tareas de casa mientras trabajan o cuidan de los niños. Hoy en día esa figura no sólo es rarísima, sino que se considera poco apropiada al modo de ser japonés: es la mujer, la esposa, la madre quien se espera que se haga cargo de esas tareas con orgullo. Si no se ocupa de ordenar, nadie va a exigírselo; el marido está ausente, llega a casa agotado cada noche y apenas está en el domicilio el domingo: ni se va a poner a mirar si hay orden o no, ni se espera de él, por supuesto, que se ocupe de tareas domésticas.

No es fácil, por último, deshacerse de objetos grandes, cartones, cajas, trastos viejos, electrodomésticos que no funcionan. No pueden sacarse simplemente a la calle (y en Japón lo que no está previsto no se hace), hay que llamar a los ayuntamientos y pagar para que se los lleven. El procedimiento es complicado y no ayuda a desprenderse de cosas.

Es tradición que los japoneses dediquen los dos o tres últimos días del año a hacer limpieza y ordenar. Los dos o tres últimos, ojo, ni más ni menos: el 1 de enero se para la limpieza. Las cosas en Japón, les insisto siempre, son de una sola manera y si la tradición impone que esos últimos días del año se ordena, no va a ocurrírsele a un japonés hacerlo el resto del año.

Enter Marie Kondo, que ahora entenderán que tiene mucho sentido que surja en Japón, como los Starbucks en Estados Unidos, y se convierte aquí en un fenómeno. No digo que no haya muchas viviendas desordenadas en nuestros entornos, o que Kondo no tenga propuestas atractivas que puedan servirnos a todos (ahora me gusta colocar los calcetines de pie, no lo niego). Lo que quiero decir es que Marie Kondo era necesaria para ayudar a los japoneses a solucionar este problema atávico, el suyo, como lo era Starbucks para liberar a los norteamericanos de su regular coffee.

Iba a decir que no son nuestros problemas, pero me duele reconocer que el del mal café sí lo es, en efecto, en Madrid, cada vez más, cada vez es peor, y posiblemente el de Starbucks, pese a sus nombres ridículos, sea mejor que el de la mayoría de nuestros bares. No tengo nada, en cualquier caso, en contra de que puedan, además, extenderse las propuestas de Kondo y convertirse en norma universal. Mi único empeño es advertirles, no vayan a creerse ustedes que lo que está enseñándoles es orden japonés, una manera japonesa de vivir la vida, un maravilloso orden «zen» imperante en toda vivienda japonesa, porque es exactamente lo contrario: lo que está divulgándose es cómo Kondo enseña a sus compatriotas a salir de ese atávico y proverbial desorden en el que viven.

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