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Lo que el virus se llevó

¿Ya es mañana? Cómo la pandemia cambiará el mundo

Ivan Krastev

Debate, Barcelona, 2020.

Traducción de Carmen M. Cáceres y Andrés Barba

112 págs.

Las ciudades evanescentes. Miedos, soledades y pandemias en un mundo globalizado

Ramón Lobo

Península, Barcelona, 2020.

192 págs.

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Reflexionar sobre nuestro mundo en los momentos actuales es como pretender nadar con estilo mientras nos arrastra una corriente vertiginosa. Aunque debo reconocer que, puestos a servirnos de imágenes y metáforas, pocas pueden hacerle sombra por su obvia contundencia a la que pergeñó Saramago en su célebre Ensayo sobre la ceguera y que Krastev, en uno de los libros que me sirve aquí de referencia, glosa de este modo: en la novela del escritor portugués, al desatarse una epidemia de ceguera, las autoridades toman «medidas muy drásticas para detener el contagio», medidas que empiezan por reunir a toda la población afectada «y a quienes han tenido contacto con ellos» y vigilarlos de modo estricto –mediante un aislamiento casi indistinguible del arresto- para que no se extienda el contagio. ¿A qué les suena? Cuando Saramago publicó la novela, los críticos hablaban de un escenario distópico. La realidad en la que estamos viviendo desde hace casi año y medio no queda muy lejos. Si hay algo que todavía me sigue sorprendiendo de la situación actual es la naturalidad -¿o sería más exacto decir la docilidad?- con que la ciudadanía, aquí y en casi todo el mundo, ha acatado medidas como el confinamiento -también en este caso asimilable al arresto domiciliario-, el toque de queda, el allanamiento de morada sin orden judicial o la vigilancia policial de calles y carreteras.

Sigue diciendo Krastev en su exégesis de la fabulación de Saramago que «la pérdida de visión es característica de toda pandemia» en un sentido más profundo, que remite a nuestro uso metafórico del concepto ceguera: «no vemos la enfermedad hasta que llega, y cuando lo hace, tampoco entendemos lo que ocurre alrededor nuestro». Sin embargo, lo paradójico del caso, como enfatiza el propio Krastev ya en las páginas iniciales, es que la pandemia actual «ha resultado ser un clásico “suceso cisne gris”, es decir, un acontecimiento altamente probable y con capacidad para poner el mundo patas arriba, que, no obstante, ha generado una gran sorpresa cuando se ha producido». Yo mismo asistí, muy poco antes de que se desatara la pandemia, a la presentación de un informe pluridisciplinar sobre las enfermedades infecciosas que, con toda probabilidad, se extenderían por un mundo globalizado. Es verdad que los que acudimos al acto estábamos lejos de pensar que hablábamos del futuro inmediato. En fin, todo eso ya da igual a estas alturas. Es un hecho que nuestra necesidad de percibir el mundo con cierta estabilidad –a despecho de los cambios vertiginosos a que está sometido- nos juega a menudo, como en esta ocasión, unas malas pasadas: creemos, como el pavo inductivista de Bertrand Russell, que todo seguirá igual hasta que el día menos pensado se rompe abruptamente nuestra cotidianeidad.

En esa ruptura nos hemos visto inmersos todos. Tanto hablar del futuro en términos impostados solo ha puesto de manifiesto nuestra falta de preparación para encararlo cuando llega. Como dice el título del libro, aunque parapetándose en interrogantes, ya es mañana. Y nos ha pillado, claro, desprevenidos. Nuestra incapacidad para asumir con todas las consecuencias el nuevo escenario al que nos hemos visto abocados alcanza en algunos aspectos niveles patéticos. Tal es el caso, desde mi punto de vista, de la insistencia pueril de presentar la pandemia como una guerra. La COVID-19 nos ha invadido (falta señalar: con premeditación y alevosía). El virus es nuestro enemigo (vale decir en este caso, aunque ni falta hace, que traidor y despiadado). Nuestros gobernantes constituyen el Estado Mayor: hacen frente a la invasión, diseñan la estrategia, ordenan la táctica. ¡Si hasta tenemos nuestros héroes en la lucha sin cuartel, los médicos, enfermeros y personal sanitario en general!

