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Litedefeo: la incógnita democrática en la Unión Europea

Europa, fin de siglo

JOSEPH H. H. WEILER

Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 207 págs.

trad. de Kopsé M. Areilza, Mª Ángeles Ahumada y Cristina Martínez del Peral

The Constitution of Europe. "Do the new clothes have an emperor?" and other essays on European integration

JOSEPH. H. H. WEILER

Cambridge University Press, Cambridge, 207 págs.

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En estos últimos años se viene produciendo un género floreciente de denuncia al que Joseph Weiler llama dem-def-lit. Podemos romancearlo, contrayéndonos un poco más por extender algo menos la cacofonía, como litedefeo. Se trata de la literatura sobre el déficit democrático de la Unión Europea. Pone el dedo en la llaga de la representatividad sólo relativa de un parlamento europeo que controla a su vez malamente las instituciones no representativas de la misma Europa. Se le achaca esencialmente irresponsabilidad; falta de responsabilidad tanto de una cámara ante la ciudadanía como de un gobierno ante la cámara. Weiler no viene a cuestionar nada de esto, sino a analizarlo. Durante 1999 reúne ensayos, los ordena y actualiza, sin llegar a salvarlos de solapamientos o reiteraciones. En total queda un buen libro, La Constitución de Europa. En él se expone un panorama insólito en la literatura europea y más en la castellana, aunque parte de sus textos fueron ya traducidos en 1995, en Europa fin de siglo. El autor procede con estilo vivaz, y abierto al lector no necesariamente especializado en temas jurídicos o políticos.

De la litedefeo, de este género literario, Weiler da por cierto todo lo que dice y por incierto todo lo que presume. Falta democracia, quién lo duda, pero comienza por poner en entredicho que exista –o incluso que resulte deseable que exista– un demos o pueblo del que predicarla. Para Europa no hay pueblo en singular, sino pueblos en plural, patrimonio de partida que sería bueno cuidar. Y advierto que no estamos ante un euroescéptico. Weiler se compromete con la construcción europea. Figura entre los estudiosos más acreditados de las vías jurídicas de integración política desde una postura de militancia inequívoca con los principios y de espíritu crítico con las realizaciones, democráticos los unos y no tanto las otras. Detecta así un fuerte contraste, menos simple que el que la litedefeo denuncia. Este género confunde cosas porque no analiza procesos. La historia de casi medio siglo presenta una complejidad que no suele atenderse desde la perspectiva usual de unos Estados constitucionales que proyectan su constitucionalidad al integrarse políticamente y al mismo tiempo se resisten a las consecuencias de signo duplicadamente democrático. Este nexo, bastante inmediato en la litedefeo, o la especie de ecuación que se produce entre constitucionalismo y democracia no es algo tan evidente ni plausible a la luz de la propia experiencia europea. De todo esto se ocupa Weiler.

Weiler representa la historia de la integración europea con un acento más jurídico que político, más constitucional que democrático. Frente a la narración más corriente, en la que unos Estados acuerdan en los años cincuenta formar una Comunidad arrancando por la economía y atraviesan períodos de serios desencuentros que les obligan a reforzar el carácter intergubernamental de todo el proceso, a costa de la propia institución del parlamento europeo, llegando finalmente, en la década de los noventa, a un planteamiento de Unión sin renuncia de fondo al control por los Estados y dificultando así la democratización; frente a esta representación, Weiler reconstruye la historia de la integración jurídica de Europa, bien resuelta desde momentos tempranos por la rama institucional más discreta, la judicial. La corte de Luxemburgo va introduciendo principios de superioridad, efecto directo y poderes implícitos de un orden europeo, granjeándose la complacencia de tribunales y jueces estatales que se encuentran así apoderados con elementos de contraste frente al propio ordenamiento interno. Los gobiernos de los Estados tampoco se resisten en la medida en que conservan y refuerzan su control sobre el proceso político de decisiones comunitarias de forma que, a su vez, se apoderan de cara a los respectivos parlamentos.

