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Una oscura claridad moral

Plan of Attack

BOB WOODWARD

Simon & Schuster, Nueva York

Against all Enemies. Inside America’s War on Terror

RICHARD A. CLARKE

The Free Press, Nueva York

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EL BERENJENAL

Al actual presidente americano no le preocupa sentar plaza de intelectual. Al final de su libro, Woodward recoge otro de los muchos momentos confidenciales que ha ido acumulando con él. ¿No le preocupa el juicio de la historia sobre su guerra en Irak?, le pregunta, y George W. Bush responde: «Ah, la historia […] Nunca sabremos su veredicto. Para entonces, todos habremos muerto» (pág. 443). Así, con ese quiebro keynesiano, Bush deja claro su parecer sobre la opinión pública futura: le importa un bledo, como la presente. Para él lo decisivo es cumplir con el deber. A man has got to do what a man has got to do, que suelen decirle los duros de las películas.

En 1919 Max Weber ofrecía a los políticos un ideal contrario. Un político moderno debe preocuparse por las consecuencias de sus actos y tener en cuenta sus numerosas ramificaciones. Es la ética de la responsabilidad, según la cual los políticos no están ahí para darle gusto al cuerpo, sino para anteponer a las convicciones propias algunos bienes supremos como la defensa, el papel de la nación en el concierto internacional y la estabilidad social. Con esas pocas palabras, en una de las épocas más turbulentas que haya conocido Alemania, Weber desechaba como opciones poco realistas todas aquellas que favorecían salidas revolucionarias a la crisis. Sin nombrarlos, Weber evocaba a los espartaquistas y a los admiradores de la revolución bolchevique, dispuestos, según él, a que se hiciera justicia así pereciera el mundo y cuya ética de la convicción representaba una segura receta para el desastre.

Mucha agua ha tenido que correr bajo los puentes del Potomac para que el presidente Bush ridiculice a la Verantwortungsethik y ofrezca una involuntaria apología de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Sus defensores, sin embargo, lo jalean. La gente, dicen, está harta de que los políticos se avengan a todo y cambien sus posiciones con el vaivén del último sondeo o el más reciente focus-group. ¿No lo dicen así acaso los sondeos y los focus-groups que maneja Karl Rove, el supremo augur presidencial? Ya, ¿pero no habíamos quedado en que la opinión pública no cuenta?

El galimatías es menos complicado de lo que parece. Desde su llegada a la Casa Blanca, el presidente ha tenido buen cuidado de escuchar la opinión de lo que sus partidarios llaman la gente real. La gente real es lo contrario de la gente irreal, es decir, de quienes carecen de la amplitud de miras necesaria para apreciar la política conservadora. La gente real cree que las cosas son como son, evita las preguntas incómodas y sale siempre risueña en las fotos. Suele ser, además, gente sana que, como Bush, tampoco se preocupa demasiado por las finuras intelectuales ni por el juicio de la historia. Lo que quieren es claridad moral, es decir, que la acción se guíe por unos pocos conceptos escuetos y de fácil comprensión. Aunque es dudoso que el presidente sepa quién es, tal parece que hubiera leído a Parménides. El mal es el mal y el bien es el bien. Lo otro, las definiciones que cambian según los compromisos del día, queda para quienes no se atreven a malquistarse con nadie, como aquel tramposo de Clinton.

El mundo, lamentablemente, no es tan simple como la gente real quisiera y es difícil que sus criterios sucintos sean ampliamente compartidos salvo en circunstancias excepcionales, de esas que obligan a los inseguros a tomar decisiones insatisfactorias, como les ha sucedido a tantos estadounidenses justamente desde el 11-S. Thomas Kean, el presidente de la comisión que ha investigado los ataques terroristas del 11-S, ha comentado que ningún otro suceso histórico anterior, incluido Pearl Harbour, ha tenido un impacto similar entre el pueblo americano y seguramente tiene razón. Hasta esa fecha la claridad moral estaba muy lejos de ser generalmente compartida y sólo el cúmulo de muerte y destrucción de aquel día llevó a muchos a comulgar con ruedas de molino. La política presidencial se ha beneficiado así de un apoyo generalizado y poco dado a la crítica. Durante más de dos años y medio han sido muy pocos quienes se han atrevido a discutir las más que discutibles medidas que acompañaron a la autoproclamada guerra contra el terrorismo. Pero nada dura en política, por más que el nuevo Departamento de Seguridad Interior (Homeland Security ), con el lúgubre concurso de John Ashcroft, el secretario de Justicia, nos tengan con el corazón en un puño a quienes vivimos en el país subiendo y bajando el sistema de alarma antiterrorista del rojo al amarillo y del amarillo al rojo sin jamás dar una explicación, aunque uno se huela que los cambios coinciden con la necesidad del presidente de atraer o distraer la atención de la indeseable opinión pública.