Seamos serios: no es cierto que una epidemia –ni siquiera una pandemia- sea una guerra. La retórica épica solo desnuda la perplejidad ante la situación. Ni los recursos ni las actitudes que se deben desplegar en este caso tienen nada que ver con los requerimientos bélicos. Krastev insiste en la distinción en términos de relato: «La diferencia entre una epidemia y una guerra es como la que existe entre cierta literatura modernista y la novela clásica: no hay un argumento claro en las primeras». Esto no ha sido obstáculo para que los diversos gobiernos del mundo hayan coincidido en el empeño de convencer a su población en los cánones de una narrativa convencional: hemos sido sorprendidos por un enemigo invisible e insidioso, pero tras el sacrificio, vendrá la victoria. La clave última, la que no se explicita, es sin embargo la fundamental: todo ello se hará siguiendo las órdenes establecidas. Y, ahora sí, como en la guerra, las órdenes no se discuten.

He aquí el punto en el que convergen todas las iniciativas, la conducta que emparenta a la práctica totalidad de gobiernos del mundo, no importa que sean democracias asentadas o de nuevo cuño, pseudodemocracias, dictaduras militares, regímenes populistas o comunistas. Krastev insiste en varias ocasiones en esta coincidencia, que lleva de facto a «la confusión de los límites entre la democracia y el autoritarismo». En palabras del filósofo político británico David Runciman, «durante el confinamiento, las democracias han puesto de manifiesto lo mucho que tienen en común con otros sistemas políticos; también en ellas la política es, en última instancia, una cuestión de orden y poder». O, como dice el propio Krastev, «las democracias se han revelado igual de dispuestas a violar la privacidad de sus ciudadanos que las autocracias». No se ha explicado de modo convincente -¿se ha tratado de explicar siquiera?- por qué no era posible mantener las garantías del Estado de derecho y, en suma, no se han puesto sobre la mesa la razón o razones por las que este último no estaba en condiciones adecuadas para afrontar una crisis sanitaria como la que nos golpeaba. Por el contrario, se ha extendido por todas partes la especie de que solo un poder fuerte, casi omnímodo, estaba en condiciones de hacer frente a la pandemia. Como han dicho algunos otros analistas, la COVID-19 ha traído una gran noticia, ¡el Estado ha vuelto! (aunque uno se pregunta con desconcierto: ¡ah!, pero… ¿cuándo se había ido?).

Más allá de la ironía, esta última mención nos encamina al asunto medular que debemos dilucidar para saber dónde estamos y, sobre todo, hacia dónde nos encaminamos, dicho sea con todas las prevenciones derivadas de ubicarnos todavía, aquí y ahora, en medio del torbellino. En este sentido, habría que insistir, toda precaución es poca, porque carecemos de la más mínima perspectiva, pero da la impresión de que hemos tendido a magnificar la capacidad de la COVID-19 para cambiar de modo indeleble nuestras vidas. También esto pasará y, nuestra vida, si no exactamente como antes, recuperará algo muy parecido a su anterior curso. No me malinterpreten, no trato de sugerir que la pandemia no dejará huellas. Lo que quiero decir es que los cambios que se produzcan en el futuro no parece que vayan a ser consecuencia de la pandemia en sentido estricto, pues esta no ha venido en rigor a cambiar nada, sino simplemente –aunque no es poco- acelerar unos cambios que ya estaban en marcha. El ámbito más evidente de todo ello es el relativo a lo que hemos dado en llamar teletrabajo, pero que en realidad se extiende a una panoplia muy variada de actividades, desde la enseñanza a las consultas médicas. Buena parte de estas transformaciones en nuestra vida cotidiana han venido para quedarse. En muchos aspectos, desde las cuestiones laborales a los trámites administrativos, no habrá vuelta atrás, pero esto, como es obvio, no es consecuencia de la irrupción del virus, sino de las pautas que ya estaban establecidas en la vida anterior.

