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El territorio como problema

La reforma federal. España y sus siete espejos

Juan José Solozábal (ed.)

Madrid, Biblioteca Nueva, 2014

400 pp. 22 €

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Cuando, finalizando el pasado siglo, culminó el proceso de homogeneización de todas las Comunidades Autónomas en el grado máximo de descentralización previsto en la Constitución, fueron muchos quienes hablaron de la necesidad de cerrar el proceso y formalizar en la Constitución un modelo que, dando por acabada la invocación del principio dispositivo, diera claridad y estabilidad al sistema de distribución de competencias.

Eso explica el contenido del informe del Consejo de Estado sobre la propuesta de reforma constitucional presentada por el primer Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. La reforma había de afectar a cuatro materias, entre las que estaba la inclusión de la denominación de las Comunidades Autónomas pero, en este tema, el Consejo no se limitó a reflexionar sobre el orden en que habían de citarse las Comunidades, ni sobre la utilización del castellano o del idioma vernáculo al denominarlas, o sobre el lugar en que había de realizarse la inclusión. El Consejo se tomó en serio su trabajo y planteó la conveniencia de realizar una reforma mucho más a fondo que, entre otras cosas, acabara con la apertura e indeterminación del modelo.

Era un trabajo de calidad que hubiera merecido otro final, pero al presidente de Gobierno había dejado de interesarle la reforma constitucional y, mucho menos, seguir unas propuestas que estaban en contradicción con la política que estaba practicando en la reforma del Estatuto catalán. El informe nació muerto, con lo que la puesta en marcha de la aprobación de los Estatutos de Autonomía de «tercera generación» se hizo sin una previa reflexión de conjunto sobre el marco constitucional de la autonomía, lo que tuvo las consecuencias que tuvo.

No es este el lugar para detenerse a explicar un proceso que, tras la sentencia del Tribunal Constitucional que declaró parcialmente inconstitucional el nuevo Estatuto de Cataluña, multiplica las frustraciones, pone entre paréntesis el seny y nos lleva hasta donde hemos llegado, con la expectativa de que la imposibilidad de realizar un referéndum sobre la voluntad secesionista de los catalanes añada frustración a la frustración. Ciertamente, no es este el mejor momento para abrir procesos de reformas constitucionales, pero ello no es óbice para seguir subrayando la necesidad imprescindible de abordarla: no es necesario subrayar la conveniencia de establecer una distribución competencial clara en la Constitución, tendiendo a fijar con claridad las competencias exclusivas del Estado y a reducir o precisar más las compartidas. Insistir en la necesidad de hacer la reforma, y abrir el proceso de reflexión sobre su contenido, permitirá poner las bases para crear el clima que la haga posible.

Así pues, siendo todo el mundo consciente de que la reforma constitucional necesita serenidad y acuerdos que están lejos de alcanzarse, ¿qué sentido tiene, en este marco, plantear una reforma de la Constitución en sentido federal?

Habría que empezar, como siempre que se habla de federalismo, recordando un par de obviedades. La primera es, como no deja de recordarnos Roberto Blanco Valdés, que España ya es un Estado federal. Hablar de federalismo es referirse a algo que tiene características extraordinariamente diversas, pero que, al menos, ha de garantizar a los territorios un grado de autonomía real cuyo mantenimiento no dependa de la sola voluntad del Estado, que aquellos han de disponer de medios materiales y humanos para adoptar políticas propias y que los controles sobre su actividad no se realicen en lo fundamental por instancias políticas, sino que se garanticen jurídicamente. Desde este punto de vista, está claro que en España hay un nivel de descentralización superior a muchos Estados que se denominan federales, que existe una notable capacidad de las Comunidades para adoptar políticas propias y que el control de su actividad se lleva a cabo por los tribunales, sean ordinarios, sea el Tribunal Constitucional.

Ello supuesto, es oportuno hacer alguna matización: cierto es que hay una amplia descentralización política, pero no resulta fácil decir que existe una Federación. Si somos un Estado federal, como sostiene Blanco Valdés, hemos llegado a ello sin enterarnos: hay una clara percepción de que existen diecisiete Comunidades (y dos Ciudades Autónomas) con importante capacidad de decisión sobre cuestiones que importan a sus ciudadanos, pero no ha habido un momento fundacional del foedus. La visión del conjunto es la del Estado como Estado central, con el que se relacionan las Comunidades una a una: no hay visión del conjunto como integración de territorios ni hay instancias políticas ni administrativas que permitan poner en marcha eficaces instrumentos de cooperación y colaboración.