El país, pese a todo, comienza a salir de su pasmo y a hacerse preguntas que hasta el momento sólo formulaba una minoría. ¿Es correcto llamar guerra a la lucha contra el terrorismo islámico sin incurrir en una metáfora inapropiada? ¿Es la doctrina del golpe preventivo contra los terroristas y los Estados desmandados que los cobijan un acierto? ¿Era ese el caso de Irak bajo Saddam Hussein? Suponiendo que lo fuera, ¿por qué llevar la guerra en exclusiva contra él, sin extenderla a los otros dos Estados presuntamente miembros de un eje del mal? Estas preguntas unidas a acciones sorprendentes que no cuadran con la claridad inflexible, como el tratamiento de guante blanco deparado a Corea del Norte, que sí tiene armas de destrucción masiva y misiles para acarrearlas, han empezado a cuartear a la opinión pública y, de paso, a inquietar al presidente quien no se interesa por ella pero no deja de percibir con preocupación la merma de su apoyo en los sondeos. Cuando, en marzo de 2003, Bush lanzó su maquinaria de guerra contra Irak, estaba apoyado por tres cuartas partes de la opinión; en junio de 2004, según un sondeo New York Times/CBS, seis estadounidenses de cada diez se manifestaban en contra. Peor aún, preguntados por la situación en Irak, el pasado junio, un 20% de los votantes decía que Bush mentía la mayor parte de las veces y un 59% pensaba que ocultaba algo. Sólo un 18% le creía sin reservas. Hay quien piensa, aunque esté por ver, que Bush Jr. estaría cayendo en el mismo hoyo de falta de credibilidad en que se enfangó Lyndon Johnson en 1967Michael Orestes, «What´s the Presidencial Tipping Point», The New York Times, 25 de julio de 2004.. Sin embargo, como en 2002, la Casa Blanca aún espera organizar en 2004 un triunfo electoral sin bajarse del autobús de la firmeza moral, a pesar de que las cosas se le están complicando, porque la ética de la convicción ha acabado por meter a los republicanos en un berenjenal.

¿POR QUÉ IRAK?

Quien espere una respuesta a esta pregunta verá frustradas sus expectativas con el libro de Bob Woodward. Desde que Garganta Profunda, una fuente aún anónima treinta años después, les diera a él y a su colega Carl Bernstein la información que puso en marcha la dimisión del presidente Nixon, Woodward se ha convertido en un santón cuyos libros se distinguen por estar hechos con información privilegiada obtenida de importantes personajes dispuestos a largar, generalmente en loor propio.

La gran aspiración de Woodward parece ser la de convertirse en una grabadora que recoja la historia con sonido directo. A uno, sin embargo, le da la impresión de que le sucede lo que a Carlos de Gales con sus vivos deseos de convertirse en el tampax de la señora Parker Bowles: que cuanto más los cumple, mayor es la oscuridad en la que se mueve. Después de 467 páginas sabemos un montón de cosas no desdeñables, pero de ninguna forma hay respuesta para el interrogante central: ¿por qué la administración Bush decidió que la mejor forma de dar la batalla al terrorismo islámico era poner sordina a la lucha contra las telas de araña que se tejen en torno a Al Qaeda e invadir un Estado soberano?