Así, un procedimiento normativo último puede ser sustancialmente gubernativo, no sólo a escala europea, sino también a escala estatal, pese a las Constituciones propias. Puede acentuar el efecto el hecho de que por estas latitudes europeas prevalezca en los Estados el régimen parlamentario, esto es que la elección del gobierno esté en manos del parlamento y no sean los ciudadanos los que elijan uno y otro por separado. Salvo en el momento de la elección del parlamento por la ciudadanía, y el de la elección del gobierno por sus representantes, más que ser el gobierno comisión del parlamento resulta el parlamento una extensión de gobierno, con lo que el poder intergubernamental europeo puede más fácilmente repercutir en apoderamiento gubernativo doméstico. Que esta dinámica no se haya convertido en un agente de degeneración irreparable de los respectivos constitucionalismos, los internos de los Estados, no ha sido por reacción democrática conjunta ni aislada, sino por el elemento judicial propio de la construcción europea y más constitucional –y menos atendido por la historia corriente y por el género de la litedefeo–. Es la jurisprudencia europea el factor decisivo en una línea no evidentemente democrática, pero constitucionalmente valiosa para Europa, para la ciudadanía de los Estados que la componen.

La jurisprudencia europea ha ido desde temprano más allá de lo previsto en unos tratados entre Estados, adentrándose precisamente, la jurisprudencia y no los Estados, por unos derroteros constitucionales. Es una jurisdicción que se enfrenta a la conveniencia de unos principios de derechos para el propio ordenamiento cuando ninguna Constitución los especifica, pues no la hay. Coetáneamente se está formando un cuerpo más general de derechos humanos, desde la Declaración Universal, así como otro de la propia Europa pero no de la Comunidad, gracias a la Convención Europea de Derechos Humanos, derechos igualmente de libertad. Sirve, pero no basta. Se precisan principios más específicos del propio espacio jurídico. Para la corte de Luxemburgo se encuentran en la tradición común que preside los diversos constitucionalismos y en las mismas Constituciones de los Estados, en sus formulaciones de derechos de libertad, que así también se constitucionalizan a otra escala, esto es, se reconocen y garantizan como tales principios a nivel europeo. Hay un constitucionalismo ya establecido en Europa, éste de responsabilidad jurisprudencial, que la litedefeo no suele apreciar en su valor constituyente ni así confrontar a unos efectos democráticos.

Porque hay problemas y bien serios en ese mismo constitucionalismo jurisprudencial. La operación es delicada a efectos de reconocimiento y garantía de derechos de libertad. Si se tratase de una simple transposición acumulativa de un nivel al otro, del estatal al europeo, podría llegarse a un desapoderamiento de las justicias más cercanas a la ciudadanía en asuntos bien sensibles para ella. Estaríamos ante una nueva sustracción de capacidad a los ámbitos estatales, aquellos donde funciona al fin y al cabo, mejor o peor, la democracia. La jurisdicción europea ha sido consciente, teniendo en cuenta e incluso reforzando las jurisdicciones congéneres de los Estados. Weiler explica los planteamientos y mecanismos; por esta vía judicial y gracias a ella el constitucionalismo europeo no se está construyendo a costa del de los Estados. No tenemos así democracia ni parece que podamos tenerla, pero nos encontramos con algo de valor no menos constitucional, esto es, con la posibilidad de sujeción de las instituciones europeas, de todas ellas, a garantías de libertad incluso para jurisdicciones estatales, las más accesibles a la ciudadanía.

En todo ello Weiler ve no sólo necesidad, sino también virtud. Con la democracia en los Estados, su establecimiento superpuesto en Europa podría conducir a un apoderamiento de instituciones en detrimento de la libertad y sin la base de la ciudadanía. No la hay europea. Donde falla lo representable mal cabe crear representatividad y peor generar responsabilidad. Si hay un problema democrático, no es en Europa, sino en los Estados, con sus regímenes parlamentarios que resultan gubernativos y otros fenómenos no menos marcados de déficit. La litedefeo no yerra en lo que plantea, sino en el destinatario del mensaje, pues debiera serlo ante todo el propio Estado. Este género literario se comporta como el calamar que contiene la tinta escondida para lanzarla tan sólo cuando se le intenta someter a escrutinio. Y encuentra la complicidad de unas publicísticas constitucionales de los propios Estados, que no integran en sus competencias la dimensión europea. Su mismo impacto perjudicial para el equilibrio de poderes no suele ni siquiera advertirse.

Con todo esto, no extrañará que Weiler prefiera para Europa el nombre de Comunidad al de Unión, impuesto desde Maastricht. Con el cambio y lo que implica, piensa que se arriesga un patrimonio constitucional sin ganancia democrática. La concepción de Europa como Comunidad de Estados, de unos Estados constitucionales y democráticos, no le parece que fuera un recurso transitorio, sino una forma creativa de un orden político de sujetos precisamente plurales, los pueblos y no el pueblo. El constitucionalismo europeo debe reconocer y garantizar derechos de libertad no sólo del individuo, sino también de las comunidades componentes del conjunto; unas libertades colectivas y no fungibles de pueblos distintos. La misma historia muestra que esto era una virtud que se hallaba en el origen del proyecto sin que haya razones para cambiar ahora el objetivo. La percepción ciudadana de la Unión Europea parece estar acusando el golpe desde Maastricht.