Pese a ello, podemos seguir diciendo que, en la práctica, España es un Estado federal, porque hay muchas diferencias entre los Estados que así se califican, pero podría y debería ser un Estado federal mejor articulado, tanto desde el punto de vista de la definición de las competencias como desde el de la organización de la integración federal (cuestión que afecta al Senado, pero no sólo a él). El tema reviste una especial importancia, dada la existencia de partidos nacionalistas en Euskadi y en Cataluña cuya vocación es la de relacionarse con el Estado bilateralmente y que rechazan un sistema, por descentralizado que fuera, que no les reconociera su especificidad, lo que hasta ahora les ha permitido conseguir no pocas ventajas particulares, no necesariamente justificadas desde la lógica federal (lógica que, por supuesto, no puede ser contraria a tratar de modo diferente a lo que es distinto, aunque no parece que justifique crear diferencias para así ser reconocido como diferente). Hay singularidades en España, pero hay singularidades en cada uno de los sistemas federales, y este parece ser el motivo que ha llevado a Juan José Solozábal a coordinar el libro que aquí se comenta, La reforma federal. España y sus siete espejos, o, lo que es igual, los siete espejos en que puede mirarse España a la hora de emprender una reforma constitucional de su modelo territorial: Estados Unidos (estudio de Roberto Blanco Valdés), Reino Unido (de Alberto López Basaguren), Alemania (Miguel Ángel Cabellos), Austria (Antonio Arroyo), Canadá (Josep Maria Castellà), Suiza (Patricia Rodríguez-Patrón) y la Unión Europea (Antonio López Castillo). El libro comienza por un trabajo del propio Solozábal, «Una propuesta de cambio federal», en que plantea los cambios que cree convenientes en nuestra Constitución territorial.

Los estudios sobre cada uno de los siete espejos son muy buenos trabajos, que permiten conocer las características y evolución del federalismo en cada uno de ellos, y la reflexión conjunta sobre los siete revela, por encima de las muy notables diferencias existentes entre los modelos, algunos aspectos comunes. El principal sería el hecho de ver cómo, nacidos en épocas diferentes, asumiendo el carácter federal desde el comienzo o en una etapa sobrevenida, definiendo su federalismo para integrar territorios independientes o como vía de descentralización del Estado, partiendo cada uno de tradiciones constitucionales distintas, y teniendo muy distinto grado de autonomía los respectivos Estados miembros, hay en ellos elementos comunes que permiten considerarlos a todos como Estados federales.

Los espejos muestran diferentes formas de integrar realidades diversificadas en que existen territorios a los que se reconocen ámbitos de autonomía para garantizar una mejor cohesión del conjunto. Eso explica la inclusión entre ellos de la Unión Europea (un complejo sistema de ingeniería jurídica que va construyendo lo que, ojalá, pueda ser algo que responda mejor a lo que dice su nombre) y la peculiar estructura del Reino Unido, que ha acabado reconociendo autonomía a territorios (Irlanda del Norte, Gales y Escocia) que tienen sus propios parlamentos, cosa que no tiene Inglaterra, cuyo Parlamento es el común a todos. (Terminada esta reseña tras el referéndum en que los escoceses han rechazado la independencia de Escocia, aparece la noticia de que el primer ministro británico va a proponer la generalización de la autonomía a todo el Reino Unido, estableciendo así un sistema federal más convencional).

