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La soledad del papa Francisco

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La popularidad del papa Francisco ha decrecido desde su elección el 13 de marzo de 2013. Sus gestos de apertura ilusionaron a millones de cristianos nostálgicos del espíritu renovador del Concilio Vaticano II, concitando al mismo tiempo la simpatía de quienes contemplaban con indiferencia –o incluso aversión– a la Iglesia católica. Los escándalos de pederastia acontecidos años atrás (en muchos casos, hay que hablar de décadas) han dañado la imagen del pontífice, pese a que desde el principio adoptó una política de «tolerancia cero» con los abusos sexuales, continuando la línea marcada por su predecesor, Benedicto XVI. Su relación con la dictadura argentina también ha suscitado polémicas. Se rumoreó que Jorge Mario Bergoglio, por entonces provincial de los jesuitas, había delatado a los sacerdotes Franz Jalics, de origen húngaro, y Orlando Yorio, que realizaban un intenso trabajo pastoral en las «villas miseria». Secuestrados, torturados y mantenidos en cautividad durante cinco meses, Jalics desmentiría años después las versiones que inculpaban a Bergoglio. En una investigación posterior, los tribunales absolvieron de toda responsabilidad al que ya era arzobispo de Buenos Aires y presidente de la Conferencia Episcopal de Argentina. Quedó claro, además, que se había entrevistado con Emilio Massera para abogar por los jesuitas desaparecidos, sin lograr otra cosa que displicencia y evasivas. Nadie se ha atrevido a sostener que fue «cómplice de la dictadura» y se han recogido muchos testimonios de personas a quienes amparó, protegió o avisó del peligro que corrían.

Paradójicamente, la oposición más crispada contra Bergoglio, el primer papa jesuita y latinoamericano, no procede de los sectores anticlericales, sino de los grupos más conservadores de la propia Iglesia católica. Francisco dio sus primeros pasos como pontífice invitando a salir a las «periferias geográficas y existenciales». Impregnado del carisma del padre Arrupe, gran reformador de la Compañía de Jesús, asumió la principal enseñanza de la «teología de la liberación»: la «opción preferencial por los pobres». Bergoglio desempeñó un papel esencial en la Conferencia de Aparecida (30 de mayo de 2007), donde participó como redactor para alumbrar un documento a la altura de los tiempos. Una de las conclusiones de Aparecida fue renovar la acción de la Iglesia a la luz de las palabras de Jesús, el Buen Pastor: «Yo he venido para que las ovejas tengan vida y la tengan en abundancia». Ya en su papel de pontífice, Bergoglio afirmó que los sacerdotes debían «oler a oveja», como buenos pastores que cuidan de su rebaño. No desde lejos, sino desde muy cerca, compartiendo sus alegrías e infortunios. Al canonizar a Óscar Romero, arzobispo de San Salvador y mártir de los derechos humanos, lanzó un mensaje inequívoco sobre el modelo de sacerdote que deseaba promover de cara al siglo xxi. Su decisión de vivir en la Casa de Santa Marta en vez de en el Palacio Apostólico Vaticano corrobora su filosofía de promover un espíritu humilde, austero y sencillo.

Su intención de renovar la Curia, incrementando su transparencia, su carácter de servicio y su dimensión universal, ha causado cierto malestar, pero su concepción del bautismo, la eucaristía y la confesión ha chocado aún más con la rigidez de los tradicionalistas. Francisco se ha mostrado especialmente sensible con las familias heridas. El papel de la Iglesia es acoger, acompañar, consolar, oponiéndose a la «cultura del descarte». Hay que eliminar los obstáculos para que las madres solteras o las parejas sin casar puedan bautizar a sus hijos. Los divorciados no deben ser excluidos de la eucaristía, «un alimento espiritual y no un título honorífico». No se deben poner límites al perdón. Hay que dialogar con el resto de las religiones y hay que tender puentes con los no creyentes. No hay que leer literalmente la Biblia. El pueblo cristiano es el pueblo de la Palabra, del Logos, no del Libro. La teoría del big bang o el evolucionismo son perfectamente compatibles con la fe. Hay un dinamismo interno en la materia, un principio vital y creativo que la ciencia aún no ha podido explicar. Francisco no ha rectificado la posición de la iglesia sobre el aborto, la eutanasia o la homosexualidad, pero ha autorizado que los sacerdotes absuelvan sine die a los implicados en un aborto, destacando que la mujer es una víctima más en ese fracaso humano y social. En público, se ha preguntado a sí mismo quién es para condenar a los homosexuales y ha abrazado a una persona transexual. Ha condenado la discriminación de la mujer y ha afirmado que la iglesia «necesita el genio femenino» en los lugares donde se toman decisiones importantes.