Ahora bien, una vez dicho eso, también habría que señalar que hay aspectos inquietantes en esta marcha anterior de los acontecimientos que la irrupción abrupta de la COVID-19 nos permite vislumbrar con una nueva luz. No es ningún secreto para nadie que desde hace varios años –casi desde el comienzo de este siglo, si quieren una acotación determinada- vivimos un proceso de deterioro del sistema democrático en todo el ámbito occidental. Los embates combinados de los populismos del más diverso pelaje y los nacionalismos irredentos (valga la tautología), las derivas autoritarias o las mismas secuelas de una globalización mal encauzada han llevado a una crisis innegable del sistema representativo, incluso en naciones que presumían de ejemplaridad en esta materia. La irrupción de la pandemia ha demostrado que todo lo que creíamos imposible –por ejemplo, el control estricto, rayano en la arbitrariedad, de los ciudadanos, uno por uno, por parte del gobierno, incluso un gobierno democrático- no solo es posible, sino muy fácil de llevar a la práctica con los medios técnicos actuales. De ahí, como señalaba antes, que se hayan difuminado los límites entre cómo han encarado la crisis regímenes autoritarios y formalmente democráticos. Así, dice Krastev, se explica la similitud de medidas en todos los países, «no porque las medidas funcionen, sino porque no tienen ni la menor idea de qué puede funcionar». De este modo, los gobiernos se tapan unos a otros y se refugian en un supuesto consenso universal: «la adopción de disposiciones similares ha ayudado a los gobiernos a eludir responsabilidades». Aquí, en nuestro país, lo hemos visto a pequeña escala con la política seguida por las comunidades autónomas que, en todo caso, han rivalizado en la adopción de medidas restrictivas, sin comprobación empírica alguna de si eran efectivas o, en todo caso, si el remedio no era peor que la enfermedad (en este caso, nunca mejor dicho).

A lo peor, es verdad que las epidemias al inocular el miedo al cuerpo social, sacan lo mejor de las personas y lo peor de los gobiernos. Sea como fuere, se ha cumplido el referente literario: «En literatura, las epidemias son una metáfora habitual de la pérdida de la libertad y el comienzo del autoritarismo». Krastev alude también al famoso ejemplo de la rana en agua hirviendo: mientras que el animal salta cuando se le sumerge de repente en la cazuela, permanece pasivo hasta la muerte cuando la temperatura del agua sube gradualmente. Algo así ha pasado con innumerables ciudadanos, que se hubieran rebelado ante las disposiciones autoritarias de sus gobiernos si se hubieran adoptado en otro contexto, pero que, atenazados por el miedo o la confusión, no han sabido reaccionar más que con el sometimiento acrítico. En cualquier caso, si tomamos la crisis sanitaria como referencia de lo que nos espera en el futuro, el balance es desolador. El sistema democrático se ha visto devaluado hasta niveles impensables: en todas partes se han recortado libertades, derechos y garantías, pero, no contentos con ello, los gobiernos de cualquier signo han difuminado su torpeza y falta de reflejos con una variada gama de medidas autoritarias y paternalistas.

