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Caos en el Millbank. Visita a la Tate

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La nueva Tate Modern exhibe la colección de siempre de la Tate, pero se han realizado importantes cambios en la forma de presentarla. Por una parte la colección ha sido dividida en dos edificios, en el de el Millbank, la sede tradicional, se expone el arte británico, y en el edificio de la antigua Bankside Power Station, innovadoramente reformado por los arquitectos suizos Herzog y De Meuron, el arte internacional desde 1900 a nuestros días. Por otra parte, y esto es lo que David Sylvester analiza críticamente en este artículo –escrito tras la reapertura de la sede del Millbank–, la colección se presenta con un criterio nuevo y tan sorprendente como el de las recientes exposiciones del MOMA: en lugar de seguir un orden cronológico, por escuelas o por estilos, los comisarios la han organizado en grupos temáticos.

La yuxtaposión inesperada ha sido uno de los grandes recursos artísticos del siglo XX . Lo fue en el collage o en aquellos pasajes de La tierra baldía, donde cada verso era una cita de una fuente distinta y lo es todavía en la edición de cualquier anuncio televisivo. Lo es también en el coleccionismo y en la organización de exposiciones, donde los que juegan con las artes reúnen artefactos de diversas épocas y lugares, provocando encuentros que primero aspiran a sorprender y luego terminan por parecer inevitables.

Para celebrar el renacimiento de la Tate del Millbank como una colección de arte exclusivamente británica, el equipo de comisarios la ha reorganizado con el fin de crear nuevas combinaciones que nos hagan replantearnos cada una de las piezas. En el Millbank ya se cuidaba el arte de exponer, desde la misma llegada de Nick Serota . No obstante, la evidente atención y el cuidado con que hasta ahora se colgaban los cuadros y se emplazaban las esculturas no pretendía crear yuxtaposiciones provocativas sino, más bien, favorecer la apariencia de las obras. La nueva instalación, en cambio, no está pensada para favorecer a las piezas; es argumentativa.

De vez en cuando, su argumento resulta revelador, como cuando se coloca In the Hold (c. 1913-1914) de David Bomberg junto a Children's Swimming Pool, Autumn Afternoon (1971) de Leon Kossoff. Ambas son composiciones cargadas, con un espacio atestado por una masa de figuras vigorosas. Pero la obra de Bomberg es bastante abstracta, lineal de dibujo neto, con una superficie tersa y colores muy contrastados dentro de una retícula enfática. En cambio, la pieza de Kossoff es claramente figurativa, pictórica y de dibujo más suelto, con una superficie rugosa y tonos atenuados, sin una base geométrica sino sólo algún asomo de plantilla aquí y allá. Estilísticamente son extremos opuestos. Sin embargo, parece existir alguna similitud en el modo en el que intentan salvar la dificultad de hacer una composición viable a partir de una escena saturada, tal vez por el modo en que compaginan superficies planas y profundidad. Entonces recordamos que Kossoff fue uno de los fieles alumnos de Bomberg y que su estilo en esta pieza no es muy diferente del estilo de Bomberg en el momento en que éste enseñaba. Viendo estos dos cuadros juntos apreciamos una continuidad entre los estilos temprano y tardío de Bomberg y nos damos cuenta de cuánto se aproximó Kossoff a la esencia de Bomberg. Esta yuxtaposición tiene por tanto considerable valor pedagógico. Y ya sabemos que hoy los museos dan por supuesto que deben concentrarse en convencernos de que entendemos el arte más que en ayudarnos a responder a él visceralmente. Por otra parte, si lo que aún queremos del arte es que nos deleite y entusiasme, que sea una fiesta para los ojos, poner estas dos piezas juntas es como servir en un mismo plato asado de ternera y lenguado a la plancha.