Francisco ha reiterado las condenas de la Iglesia católica contra la guerra, afirmando que ningún conflicto armado merece ser llamado justo, pues siempre hay víctimas inocentes. Ha declarado que la pena de muerte es inaceptable en todos los casos, retirando del catecismo las justificaciones que se habían utilizado en el pasado. En el discurso pronunciado con ocasión de la entrega del Premio Carlomagno en 2016, ha manifestado: «Sueño con una Europa donde ser inmigrante no sea un delito, sino una invitación a un mayor compromiso con la dignidad de todo ser humano». Francisco ha repetido varias veces que Europa es la cuna del humanismo y que su tradición más genuina consiste en poner al hombre y a la mujer en el centro de sus políticas. En sus conversaciones con el sociólogo francés Dominique Wolton, ha asegurado que «la verdadera riqueza son los débiles. Los pequeños, los pobres, los enfermos, los que están abajo del todo, moralmente debilitados» (Política y sociedad. Conversaciones con Dominique Wolton). La civilización no puede renunciar a «un mínimo absoluto». Todos los seres humanos deben tener «techo, trabajo y tierra». Una economía libre debe ser una economía social, pues el dinero está al servicio del hombre y no al revés.

Para Francisco, «la misericordia es un viaje del corazón a las manos». Hay que abrazar, tocar, sentir la cercanía del otro. Lo cristiano es la apertura hacia la diversidad. Nadie debe renunciar a su lengua y costumbres, pero deben evitarse los particularismos excluyentes. Francisco ha dedicado una encíclica a la naturaleza, nuestra casa común. En Laudato si’, reclama el respeto hacia el medio ambiente, sin olvidar la centralidad de lo humano. Que los laicos quieran más a este papa que muchos católicos no es una mala señal, pues revela su disposición a dialogar, escuchar, acompañar, discernir e integrar. Frente a los pecados de la carne, livianos desde su punto de vista, ha denunciado los pecados del espíritu, como el odio, la insolidaridad, la vanidad o la codicia. En su discurso en las Jornadas Mundiales de la Juventud en 2016, afirmó: «Un corazón misericordioso sabe ser refugio para los que nunca tuvieron casa o la han perdido, sabe construir hogar y familia para aquellos que han tenido que emigrar, sabe de ternura y compasión». Las fronteras no deben convertirse en muros.

La soledad del papa Francisco es muy real, pues lo repudian por igual el laicismo agresivo y el tradicionalismo intransigente. Sin embargo, su mensaje se escucha y sigue invitando a pensar en el otro, en el que carece de «techo, trabajo y tierra». Sus palabras no están teñidas de un moralismo lúgubre, sino de alegría y anhelo de fraternidad. Francisco ha elogiado muchas veces la figura del poliedro: «El poliedro refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan la originalidad. Nada se disuelve, nada se destruye, nada domina nada, todo se integra». No es una mala metáfora, pero yo lo identifico más bien con el buen samaritano que lava, cuida y conforta a su prójimo. Pienso que ambas imágenes se funden en las obras de Marko Ivan Rupnik, jesuita de origen esloveno, artista, teólogo y escritor, cuyos mosaicos –a medio camino entre la tradición iconográfica de las Iglesias de Oriente y Occidente, y las innovaciones formales de Gustav Klimt– representan a Cristo como un médico que socorre indistintamente al cuerpo y el alma, evidenciando que su mirada abarca todas las dimensiones del ser humano. Las reformas de Francisco han vuelto a encender la fe de muchas personas. La fe no es un lastre, ni un fetiche irracional, sino lo que hace posible «hallar un sentido a la vida incluso allí donde tiene que capitular la razón pura, en vista del sufrimiento absurdo, de la miseria inconmensurable, de la culpa imperdonable» (Hans Küng, Credo).

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