La ética de la convicción es tan eficaz como los supuestos en los que se sustenta. Si me convenzo de que los molinos son gigantes y cargo contra ellos en defensa del bien, lo más probable es que me lleve un revolcón. La información de que disponía el presidente, al parecer, no era mucho mejor. Sin embargo, un breve paseo por las hemerotecas muestra que la administración estadounidense se creía cargada de razones bien estructuradas para elegir la guerra. Había, ante todo, armas de destrucción masiva, nucleares, químicas y biológicas que Saddam Hussein parecía haber puesto a punto para utilizarlas contra Israel y posiblemente contra los propios Estados Unidos; luego venía su apoyo a las organizaciones terroristas islámicas; después, la brutalidad de un régimen que no había dudado en cometer las peores atrocidades contra su población. Por ende, los iraquíes iban a alfombrar de flores las calles para recibir al ejército liberador. Esta última milonga la cantaba Paul Wolfowitz, el segundo de a bordo del Pentágono, con mucho sentimiento.

Hay por el mundo mucha gente que pone en cuarentena cualquier afirmación de un presidente estadounidense, pero hay mucha más dispuesta a darle crédito. Parte de la opinión mundial pensaba que sus acusaciones debían estar bien fundadas y en Estados Unidos ese sentimiento era mayoritario. El pliego de cargos, empero, se ha quedado sin sustancia en un tiempo casi tan corto como el que duró la propia guerra. Si la acción militar fue rápida y contundente; si se hizo con un escaso número de bajas americanas y aliadas, pronto se vio que la satisfacción por la caída de Saddam Hussein dejaba paso a otras emociones. Parecía inconcebible que los ocupantes fueran tan incapaces de asegurar el orden público, o de garantizar el abastecimiento de agua y luz, o de evitar el pillaje en el Museo Nacional. Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa, podía tener razón en que las guerras modernas pueden llevarse a cabo con menos efectivos humanos, pero al acabar los combates su escasez impidió que una buena parte de los iraquíes viesen mejorar su condición. El acoso y derribo de las estatuas del dictador y los juegos florales fueron desplazados por los lanzagranadas y los AK-47. Con igual rapidez se vinieron abajo todas y cada una de las razones aducidas para la invasión.

Las conclusiones del comité senatorial sobre inteligenciaUnited States Senate Select Commitee on Intelligence, Report on the US Intelligence Community´s Prewar Intelligence Assessments on Iraq. Conclusions (publicado el 9 de julio de 2004). no dejan lugar a dudas. «La mayor parte de los juicios clave emitidos por la comunidad de órganos de inteligencia que se contienen en el Estimado Nacional de Inteligencia (National Intelligence Estimate o NIE) de octubre de 2002 sobre Esfuerzos continuados de Irak para la obtención de armas de destrucción masiva o eran exagerados o no se apoyaban en toda la inteligencia disponible»United States Senate Select Commitee on Intelligence, ibid., Conclusión 1. . Dicho NIE fue la cantera de la que el presidente y sus colaboradores extrajeron la mayor parte de sus argumentos. Pese a que todavía el vicepresidente Cheney siga manteniendo, con escasa capacidad de convicción, que las armas de destrucción masiva existían y acabarán por encontrarse, los senadores dan la razón a los inspectores de Naciones Unidas que habían llegado a una opinión contraria antes del comienzo del conflicto. Tampoco sale mejor parada la supuesta connivencia de Irak con los terroristas islámicos. «El juicio de la CIA de que hasta el momento no había pruebas de complicidad o ayuda iraquí a un ataque de Al Qaeda era razonable y objetivo. No ha aparecido hasta el momento evidencia adicional para probar lo contrario»United States Senate Select Commitee on Intelligence, ibid., Conclusión 96. . Finalmente, sin necesidad de pensar que esa sea la norma de conducta habitual de los soldados estadounidenses, los informes sobre torturas y vejaciones cometidas en la cárcel de Abu Ghraib (y la defensa de la tortura hecha por notables juristas americanos) no han ayudado a quienes defendían la intervención como una extensión de la democracia.