Esta última referencia me lleva a subrayar una segunda característica común: la capacidad de los diversos sistemas de modificar sus estructuras adecuándose a las necesidades de los tiempos, aunque manteniendo en buena medida sus rasgos iniciales. Las transformaciones del federalismo estadounidense y su aptitud para adecuarse históricamente, no sin dificultades, a los nuevos problemas es bien conocida. Cierto es que determinados mecanismos que en un primer momento pretendían garantizar la participación de los Estados en la Unión han perdido su sentido inicial: la elección por la población de los Estados de compromisarios para elegir al presidente federal no tiene hoy el sentido que tuvo, ni el Senado está formado hoy por representantes elegidos por los cuerpos legislativos de los Estados, ni puede hablarse de un federalismo dual, pero nada permite dudar de la capacidad del federalismo estadounidense para conjugar el momento unitario nacional con la pluralidad de los Estados miembros, también mediante una compleja red de instancias cooperativas horizontales y verticales no previstas en la Constitución.
Más interés tiene para nosotros la evolución del federalismo alemán, del que cabe subrayar su carácter dinámico: ha aprobado hasta ahora cincuenta y ocho reformas constitucionales, que culminan en la aprobada en 2006, para adaptar su texto a la evolución y necesidades de la sociedad. La última reforma realiza una delimitación más clara de las competencias, reduciendo el número de las compartidas, que venían desde siempre beneficiando al Bund, al tiempo que los Länder reducían sus competencias a las de ejecución; disminuyen los casos en que es necesario el consentimiento del Bundesrat para aprobar leyes federales; regula la responsabilidad de Bund y los Länder en casos de incumplimientos internacionales y frente a la Unión Europea y modifica el sistema de financiación. La reforma incorpora técnicas nuevas, como la de la legislación divergente, que permite a los Länder separarse en determinadas materias de la normativa del Bund, entrando en el terreno previamente ocupado por éste, lo que introduce en el federalismo alemán un elemento de experimentalismo, que permite a los Länder introducir normativas diferentes entre sí y diferentes a las del Bund. No puedo pretender resumir aquí el excelente trabajo de Miguel Ángel Cabellos, ni entrar en temas que, como la peculiaridad del Bundesrat, integrado por representantes de los gobiernos de los Länder, que sigue siendo referente de no pocos constitucionalistas españoles como eventual modelo para la reforma de nuestro Senado, y cuyo poder se ha visto limitado en la reforma de 2006 (el artículo 84.1 disponía que, cuando los Länder ejecutasen la normativa del Bund como asunto propio, dictarían las normas necesarias sobre autoridades y procedimientos administrativos, salvo que el Bund estableciera otra cosa: ello permitió intromisiones en cualquier ley que incluyese una sola previsión sobre procedimiento o autoridades, que requeriría toda ella el consentimiento del Bundesrat. Tras la reforma, ya no hace falta el consentimiento del Bundesrat, pero los Länder tendrán el derecho a apartarse de lo dispuesto por el Bund en la materia, dictando normas divergentes, salvo en casos muy excepcionales).

Igual voluntad de adecuación a las nuevas situaciones manifiesta la reforma constitucional de Suiza aprobada en 1999, que mantiene la línea de progresiva centralización compatible con el respeto a la diversidad cultural y a la descentralización, aunque pone más énfasis en el principio de cooperación que en el de autonomía de los cantones, y favorece el reforzamiento de las estructuras del Estado y la ampliación de sus competencias. Entre otros aspectos, ello se manifiesta en el hecho de que únicamente la Federación está legitimada para impugnar ante el Tribunal Federal cualquier acto, legislativo o de administración, de los cantones que considere que han invadido competencias de la Confederación, capacidad de la que carecen aquéllos, que no pueden oponerse por esta vía ni a las leyes federales ni a los tratados internacionales firmados por aquella. El equilibrio federal, obviamente, se mantiene y se manifiesta, por ejemplo, en el derecho de los cantones a participar en las decisiones de política exterior del Gobierno federal, a participar en la legislación federal y a resolver asuntos de interés general a través de tratados internacionales o intercantonales.

Austria es otro de los espejos que se ofrecen, aunque sus características son muy diferentes a los anteriores. Austria nace como Estado constitucional tras la derrota del Imperio Austrohúngaro en 1918, y su Constitución de 1920 la define como un Estado federal. No se trata tanto de una federación orientada a unir territorios antes separados, sino de descentralizar el Estado reconociendo la autonomía a Länder que, en cualquier caso, disponían de una personalidad histórica. Como señala Antonio Arroyo, Hans Kelsen entendió que la existencia de Länder preexistentes no es un elemento necesario para la existencia de un Estado federal: la Federación no es una convergencia de distintas voluntades, sino el resultado de la unión, fuera cual fuese su origen. La «competencia de la competencia» está en manos de la Federación, y la autonomía de los Länder está muy notablemente limitada por la Constitución federal, hasta el punto de que el autor considera que tienen una cualidad estatal «débil» en comparación con otros Estados miembros: la competencias que tienen reconocidas en el campo legislativo «no son cuantitativamente muchas, ni cualitativamente importantes», y su participación en la legislación federal es escasa, lo que ha llevado a parte de la doctrina a afirmar que Austria se aproxima más, en realidad, a un Estado unitario descentralizado.