Esta es una de las yuxtaposiciones que se encuentran en las salas más eclécticas dedicadas a un tema –como lo están la mayoría de ellas–; el tema, en este caso, es «La vida urbana». Un ejemplo visualmente más apetitoso aparece en una de las pequeñas salas monográficas, la sala octogonal dedicada a Gainsborough. En mi primera visita a la nueva instalación aprecié esta sala porque su homogeneidad proporcionaba un respiro frente a la agresiva heterogeneidad de las salas antológicas. En mi segunda visita me percaté de repente de que no era en absoluto monográfica. Las obras de Gainsborough ocupan todas las paredes pero en el suelo hay un mosaico de Boris Anrep acabado en 1923. Y esta encantadora pieza de época, aunque está en el suelo, no es fácil de obviar. Recuerdo demasiado bien que en otro tiempo se exponían en esta sala obras de Mondrian, que eran magníficas, excepto cuando su ritmo se veía interrumpido por la visión periférica del mosaico. Sin embargo, el mosaico funciona perfectamente con las piezas de Gainsborough, creando una perfecta mezcla de contraste y semejanza. Encontrar semejanza ahí resulta sorprendente, pero las armonías son notablemente similares, con sus tonos rosas y ocres y grises y beiges y marrones. Hay incluso curvas similares en los contornos de las figuras. Lo que me pregunto es si ésta era la yuxtaposición más inteligente ideada por los comisarios o si ocurrió mientras éstos no miraban.

La verdadera pregunta es ¿acaso han mirado en algún momento? Waldemar Januszczak dice de los comisarios en el Sunday Times Magazine:

«Tate Britain ha decidido que el arte británico no tiene una historia que merezca la pena contar. Que el arte británico necesita animarse. Y que colgar una cosa junto a cualquier otra cosa es válido, siempre y cuando rimen. Algo así.

Irrisoriamente, este ejercicio de arrogancia y capricho disfrazado de una nueva política nacional de exposiciones ha desembocado en una Tate dividida en "temas"… La tentación de recurrir a ellos es inmensa, porque los temas son fáciles. No necesitas construir una narración. No necesitas sostener un argumento. No tienes ni que seguir tu propio tema, porque el supremo encanto de los temas consiste en que son excelentemente indefinidos. Los temas son una manera de no decir nada preciso sobre nada.»

Se dirá que Januszczak (que continúa su diatriba con un análisis devastador sobre la colocación de Derby Day de Frith, colgada entre The Crowd de Wyndham Lewis y Red Morning Troubles de Gilber y George), tiene fama de provocador y que a veces parece atacar simplemente por el placer de hacerlo. Sin embargo, no he encontrado una sola persona que, al hablar de esta exposición, no se opusiese con menos violencia que Januszczak: con disgusto, perplejidad, enfado, ansiedad, horror. Una mañana temprano recibí una inesperada llamada de teléfono de un antiguo miembro del patronato de la Tate, un artista de caracter habitualmente estoico y flemático, que necesitaba desahogarse de la nauseabunda sensación de «vergüenza» que la visita a la exposición le había dejado. Es cierto que, como otras personas a quienes he oído hablar así, este amigo dedica la mayor parte de su tiempo a hacer arte, a estudiarlo o trabajar con él, y puede suceder que al equipo de comisarios de la Tate del Millbank no le importen nada las reacciones de tales personas ya que ellos se dirigen a escolares y turistas. Si no tienen esta excusa, deberían abandonar esta exposición (que se pretende que dure un año o más) y volver a colocar todo inmediatamente de la manera tradicional, de modo que a aquellos a quienes les interesa seriamente el arte británico puedan disfrutar de la mejor colección del mundo. Un ejemplo de lo que algunos de estos comisarios pueden hacer cuando se lo proponen se encuentra en la Clore Gallery, en una bella sala repleta de obras de Constable que incluye el boceto en tamaño real de The Haywain, prestado por el Victoria & Albert Museum.