La respuesta de la administración republicana ha sido gotear la responsabilidad hacia abajo. Incluso el informe bipartidista recién citado sólo carga a fondo contra la llamada comunidad de inteligencia (FBI, CIA, NSA y el mar de siglas bajo el que conviven distintas agencias antiterroristas), que ha dado una vez más la impresión de que sus enormes medios sólo sirven para equivocarse. Recuérdese el despiste sobre la verdadera situación de la Unión Soviética en los años ochenta o el patinazo sobre la capacidad nuclear de India y Pakistán en los noventa. Pero el análisis es injustificadamente limitado. Todas las grandes burocracias tienen una extraordinaria habilidad para llegar a las mismas conclusiones que suponen desean sus jefes, causando así profecías autocumplidas. Si el presidente Bush, el vicepresidente Cheney, el secretario de Defensa Rumsfeld y un largo etcétera neocon con mando en plaza habían decidido desde el 11-S, y posiblemente desde antesClarke menciona en su libro que la administración Bush, antes del 11-S, no se tomaba en serio a Al Qaeda. La primera reunión de alto nivel sobre la amenaza terrorista tuvo lugar tan solo en abril de 2001. Wolfowitz, ya entonces, puso en entredicho que ese grupo tuviera real capacidad para atacar seriamente a Estados Unidos. «Hay otros –decía– que pueden hacerlo también. El terrorismo iraquí, por ejemplo» (Clarke, pág. 231). Entre la inauguración del presidente y el 11-S hubo numerosas reuniones ministeriales sobre el asunto de Irak (Woodward, págs. 15, 2023), pero el llamado Comité de Principales (que reunía a miembros clave de la administración con altos representantes de la Casa Blanca) sólo se ocupó de Al Qaeda el 4 de septiembre. En esa reunión, que no produjo ningún resultado tangible, Rumsfeld adoptó la misma línea de Wolfowitz. El terrorismo patrocinado por Irak era, al menos, tan serio como el de Al Qaeda (Clarke, págs. 237-238)., que a Irak había que darle un repaso, todo burócrata que tenga apego a su puesto se afanará, como así ha sido, en cargarles de razón. Sus sospechas sobre la capacidad iraquí de producir armas de destrucción masiva (abonadas, sin duda, por un Saddam Hussein que no permitía inspecciones serias de su arsenal) eran rápidamente confirmadas. Saddam, por ejemplo, había comprado en Níger tubos de aluminio cuyo destino sólo podía ser nuclear o tenía lanzaderas móviles de armas químicas o biológicas. El libro de Woodward contiene un largo catálogo de insinuaciones más o menos sutilesEn las reuniones de Camp David durante el fin de semana posterior al 11-S, aunque la mayoría de los presentes (Cheney, Powell, Andrew Card, el jefe de gabinete del presidente, y George Tenet, el director de la CIA) se mostraron contrarios a una intervención en Irak, Donald Rumsfeld se abstuvo de apoyar esa postura. El 21 de noviembre de 2001, mucho antes de que comenzasen las acusaciones públicas contra Irak, Bush encargaba a Rumsfeld la actualización de los planes de guerra contra ese país (Woodward, págs. 1 y ss.). Sin duda eso no significa que hubiese adoptado ya la decisión de ir a la guerra, pero evidentemente la cosa tomaba visos de ser bastante más que un mero juego bélico. que difícilmente hubieran podido ignorar los recursos correspondientes (assets o recursos es como se llama a los espías en la jerga del gremio).