La capacidad de los Estados federales de afrontar los problemas de integración ha revestido una importancia especialísima en dos casos, uno de los cuales difícilmente pudiera haber sido considerado como federal: me refiero al Reino Unido y a Canadá, únicos países federales en que se ha planteado y abierto la posibilidad de que una de sus partes integrantes accediera a la independencia mediante un procedimiento aceptado por la Federación.

Canadá, a quien Josep Maria Castellà considera «un laboratorio del federalismo», tiene una historia constitucional compleja que nace cuando ley constitucional de 1867, elaborada en Canadá y aprobada por el Parlamento de Westminster, lo constituye en un Dominion que forma parte del Imperio Británico. Como recuerda Castellà, el pacto federal no es un acto constitutivo de un nuevo Estado independiente de la metrópoli, y la descentralización busca organizar e integrar territorios tan vastos, e integrar y proteger a «los pueblos fundadores», anglos y francos y demás minorías lingüísticas y religiosas y sus sistemas jurídicos, de droit civil o common law. Las tensiones federales, inicialmente planteadas entre Quebec y el Canadá anglófono, se complican en los últimos cuarenta años con el nuevo regionalismo que se suscita en el Oeste, aunque no consiguen traducirse en una reforma constitucional, dificultada por la voluntad de Quebec de ser reconocida como sociedad diferente.

En todo caso, se trata de un federalismo «de tipo dual o clásico», en el que la Constitución establece dos listados de competencias exclusivas, de la Federación y de las provincias, y la Corte Suprema se ha convertido en un órgano básico en la configuración de la distribución de competencias y en la orientación del federalismo. Aunque ha favorecido un entendimiento cooperativo de las competencias, buscando también la eficiencia, «mantiene una interpretación por lo general más favorable a la expansión de los poderes federales sobre los provinciales». En relación con la cooperación, ha de señalarse el impulso de las Conferencias federal-provinciales o interprovinciales, elemento relevante de la interpretación del reparto de competencias y de flexibilización de las reglas de distribución de poderes establecido constitucionalmente, y reseñar la especial importancia del Consejo de la Federación, creado en 2003 por acuerdo de los primeros ministros provinciales y de los territorios, que ha permitido la puesta en marcha de un foro de participación y negociación de los gobiernos provinciales en los asuntos federales comunes en condiciones de igualdad (sin participación del Gobierno federal), cuya actividad se ve incrementada (y revalorizada) por las conferencias anuales de los primeros ministros, de gran tradición en el federalismo canadiense

No deja de sorprender que la cámara de representación de las provincias en la Federación, el Senado, esté integrada por miembros designados por el primer ministro (que también designa a los jueces del Tribunal Supremo) a medida que van produciéndose vacantes por dimisión, fallecimiento o por llegar al límite de edad, establecido a los setenta y cinco años. El nombramiento tiene que respetar el número de senadores atribuidos a las cuatro grandes regiones de Canadá (lo que genera notables distorsiones en la representación de las provincias), pero en él no intervienen las autoridades de éstas, ni tiene por qué haber correspondencia entre el color político del designado y el de la mayoría de la Cámara provincial. Todo ello ha abierto no pocos debates sobre la conveniencia de reformar el Senado, un debate que también alcanza al sistema de elección de los miembros de la Cámara de los Comunes.

