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La sociedad menguante (I)

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Tiene dicho Harald Martenstein, rey de los late shows alemanes, que la crítica al capitalismo es el nuevo yoga. Y es que desde que se desencadenara la crisis económica, hace ya unos siete años, nos ejercitamos en esta nueva práctica sin descanso, por lo general más de palabra que de obra. Últimamente, la irrupción de la desigualdad en la agenda pública parece haber confirmado la pertinencia de preguntarnos si esto del capitalismo es o no una buena idea. Ningún ciudadano de bien saldrá a defenderlo públicamente, como corresponde a un sistema económico cuya legitimidad reside en gran medida en su eficacia: algo que, si bien se mira, pasa con todos los demás. Pero es que los programas de los partidos anticapitalistas son a menudo vistos con benevolencia, como si se discrepara en los medios pero se coincidiera en los fines. De ahí la búsqueda de alternativas, entre las cuales destaca la propuesta decrecentista. Hace unas semanas, el mismísimo Julio Anguita, coordinador general de Izquierda Unida en sus good old times, defendía esta alternativa en nombre del humanismo, lamentando que la austeridad no sea bandera de la izquierda y apuntando hacia los límites ecológicos como razón mayor de su idoneidad. Es razonable esperar que las negociaciones sobre las políticas de mitigación del cambio climático, en marcha desde hace meses, den aún más actualidad al debate sobre el crecimiento. Aunque, en realidad, ya hemos estado aquí.

La necesidad de reorganizar globalmente el capitalismo, por la vía de disminuir tanto el crecimiento como el consumo con el fin de evitar el colapso ecológico, floreció en la década de los setenta del siglo pasado. Y lo hizo, en gran medida, porque los pensadores ecologistas habían puesto sobre la mesa la crítica de un industrialismo que encontraban por igual en el modelo capitalista occidental y en el soviético oriental: bastó la crisis del petróleo para que sus tesis ganasen visibilidad pública. Abundaron así las profecías apocalípticas que urgían al cambio radical, necesario si quería evitarse un destino sombrío que encontraba además su representación en el cine de la época, impulsado desde otro flanco por el espectro de la conflagración nuclear. Recordemos que el malthusiano Paul Ehrlich anunciaba en 1965 que una hambruna global se produciría sin duda alguna diez años después; que Edward Goldsmith y compañía sostenían en 1972 que la Tierra no aguantaría la presión ejercida por el sistema social más allá del final del siglo XX; que, ese mismo año, el resonante informe al Club de Roma titulado Los límites al crecimiento advertía que las sociedades humanas corrían un grave riesgo de extinciónRespectivamente, Paul Ehrlich, The Population Bomb, Nueva York, Sierra Club, 1969; Edward Goldsmith, Blueprint for Survival, Nueva York, New American Library, 1974; Dennis Meadows, Donella Meadows, William Behrens III y Jorgen Randers, The Limits to Growth. A report for the Club of Rome’s Project on the Predicament of Mankind, Nueva York, Universe Books, 1972.. ¡No había escapatoria! Aunque no sucedió nada de esto, esta literatura del desastre no desapareció con el fracaso de sus predicciones, sino que permaneció latente esperando una nueva oportunidad. Y ésta llegó de la mano del poderoso combo formado por el cambio climático y la crisis financiera.

Difícilmente podrá acusarse a un decrecentista de hacer uso del understatement como rasgo de estilo. Se ha sugerido así que navegamos «aguas inexploradas», al ser el cambio climático un problema inmanejable y refractario a cualquier solución tecnológica, cuya consecuencia más probable es la proliferación de «guerras climáticas» sin cuartel en un escenario neohobbesianoRespectivamente, Constance Lever-Tracy y Barrie Pittock, «Climate change and society: an introduction», en Constance Lever-Tracy (ed.), Routledge Handbook of Climate Change and Society, Londres, Routledge, 2010; Andrew Dessler y Edward Parson, The Science and Politics of Global Climate Change. A Guide to the Debate, Cambridge, Cambridge University Press, 2006; Harald Welzer, Klimakriege. Wofür im 21. Jahrhundert getötet wird, Fráncfort, Fischer, 2008.. De manera algo oportunista, se establece igualmente la debida conexión entre las crisis ecológica y financiera. El célebre periodista Thomas Friedman ha apuntado que una misma causa sirve para explicar la desestabilización de la naturaleza y el mercado, mientras que Tim Jackson –economista destacado dentro de la nueva ola decrecentista–, ha escrito que «nuestras deudas ecológicas son tan insostenibles como nuestras deudas financieras»Thomas Friedman, Hot, Flat, and Crowded. Why the World Needs a Green Revolution – and How We Can Renew Our Global Future, Londres, Penguin, 2009; Tim Jackson, Prosperity Without Growth. Economics for a Finite Planet, Londres, Earthscan, 2009.. Para muchos, la solución no sería otra que la completa reorganización de la vida social, en la dirección de una economía estacionaria: una ralentización del capitalismo capaz de alumbrar una sociedad diferente. Naturalmente, esta economía estacionaria, anticipada por John Stuart Mill, fue propuesta abiertamente por Herman Daly en la década de los setenta, basándose a su vez en las propuestas de su maestro Nicholas Georgescu-Roegen, Kenneth Boulding o E. F. Schumacher (quien popularizara el lema «menos es más», susceptible también una lectura invertida igualmente eficaz: más es menos).