Las reglas democráticas suelen exigir que los responsables políticos de órganos disfuncionales carguen con la responsabilidad de sus negligencias, incluso aunque esos responsables no las conociesen. Dar tan solo la puntilla, como hacía la comisión senatorial, al director de la CIA (George Tenet), quien por cierto había dimitido justo antes de su informe, parecía gran lanzada a un moro muerto. Su sano escepticismo respecto de la opinión pública ha llevado al presidente, pues, a ignorar esas reglas y en Washington no se ha movido ninguno de los grandes sillones. Para el Pentágono los abusos de Abu Ghraib fueron acciones aisladas de militares sin graduación que no afectan a Rumsfeld. El Tribunal Supremo puede dar un palmetazo a los abogados del estado del Departamento de Justicia por sus ideas de que ciudadanos estadounidenses o de otros países pueden ser detenidos indefinidamente sin juicio ni auxilio legalNeil A. Lewis y Eric Schmitt, «Lawyers Decided Ban on Torture Didn´t Bind Bush», The New York Times (8 de junio de 2004). Para un análisis más detenido, se pueden consultar Mark Danner, «The Logic of Torture», The New York Review of Books (24 de junio de 2004) y Anthony Lewis, «Making Torture Legal», The New York Review of Books (15 de julio de 2004)., pero Ashcroft, su jefe, sigue a lo suyo, a anunciar que viene el lobo. La firmeza moral del presidente ha dado por buenas todas las acciones de su círculo íntimo y la exigencia de responsabilidades políticas habrá de quedar eventualmente en manos del electorado.

Suceda lo que suceda en las elecciones, parece claro que seguiremos sin tener una explicación para la guerra con Irak. Cuando las acciones no se explican o cuando su explicación varía cada día, es fácil incurrir en la paranoia de las conspiraciones. Todo ha sido una trama para controlar los recursos petrolíferos mundiales; o para desviar la atención mundial del conflicto palestino-israelí; o para que los sectores más belicosos de la sociedad americana impongan sus deseos de dominación imperialista; o la venganza personal del clan Bush contra un Saddam Hussein tan grosero y maleducado que trató de asesinar a papá en 1993. Los errores de bulto de la inteligencia estadounidense, sin embargo, y las sugerencias de la administración para que se llegase a esas conclusiones, han dejado sin causa al presidente y han hecho un daño difícilmente reparable a su credibilidad. Desde el punto de vista de su autoridad moral, esa oscura claridad le ha llevado no sólo a privarse de importantes aliados, sino también a evidenciar que la decisión de ir a la guerra se tomó a la ligera. El presidente se encuentra así, como ya se lo había advertido Colin PowellWoodward, págs. 125-126, 147-151, 269-274., con un conflicto de muy difícil salida y, al tiempo, con una opinión pública que comienza a pensar que la lucha antiterrorista puede y debe disponer de dispositivos políticos más sofisticados que la guerra preventiva contra los llamados Estados desmandados (rogue states).

OTRA ESTRATEGIA CONTRA EL TERRORISMO GLOBAL

Richard Clarke fue una figura estelar en las sesiones del comité creado conjuntamente por el presidente y el Congreso para investigar los sucesos previos y posteriores al 11-SLa Ley 107-306, de 27 de noviembre de 2002, creó, a petición del presidente, una comisión para investigar el 11-S. La comisión estaba compuesta por diez miembros (cinco republicanos y cinco demócratas) de destacada trayectoria política. Véase National Commission on Terrorist Attacks upon the US, The 9/11 Commission Report, Washington DC (22 de julio de 2004).. Clarke ha sido durante muchos años un funcionario de carrera en diversos departamentos de su país y, con Clinton, se convirtió en lo que los medios llamaron el zar antiterrorista, encargado de coordinar la política de la Casa Blanca en ese terreno. Con sus declaraciones ante el comité se convirtió en la primera fuente con autoridad profesional que ponía en duda la política antiterrorista del presidente Bush.

Clarke no es ninguna paloma. Su carrera profesional y sus convicciones personales se sitúan muy lejos del pacifismo. Si hubiera que definirlo, habría que decir que es un policía global realista y duro. Es el realismo, precisamente, lo que le ha llevado a separarse de la política de Bush. Los neoconservadores, según él, no han entendido el fenómeno del terrorismo islámico ni saben cómo combatirlo. Todos ellos viven aún en el marco de la guerra fría y de los conflictos entre Estados, una referencia que de poco sirve para vencer al actual terrorismo global. Clarke no es un político y menos aún un teórico, pero articula una posición de sentido común. La política antiterrorista tras el 11-S tenía que haber sido distinta. Su primer eje hubiera debido ser un esfuerzo masivo por eliminar los aspectos vulnerables de la seguridad interior estadounidense. Luego, hubiera debido lanzar un esfuerzo global para combatir la ideología de los fundamentalistas en sus propios medios. Finalmente se hubieran debido adoptar medidas para capturar a los terroristas y dejarlos sin recursos financieros al tiempo que se favorecía la creación de gobiernos abiertos en lugares como Afganistán, Irán, Arabia Saudí y Pakistán. «En ninguna lista de las cosas que hubieran debido hacerse tras el 11-S estaba la invasión de Irak»Clarke, pág. 247..