Pero el aspecto que despierta más interés en el constitucionalismo canadiense tiene que ver con los referéndums celebrados en Quebec, en los que, bajo difusas formas de entente entre Quebec y la Federación, se planteaba la segregación de la provincia y, particularmente, la doctrina emanada del Tribunal Supremo tras el segundo de ellos, que ganaron los unionistas por un estrechísimo margen. Respondiendo a una consulta del Gobierno, afirma el Tribunal que, aunque la Constitución canadiense no admite el derecho a la segregación de ninguna provincia, Canadá no podría ignorar el hecho de que una mayoría clara de la población de un territorio, respondiendo a una pregunta formulada con claridad (separación, sí o no), manifestara su voluntad de independizarse. La Ley de la Claridad, aprobada por el Parlamento canadiense en 2000, concreta el proceso, si bien no puede dejarse de señalar que corresponde al Parlamento valorar la claridad de la pregunta y del resultado y, en su caso, otorgar al Gobierno el mandato para negociar la propuesta de reforma constitucional que permitiera la secesión, que había de venir precedida a su vez de negociaciones y acuerdo sobre las condiciones en que aquélla habría de realizarse.

Distintos y más laxos han sido los requisitos que han regulado el referéndum para decidir sobre la independencia de Escocia, y más difíciles de entender desde los planteamientos propios del constitucionalismo basado en una norma fundamental escrita y rígida. El trabajo de Alberto López Basaguren permite entender el desarrollo y características del proceso de devolution que ha reconocido el autogobierno a Irlanda del Norte, Escocia y Gales, cuya clave es que el contenido de la Constitución británica está permanentemente en manos de un órgano político, el Parlamento: tiene, pues, un carácter flexible, lo que permite que la resolución de los conflictos se afronte en el ámbito de la política y no en el ámbito del derecho por parte de los tribunales. Ello se manifestó en los primeros proyectos de Home Rule, y se ha confirmado con los de devolution en Escocia y Gales, adoptados con una novedad: bien que aprobados por el Parlamento, su entrada en vigor se vio ratificada por sucesivos referéndums, lo que podría poner algún límite a la capacidad del Parlamento para adoptar medidas contrarias a las adoptadas por el pueblo. El desarrollo del proceso ha hecho nacer otras convenciones que garantizan la autonomía a los territorios que la poseen. Es el caso de la llamada Sewel Convention, acogida en el Memorandum of Understanding and other Agreements suscrito por el Gobierno del Reino Unido y los Gobiernos de los tres territorios autónomos, publicado el 1 de octubre de 1999, en virtud del cual «el Gobierno del Reino Unido actuará de acuerdo con la convención, por lo que el Parlamento del Reino Unido no legislará normalmente en relación con las materias atribuidas a aquéllos, salvo con la autorización del legislativo territorial». La flexibilidad subsiste y, previsiblemente, tendrá ocasión de manifestarse a partir del triunfo del «no» en el referéndum escocés cuando, como auguraba López Basaguren, los partidarios de la independencia no exijan ésta, sino sino «una devo-max, una autonomía mayor en la línea de una plena (o muy amplia) autonomía fiscal, reivindicación que seguirá en todo caso». De cualquier modo, todo parece indicar que también se confirma aquí el resultado inmediato de esta serie de procesos: la frustración de una parte de la sociedad y una división interna de la misma entre «buenos» y «malos» nacionales, división no sencilla de recomponer y que perjudica a todos.

El último espejo es la Unión Europea, presentada en el inteligente trabajo de Antonio López Castillo como un Estado federal. Desde dicha perspectiva analiza el complejo sistema de distribución competencial entre la Unión y los Estados miembros (tipos de competencias, criterios de atribución competencial, órganos a quienes se encomienda la resolución de los conflictos) y contempla la articulación institucional de la Unión como si se tratara de una Federación, en la que el Consejo, órgano colegislador con capacidad de propuesta de nombramientos de otras instituciones, desempeñaría el papel de segunda cámara o Senado. Por otro lado, existen instrumentos de articulación que hacen el papel realizado por las Conferencias de Presidentes, las Conferencias Sectoriales o por las autoridades independientes en los Estados federales. Las Constituciones de los Estados han de tener un grado de congruencia con la Constitución federativa y se establecen mecanismos que garantizan la unidad política de la federación y la observancia del orden constitucional que está gestándose en ella.