Sin embargo, el rechazo del crecimiento económico no se asienta únicamente en la preocupación por la sostenibilidad ecológica. Más ampliamente, aquél es juzgado y condenado sin paliativos por sus apasionados críticos. Tal como sugiriera Richard Douthwaite durante la crisis de comienzos de los noventa (sin duda, las crisis de crecimiento son momentos propicios para el crecimiento de la literatura contraria al crecimiento), éste no ha mejorado nuestra calidad de vida, o lo ha hecho sólo de forma marginalRichard Douthwaite, The Growth Illusion. How Economic Growth Has Enriched the Few, Impoverished the Many, and Endangered the Planet, Tulsa, Council Oak Books, 1993.. Y de ahí la conclusión natural de que el crecimiento es un mito. Para Tim Jackson, de hecho, es una «verdad» cuasitrascendental, naturalizada, que constituye el mito fundamental al que se aferran las sociedades contemporáneas. Algo parecido plantea el teórico ecologista John Barry, para quien la economía neoclásica es una forma antipluralista de poder, un foucaultiano «régimen de verdad» que despolitiza la economía convirtiendo el mercado en algo «natural». Esa misma economía clásica sería, empleando la fórmula de John Quiggin (que en puridad es de Ulrich Beck), una «economía zombi»John Barry, The Politics of Actually Existing Unsustainability, Oxford, Oxford University Press, 2012; John Quiggin, Zombie Economics. How Dead Ideas Still Walk Among Us, Princeton, Princeton University Press, 2010..

Más aún, Barry y Jackson coinciden en señalar que la crítica al crecimiento parece propia de lunáticos o revolucionarios, tal es la fuerza con la que su mito está arraigado en la mentalidad colectiva. Barry llega a afirmar que

así como el Estado soviético se dedicaba a aprisionar a los disidentes en instituciones de salud mental y etiquetaba a los críticos del «paraíso soviético» como lunáticos, aquellos –como los ecologistas– que han criticado desde antiguo el crecimiento económico se han visto marginados, ridiculizados, y han sido vistos como «irracionales» y marcados como «disidentes».

Por supuesto, esto es una exageración. El libro de Jackson fue reseñado en todos los grandes medios internacionales, saludado por Le Monde como la más sobresaliente pieza de literatura económica de los últimos años y juzgado por Jeremy Legger en The Guardian como el libro más importante que pueda leer quien busque una visión de conjunto sobre el mundo: si eso es una marginación, ¡cómo será el éxito! No obstante, la hipérbole expresa la dificultad que encuentran los defensores del decrecimiento para hacerse oír dentro del mainstream académico; o, más bien, cómo perciben su propia posición en una conversación pública donde detener el crecimiento rara vez es considerado un objetivo deseable o posible. Para muchos ecologistas y anticapitalistas, sin embargo, es la única salida para la encrucijada que –dicen– afrontamos. En pocas palabras: si el crecimiento es el problema, no crezcamos.