Me limito a una pincelada: «Según un informe publicado en abril de 2020 por openDemocracy, más de dos mil millones de personas viven en la actualidad en países en los que los parlamentos están en suspenso o con una actividad limitada como medida de emergencia frente al coronavirus». El control y la vigilancia se han extendido mucho más allá de lo que se habrían atrevido en situaciones de alerta por amenaza terrorista, la más parecida que podríamos evocar los que no hemos vivido una guerra. Por caminos tortuosos se ha hecho realidad el sueño de nacionalistas, reaccionarios y xenófobos de toda laya. «Italia está ahora más cerrada de lo que Matteo Salvini jamás habría podido soñar», escribió en abril de 2020 la periodista Chiara Pagano. Otro tanto podríamos decir del resto de países. En el nuestro, los presidentes de las comunidades autónomas han ejercido de viejos caciques o señores feudales, prohibiendo el paso a los no naturales, resucitando unas delimitaciones fronterizas que creíamos sepultadas en el pasado. ¡Qué locura! Pensamos que algunas de estas coerciones desaparecerán, pero también es muy probable que otras permanezcan de alguna manera. En opinión de algunos analistas, «la consecuencia política de la COVID-19 a largo plazo será una legislación más restrictiva que seguirá en vigor mucho después de que se haya derrotado al coronavirus». Se justificará en los mismos términos paternalistas que hoy se han hecho universales: será por nuestro bien. Y parece que cederemos encantados una parte importante de nuestra libertad a cambio de protección.

¿Cómo hemos llegado a este punto? Si evocamos cómo empezó todo -para nosotros allá por febrero-marzo de 2020-, no es difícil atinar con una explicación convincente: nuestro mundo de seguridades –en todos los sentidos- se resquebrajó de improviso. Como náufragos a la deriva, nos agarramos a la primera tabla, buscando la salvación a tientas, torpemente. Cuando dentro de unos años examinemos los testimonios del momento, nos dejarán una impresión de incredulidad, como cuando leímos por primera vez Los novios de Manzoni o La peste de Camus. Han aparecido muchos libros que tratan de reflejar esos primeros meses de incertidumbre. Me ciño ahora a uno de ellos, cuyo título y subtítulo no pueden ser más expresivos: Las ciudades evanescentes. Miedos, soledades y pandemias en un mundo globalizado. Lo firma el veterano periodista Ramón Lobo y su contenido, relativamente breve, hace honor a lo que se anuncia desde la portada, con esa inquietante fotografía tomada desde un tejado que muestra una fachada y lo que presumimos un patio interior, todo ello sin presencia humana, solo con varias ventanas iluminadas. La ciudad evanescente es la calle vacía, la plaza desierta, el silencio donde antes había ruido o bullicio y, por encima de todo, la vivienda convertida en madriguera de la que a duras penas nos atrevemos a salir, como animales temerosos de un depredador invisible.

Hay una serie de conceptos que se repiten y que todos juntos, como en hilera, sirven para definir o caracterizar el cuadro que dibuja Lobo: desconcierto, incertidumbre, desorientación, angustia, temores, silencio, muerte, soledad. Quizá este último sea el más importante de todos. Se reitera, de hecho, con distintas variantes y en sucesivos epígrafes: «soledad de casa», «soledad de calle», «soledad sin ancla», «soledad de afectos», «soledad de viejo», «soledad de muertos». No es difícil columbrar, de este modo, que el tono que adopta el periodista es muy personal, haciendo que las vivencias subjetivas o incluso las apreciaciones intimas constituyan las palancas privilegiadas para despertar los recuerdos del lector y reconocerse en una misma tesitura vital, la del encierro forzoso. En este sentido, este segundo libro constituye el contrapunto del primero o, para los fines que me propuse al escribir este comentario, la mirada complementaria: el pulso emotivo del confinamiento frente a la frialdad analítica de lo que ha supuesto la pandemia. Conviene precisar que, pese al mencionado despliegue de elementos negativos, el volumen de Lobo en su conjunto no solo huye del desánimo, sino que tiene un tono enérgico, en algunos aspectos hasta militante, sobre todo cuando aborda los aspectos más conflictivos de la vieja y la nueva normalidad (una de las muchas perversiones del lenguaje a la que hemos tenido que acostumbrarnos). Al final, lo único cierto es que todo se ha vuelto incierto. «Quedaron aplazados los planes, los viajes y los abrazos». Cuando creíamos tenerlo más agarrado que nunca, el futuro se nos escurría entre las manos. Queríamos un mundo con más estabilidad, con más seguridades, con más certezas. Todo esto es justo lo que el virus se llevó.

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Ficha técnica

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