Weiler no entiende que sea necesaria ni, aún menos, virtuosa la idea de una ciudadanía europea. El espacio ciudadano es el comunitario primario, el que permite democracia porque existe el demos. Forzar ciudadanías sin esta base interpone identidades artificiosas de modo que no sólo resta capacidad democrática a las comunidades propias, sino que también duplica y refuerza efectos de exclusión, ahora la extracomunitaria o de población no perteneciente a la Unión. Weiler prefiere una Europa sensible para con los derechos sin especial consideración a pertenencias, tampoco a la europea. ¿No nació la Comunidad precisamente para superar defectos constitucionales de los Estados? ¿No está arriesgándose esto tan precioso con la tendencia en curso desde Maastricht a concebir y desarrollar Europa como una suerte de Superestado? La supranacionalidad europea, insiste Weiler, tiene que limitarse a ser exactamente eso y no más, no una nacionalidad ni tampoco una ciudadanía en detrimento inevitable de otras tanto interiores como exteriores. Con todo, su posición definitivamente no resulta ni escéptica ni nostálgica. No aboga por un retorno a ideales originarios ni mucho menos, sino por la recuperación de una conciencia que no le parece asumida por las diversas ramas institucionales de Europa, incluso ahora también por la judicial, según explica. Para detalles, ahí está el libro con sus recomendaciones de otras lecturas.

Para defender su imagen compuesta de Europa, Weiler recurre al comunitarismo, la literatura que valora unas libertades colectivas junto a las individuales o incluso por encima. Esto le parece procedente para el caso de un complejo como el europeo formado por piezas de un constitucionalismo en principio suficiente, el de cada Estado. La suficiencia más bien se presume comenzando por el extremo de la identidad del sujeto de derecho colectivo, hablando entonces de libertad nacional. En Europa, Comunidad de comunidades, la entidad realmente comunitaria es para Weiler el Estado y así también la Nación sin mayor problema. En la línea comunitarista, no deja de abordar la nacionalidad como pertenencia cultural y categoría distinta de la ciudadanía como sujeto constituyente. También entiende que entre ellas y otras identidades de nuevo tipo, como la europea, la supranacionalidad, puede perfectamente darse una compatibilidad beneficiosa para la conjugación de libertades. Y ofrece incluso fórmulas constitucionales más o menos ocurrentes para el logro.

Weiler, además, ofrece un análisis incisivo de los límites constitucionales del federalismo convencional que puede ser neurálgicamente importante para la Constitución de Europa. Este federalismo no toma en cuenta a los Estados internos en cuanto comunidades constituyentes a efectos como el del ejercicio de relaciones internacionales y otros que se entienden por soberanos, propios de la Federación y debieran ser entonces federales, compartidos. Es asunto que no deja de confrontarse a algún caso europeo, como el de Alemania y el de la Unión misma, pero sin permitir que alcance a la problemática constitutiva interior de los Estados. Aquí, en esta articulación de los miembros de la criatura, podemos tener problemas. Ahí radica, a mi juicio, el límite del planteamiento de Weiler o al menos de su aplicación, pues resulta realmente todo ello un afinamiento sin efecto práctico para Europa salvo en lo que aprovecha a los Estados como titulares de nacionalidad y en lo que interesa a los individuos como sujetos de libertad.

No es poco, sobre todo lo último, o es ciertamente muchísimo, pero quedan cosas, todas las que existen entre Estado e individuo. Pueblos en plural son para Weiler a efectos prácticos, en esta hora de la verdad, los Estados como Naciones; el patrimonio a cuidar y defender frente a la litedefeo. Es ecuación que aplica a Europa entendiéndola de valor más general pues la extiende, pese al propio acuse de deficiencias estatales y federales, a casos como el de los Estados Unidos de América. Puede haber así problemas no poco decisivos para la misma Constitución de Europa donde ni siquiera Dinamarca es un pueblo pues ahí está, americana y autónoma, Groenlandia. Weiler no incide especialmente en ellos, pero su exposición no deja de ofrecer pistas y criterios para abordar estos problemas sanamente.

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