Esta debacle suscita una pregunta crucial. ¿Es resultado de las limitaciones de los comisarios o bien de una política impracticable? Hay una sala donde esta política parece viable; su tema es la «Guerra», los artistas van desde Copley hasta Rosoman y ofrece una yuxtaposición realmente estimulante y reveladora del relieve No Man's Land (1919-1920) de Jagger y Totes Meer (1940-1941) de Paul Nash. Quizá sea porque el tema, por una vez, es concreto. El problema se aclarará mucho más ahora que la Tate Modern en el Bankside ha abierto sus puertas y pronto veremos lo que los comisarios han sido capaces de hacer allí con esta política.

Para que una muestra temática sea visualmente inteligible y conceptualmente interesante tiene que incluir ciertos elementos análogos a los «temas» en una pieza musical (fuga, sonata, ópera wagneriana), motivos cuya recurrencia dé forma al conjunto. En las artes visuales puede tratarse de un cierto color o una textura, o de una configuración abstracta (como un círculo o un capitel jónico), o de una imagen especialmente reveladora e insoslayable, como la crucifixión o la natividad o Leda y el cisne o Europa y el toro. Una instalación temática puede funcionar, entonces, si los temas presentan imágenes realmente claras. Suponiendo, desde luego, que sus formas o colores no choquen físicamente, como chocarían, por ejemplo, una crucifixión de Grünewald y una pintada por Rafael hacia la misma época. Un conferenciante o un escritor puede yuxtaponerlas con éxito en una página o en una pantalla, pero colocar los dos objetos juntos sería como interpretar en un concierto el Réquiem de Verdi y a continuación el de Brahms. Si una incompatibilidad tan extrema puede darse entre contemporáneos, cuánto más notoria resultará entre artistas de distintos siglos, como en la Tate del Millbank, aun cuando la geografía los una.

La nueva moda de colgar las exposiciones temáticamente procede de dos tendencias en el pensamiento de los historiadores del arte, y ambas enemigas de la modernidad. La modernidad creía en la idea de evolución en el arte. El famoso esquema histórico ideado por Alfred Barr en los años treinta, con el árbol genealógico del arte abstracto, un esquema que guió la presentación del arte moderno en los museos durante más de cincuenta años, terminó por resultar banal, por ser demasiado partidario de la idea evolucionista. Y así, los historiadores del arte comenzaron a buscar nuevos modos de exponer las obras. Por ejemplo, un comisario americano conservó las consideraciones cronológicas del esquema de Barr pero rechazó las geográficas: colocó todas las obras en las colecciones modernas en exacto orden cronológico, pasando por alto el hecho de que el año 1912, por ejemplo, suponía contextos diferentes en París, Múnich y Moscú. En lo que respecta al culto por lo temático, ha nacido de la segunda y más importante revisión de las reglas de la modernidad: la creencia de que los temas han vuelto a ser un asunto respetable para el discurso sobre el arte.

El criterio fundamental de la modernidad era que una obra de arte debía afirmar su existencia como objeto y que la temática era secundaria para su verdadero propósito. Su eslogan esencial era la afirmación de Maurice Denis de que un cuadro, antes de ser una representación de algo, era una superficie plana cubierta con colores ordenados de cierta manera. Era lo mismo que Baudelaire había dicho cincuenta años antes al proclamar que un buen cuadro tenía sentido aun cuando uno estuviera demasiado lejos para identificar su tema. El propio Baudelaire afirmaría también que un lienzo de su ídolo Delacroix, visto desde una distancia demasiado grande para juzgar tanto su elegancia formal como las cualidades dramáticas de su tema, ya nos transmitía una energía sobrenatural, haciéndonos sentir una atmósfera mágica que nos envolvía y que, cuando nos acercáramos lo suficiente para analizar el tema, nada se perdería o añadiría a esa sensación inicial.