Pero, para empezar, ¿cómo convencer a los demás? En este punto, es sintomático que el decrecentismo adolezca de un problema similar al que ha afectado tradicionalmente al ecologismo en su relación con el gran público. Tal como apuntara Andrew Dobson, el ecologista público no puede utilizar los mismos argumentos que el ecologista privadoAndrew Dobson, Green Political Thought, Oxford, Oxford University Press, 1990.: lo que cuenta como razón válida dentro de la tribu moral propia puede no ser una razón generalizable fuera de ella. Por eso, el ecologismo ha solido subrayar las consecuencias que la insostenibilidad puede implicar para los seres humanos más que las que atañen al resto del mundo natural. El argumento de la supervivencia humana es también el empleado con mayor frecuencia en relación con el cambio climático. Ahora bien, la estrategia tiene sus riesgos, porque, ¿y si esos horrores por venir no vienen nunca? ¿Y si el crecimiento continúa y las consecuencias más severas del cambio climático no se materializan? En otras palabras, ¿qué quedaría del argumento decrecentista si desaparecen las razones técnicas para abjurar del capitalismo? Mike Berners-Lee y Duncan Clark han reconocido que el cambio climático no remite exactamente a una escasez de recursos, sino que plantea la pregunta de si el crecimiento es compatible con un empleo menos intensivo o diferente de aquellos: una pregunta cuya respuesta, aclaran, es imposible avanzar por adelantadoMike Berners-Lee y Duncan Clark, The Burning Question. We Can’t Burn Half the World’s Oil, Coal and Gas. So How Do We Quit? Londres, Profile Books, 2013.. El propio Tim Jackson concede que no puede descartarse un descubrimiento tecnológico que acabe de un plumazo con el problema de los recursos «sucios».

Quiere decirse que los defensores del decrecentismo deben esforzarse por hacer la economía estacionaria atractiva por razones distintas que vayan más allá de la supervivencia. Si el crecimiento puede continuar indefinidamente, podrá entonces replicarse que no debe hacerlo. Aunque sea posible, hágase indeseable. Y es aquí donde entra en juego la redefinición de conceptos como prosperidad, suficiencia o abundancia. Dice Richard Heinberg:

Tenemos que descubrir cómo la vida en una economía estacionaria puede ser satisfactoria, interesante, y segura […]. En lugar de más, debemos luchar por lo mejorRichard Heinberg, The End of Growth. Adapting to Our New Economic Reality, Gabriola Island, New Society Publishers, 2011..

Thomas Princen, por su parte, sugiere que los «sumideros de esperanza» que movilizan el alarmismo y llaman al sacrificio personal han de ser reemplazados por «fuentes de esperanza» que conecten decrecentismo y sostenibilidad con objetivos más atractivos para el ciudadano de a pieThomas Princen, The Logic of Sufficiency, Cambridge, The MIT Press, 2005.. Para Barry, esto implica una superación del consumismo que no implique el abrazo de la escasez, sino formas nuevas de abundancia: más tiempo libre, un papel renovado para la creatividad individual, formas más satisfactorias de concebir el trabajo. A su juicio, una suficiencia razonable, ligada a intereses e identidades no adquisitivas y orientadas al florecimiento humano, serían los rasgos distintivos de una sociedad posconsumista. Jackson coincide con él cuando redefine la prosperidad como la capacidad universal para el florecimiento personal, siempre dentro de los límites de un planeta finito y en el marco de una elevada cohesión social.

Para ello, es necesario dar a la organización social un fuerte acento comunitario. Algo que vendría justificado por el hecho de que –al menos así se arguye– los seres humanos se muestran más felices cuando persiguen fines intrínsecos y se sienten vinculados a sus familias y comunidades. En lugar de una ampliación del cuerpo social (tendencia reforzada por la globalización y las nuevas tecnologías de la información), los decrecentistas defienden algún tipo de reducción de la escala social. De paso, esa escala reducida facilitaría la puesta en práctica de formas más directas de democracia y una relación más sostenible con el medio ambiente. Frente a la sociedad anónima y deshumanizada, cuyo epítome sería la gran ciudad global, el regreso a la comunidad autogestionada dotada de una identidad reconocible. Huelga decir que el acento comunitario y descentralizado es característico de las corrientes de pensamiento político de las que se alimenta el decrecentismo, empezando por el anarquismo y el socialismo, y terminando con el ecologismo. Es la utopía postindustrial invocada por Boris Frankel en su pequeño clásico de 1987Boris Frankel, The Post Industrial Utopians, Cambridge, Polity Press, 1987..