Vistos los espejos, vayamos a España. Altero en mi comentario el orden de exposición del libro, en el que, como ya se apuntó, el trabajo de Juan José Solozábal, «Una propuesta de cambio federal», precede a los otros siete, pero este cambio me permitirá cerrar mejor la reseña del volumen en su conjunto. Cree Solozábal que son necesarios ajustes en nuestro modelo territorial de Estado que deberían ir más allá de lo que el actual sistema puede abordar sin llevar a cabo una reforma constitucional. La originalidad de su propuesta está en plantearse una reforma que no prescinda de la actual situación, sino que emprenda una «superación o profundización del modelo autonómico», manteniendo «una continuidad sobre algunos rasgos específicos del Estado autonómico que sería insensato abandonar: si el sistema autonómico permite una práctica federal o cuasifederal, también el sistema federal podría acoger elementos propios del Estado autonómico que una reforma territorial federalizante sensatamente no debería abandonar». La riqueza de sus observaciones y la complejidad de las propuestas me impide recogerlas todas, por lo que me limitaré a comentar algunas.

Esta búsqueda de equilibrio entre el actual modelo de Estado y el federal que se pretende se manifiesta en sus propuestas de reforma del Título Preliminar, donde la novedad primera y obvia estaría en la inclusión de una cláusula definitoria federal y, eventualmente, en el retoque de buena parte de los elementos identitarios presentes en el Título Preliminar: nación, soberanía, poder constituyente, patriotismo, confiriendo particularmente un mayor contenido normativo al principio de solidaridad, y manteniendo, obviamente, las referencias a lenguas y símbolos. A ello habría de sumarse la mención a la inclusión de la cláusula referida a Europa, y la enumeración de las Comunidades Autónomas, sin definirlas como «nacionalidad» o «región» para evitar aspectos que pueden tener un carácter discriminatorio y dejando que, en su caso, fueran los respectivos Estatutos quienes utilizaran la denominación correspondiente.

Entrando ya en la regulación del modelo federal de competencias, y aun reconociendo que en la mayor parte de las Constituciones de los Estados federales existe un único listado con las competencias del Estado federal y una cláusula residual a favor de los Estados miembros, Solozábal deja abierta la posibilidad de mantener el actual sistema, en el que el Estatuto define las competencias, asumiendo así un carácter más cercano al de Constitución de la Comunidad Autónoma. En todo caso, dado que «el orden autonómico es un orden complejo, pero no puede ser un orden confuso», el reparto competencial en la Constitución ha de hacerse con la mayor claridad, lo que aconseja definir los diversos tipos de competencias y sus características, sustituyendo la doble lista de los artículos 148 y 149 por la enunciación de las competencias exclusivas del Estado y de las Comunidades Autónomas.

Otorga una especial importancia a la necesaria acogida del principio de cooperación en el nuevo Estado federal, que expone con detalle antes de abordar su propuesta de reformas en el nivel institucional, entre las que me limitaré a comentar su propuesta de reforma del Senado. Prefiere Solozábal un Senado cuyos miembros sean elegidos por el cuerpo electoral o por el Parlamento a un Consejo formado por delegación de los Gobiernos territoriales, fórmula que, en su opinión, choca con la exigencia constitucional de que los senadores sean representantes del pueblo español. Propone que los senadores de cada Comunidad sean elegidos por el Parlamento en virtud de un sistema mayoritario que permita que la representación de aquella tenga la orientación política que tiene la Comunidad, con lo que «se puede hablar de una representación gubernamental de las Comunidades Autónomas, pero con un sistema que es más conforme con la forma parlamentaria de nuestra Constitución». Junto al nuevo Senado, la constitución habría de incorporar la configuración de otros órganos, particularmente de la Conferencia de Presidentes y de las Conferencias Sectoriales.

Elementos de una buena parte de los siete espejos están recogidos en esta propuesta para una reforma federal de la Constitución española que, de seguirse, expresaría la misma capacidad que han tenido cada uno de aquellos modelos de responder a la resolución de aquellos problemas que se les han planteado mediante una relectura que adecue a las nuevas necesidades, sin romperlo, el modelo federal preexistente.

Javier Corcuera Atienza es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco. Es autor de La patria de los vascos. Orígenes, ideología y organización del nacionalismo vasco (1876-1903) (Madrid, Taurus, 2001) y coautor, con Miguel Ángel García Herrera, de La constitucionalización de los derechos históricos (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002) y, con Javier Tajadura y Eduardo Vírgala, de La ilegalización de partidos políticos en las democracias occidentales (Madrid, Dykinson, 2008).

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