Esta idea de que lo que realmente importaba en arte era la realidad concreta, la materialidad de la obra, alcanzó su punto culminante en el arte minimalista de los años cincuenta y sesenta. En aquel punto, los teóricos del arte comenzaron a quejarse de que la temática había recibido menos atención de la que se merecía. Así que hoy en día se reúnen ciertas obras no porque tengan un estilo común, una fecha o lugar común, sino porque todas ellas representan a gente tomando el té o tumbados desnudos o caminando por las calles de la ciudad.

Es sano, evidentemente, que los modos de exposición cambien de acuerdo con nuestros modos de pensar acerca del arte. El problema al rechazar la perspectiva que santifica la materialidad es que, cuando se trata de mostrar arte, la materialidad no desaparece. Aprendí esta lección cuando fui comisario de una exposición retrospectiva de Magritte en la Tate en 1969. Apenas había seleccionado las obras, me puse a decidir el orden de las ilustraciones en el catálogo. Mi práctica habitual, como la de la mayoría de la gente, consistía en ubicarlas más o menos cronológicamente, abandonando la estricta secuencia temporal cuando había alguna razón para yuxtaponer dos obras relacionadas aunque no fueran exactamente de la misma época. El último catálogo en el que había trabajado, el de una retrospectiva de Henry Moore en la Tate el año anterior, había sido diferente. Tanto en el texto como en las ilustraciones había dividido la obra por temas, aunque no temas literarios sino formales («La figura reclinable», «Forma cuadrada», «Agujeros y huecos» y similares), lo que quiere decir que no estaban totalmente divorciados de la cronología. Pero Magritte no era un artista preocupado fundamentalmente por la forma y el color; su ambición era crear imágenes sobresalientes. Así que decidí ignorar la cronología por completo y con la ayuda del diseñador producir una secuencia de imágenes en la que cada una conducía a la siguiente de un modo que nos parecía interesante: la secuencia estaba dirigida a contar una especie de historia. Me quedé satisfecho con el resultado y decidí intentar y repetir más o menos esa secuencia en la disposición de las obras mismas. Había preparado imprudentemente el terreno para esto haciendo que el arquitecto de la exposición construyera una serie de salas adecuadas para mostrar muy pocas obras: desde una sola hasta un máximo de cinco. Había hecho esto porque creía que las pinturas de Magritte eran como iconos, cada una de las cuales merecía una pequeña pared. Obviamente, esas pequeñas salas serían idealmente apropiadas para una exposición temática: la atmósfera en cada una sería intensa. Así que comencé a seguir la secuencia del catálogo, comenzando por una sala compartida por tres obras, dos de 1928 y una de 1966. El resultado fue espantoso. Cuando se habían reproducido las tres juntas, todas prácticamente del mismo tamaño y en la lustrosa superficie de la página impresa, quedaban muy bien. Cuando se colgaron los originales juntos, los colores y texturas de las pinturas de 1928 venían de un mundo distinto al de la obra de 1966. Los originales no eran reproducciones: eran objetos. Incluso en un artista como Magritte. Abandoné la idea y colgué la exposición más o menos cronológicamente.

Está muy bien que los comisarios pretendan olvidar la cronología. Sin embargo, ésta no es una herramienta de interpretación histórico-artística que pueda usarse unas veces y desecharse otras. Es una realidad objetiva, inscrita en el tejido de la obra. Y en la conciencia del artista. Un artista puede pintar un desnudo por la mañana y una merienda por la tarde; lo que no le abandona en ningún momento es la conciencia de su lugar en la historia.

¿Y qué ocupa las mentes de los comisarios? Sus derechos territoriales, según parece. Escriben un mini-ensayo en una prosa indiferente y lo hacen imprimir, con su nombre, en una tarjeta blanca tan grande como la pintura que está colocada a su lado. Es su texto el que domina la visión; y el cuadro, aunque sea una obra maestra, se pierde de vista.

© The London Review of Books.

www.lrb.co.uk

Traducción de Alberto López Cuenca

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Ficha técnica

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