Nada de esto, sin embargo, nos aclara qué aspecto tendría exactamente una sociedad decrecentista. Para Barry, hay que evitar deslizarse hacia el utopismo voluntarista, razón por la cual él mismo se propone avanzar hacia un «utopismo concreto» ligado a valores, teorías, instituciones y prácticas definidas. Por desgracia, no acaba de conseguirlo. Al modo de uno de esos dibujos infantiles que van revelándose a la mirada cuando rascamos la capa de tinta negra que lo recubre, los contornos de la sociedad decrecentista nunca acaban de aclararse. Tomemos, por ejemplo, su interesante observación sobre la diferencia entre valores y prácticas. Si distinguimos entre los valores generales y sus prácticas actuales –dice–, podemos anticipar futuras prácticas capaces de realizar idénticos valores; éstos, en consecuencia, tendrían preferencia sobre las prácticas. Un ejemplo: la movilidad es el valor, los automóviles son la práctica. Una sociedad decrecentista daría prioridad al valor general de la movilidad sobre la práctica particular que representan los automóviles. Y suena prometedor. Pero no está tan claro que las prácticas puedan definirse independientemente de los valores: más bien, suelen ir de la mano. Por supuesto, podemos ser móviles sin automóviles (ya lo somos), pero el resultado seguiría implicando esa posibilidad general de ser móviles; el cambio, si llega, sería más evolutivo que revolucionario. Se trata del problema clásico del utopismo: sus postulados no son demostrables. El futuro siempre queda en el futuro. Y, con todo, si queremos evaluar ecuánimemente la deseabilidad de la sociedad decrecentista, esas propuestas deberían poder discutirse en sus propios términos, es decir, como si fueran realizables.

No hay espacio aquí para discutir en detalle el tipo de estructura socioeconómica defendida por los decrecentistas, pero sí es posible presentar sus aspectos principales. Sobre todo, los autores citados hasta ahora concuerdan en la necesidad de librarnos del PIB como instrumento de medición de la actividad económica, por la sencilla razón de que no mide la felicidad ni el bienestar, un asunto sobre el que se ha vertido ya mucha tinta sin que ninguna alternativa haya emergido con fuerza. Ha de levantarse así toda una nueva economía que no se base en el hiperconsumo y se mantenga dentro de la capacidad de carga de los sistemas naturales. Para Tim Jackson, su fundamento es la producción y venta de servicios desmaterializados antes que la de «productos» materiales. Admite nuestro autor, empero, que no está claro qué sería una «actividad económica productiva» en esta economía. Apunta con ello hacia un problema que quizás esté ya aquejando a la economía de mercado en nuestros días, como ha sugerido el prestigioso economista Kenneth Rogoff al poner en duda la tesis del estancamiento secular debido a la dificultad que presenta la medición de actividades económicas digitalizadas basadas en ideas, servicios y prácticas a veces no monetizadas (como compartir coche o cuidar por turnos los hijos del bloque de apartamentos). En esa nueva economía, las horas de trabajo serían reducidas y redistribudidas, se reforzaría la economía social, los flujos financieros estarían sometidos a control público, el comercio sería restringido, la movilidad reducida, el capital social fortalecido, los límites del crecimiento observados cuidadosamente, la cultura del hiperconsumo desmantelada, y las capacidades disfrutadas por los ciudadanos, medidas y monitorizadas: bienvenidos a la sociedad sin crecimiento.

En este sentido, es llamativo que todavía no se haya producido la plena convergencia entre el decrecentismo y la economía colaborativa, acaso porque la naturaleza de ésta y su más amplia relación con la sociedad no puedan desprenderse de una cierta ambigüedad. Ya que, ¿se sale la economía colaborativa del capitalismo o es capitalismo por otros medios? No obstante, la economía colaborativa bien podría convertirse en aliada oficial de la crítica al crecimiento, visto su énfasis en la posesión temporal sobre la propiedad, el empleo de recursos ociosos, el reempleo de bienes usados y las formas alternativas de consumo. Sólo Paul Mason, en un libro reciente a partir del cual preparo un ensayo para Revista de Libros, ha ido decididamente en esa direcciónPaul Mason, Postcapitalism. A Guide to Our Future, Londres, Allen Lane, 2015..

Sea como fuere, la economía estacionaria sería una economía menguada en relación con la actual: en su tamaño, su catálogo de actividades, su número de interacciones. Trataría de producir aquello que es necesario, en lugar de aquello cuya demanda, de acuerdo con sus defensores, se crea artificialmente por medio de la publicidad. En lo que al medio ambiente respecta, la economía decrecentista sería sostenible por definición, enfatizando el papel de la producción local y orgánica en contraposición a la industrial y deslocalizada; además, se alimentaría de energías renovables y promovería las tecnologías verdes. En gran medida, es una nueva Arcadia. Pero este dibujo ideal, demasiado perfecto, con el aire de algo ya conocido, puede ser excusado como una hipérbole con valor propagandístico: es comprensible que los defensores del decrecimiento quieran presentar su proyecto bajo la mejor luz posible.

Hay aquí mucho que discutir. Después de esta sesión de yoga, sin embargo, merecemos un descanso: será la semana que viene cuando rematemos esta breve reflexión sobre el anticapitalismo decrecentista.

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