En la realidad, insiste, la firmeza del presidente Bush es tan solo aparente. El Departamento de Seguridad Interior que finalmente aceptara crear es un monstruo burocrático más que una agencia eficaz; parece difícil que vaya a acabar con los reinos de taifas de las grandes burocracias policiales y de inteligencia. La tensión entre seguridad interior y libertades públicas en Estados Unidos se ha desequilibrado a favor de la primera con instrumentos jurídicos tan dudosos como el Patriot Act, aprobado en el calor de los días siguientes al 11-S, que da a la administración poderes exorbitantes de control. Finalmente, la guerra en Irak ha desviado recursos imprescindibles para la verdadera lucha antiterrorista.

Los éxitos en el desarrollo de una política que sirva de contrapeso al fundamentalismo islámico han sido escasos. Con la invasión de Irak el presidente hizo justo lo que Al Qaeda deseaba –justificar su terrorismo como respuesta a una cruzada imperialista–, cuando su objetivo principal debiera haber sido acabar con el santuario de la organización en Afganistán. En esas circunstancias, a nadie puede sorprender que los líderes de Al Qaeda sigan en buena salud en sus escondites. Adicionalmente, esa respuesta limitada ha sido interpretada por los terroristas, una vez más, como un signo de debilidad.

Finalmente, la administración Bush no ha promovido cambios significativos en los países islámicos. El presidente Bush se ha limitado a esbozar a la ligera –y a olvidarlo con igual celeridad– un vago plan para la democratización de la región rechazado por las élites gobernantes, que nada temen tanto como las peticiones de más democraciaSteven R. Weisman y Neil MacFarquhar, «U.S. Plan for Mideast Reform Draws Ire of Arab Leaders», The New York Times (27 de febrero de 2004).. En resumidas cuentas, para Clarke, la claridad moral del presidente, lejos de llevar a mejorar la posición de Estados Unidos en la lucha antiterrorista, no ha hecho sino complicar la situación.

Pero Clarke no es un blando de esos que prefieren ignorar la amenaza terrorista. El objetivo fundamental de los fundamentalistas islámicos es la destrucción de nuestras sociedades, llevándose por delante en el intento tantas vidas inocentes como sea posible, por lo que representa la amenaza más seria que tienen que afrontar Estados Unidos y el resto de las sociedades democráticas. Los terrorismos locales conocidos hasta el presente llevan a cabo acciones brutales, como asesinatos y secuestros, pero generalmente adoptan una estrategia selectiva y limitada con miras a no alienarse las simpatías de parte de la opinión y a alcanzar lo que creen son metas realizables a medio plazo. Por el contrario, el terrorismo islámico tiene por esa opinión el mismo aprecio que el presidente estadounidense y no se propone, al menos por el momento, otro objetivo que crear destrucción y caos. La fatwa publicada por Bin Laden y Al Zawahiri en febrero de 1998 en nombre del Frente Islámico Mundial establecía que el deber de todo musulmán era matar a cualquier estadounidense allí donde lo encontrase, pues Estados Unidos había declarado la guerra contra Dios y su profeta. En mayo del mismo año, en una entrevista concedida a la emisora ABC, Bin Laden insistía en que ese deber implicaba por igual el asesinato de militares y de civilesNational Commission on Terrorist Attacks upon the US, informe citado, pág. 47.. La exigencia de que Estados Unidos retirase sus tropas de Arabia Saudí no parecía sino un objetivo colateral que, como ha sucedido tras haber sido realizado, no ha apaciguado sus ansias destructoras. Las matanzas de Bali, Turquía o Madrid, por su parte, han mostrado que ese deber de exterminio no se limita a objetivos estadounidenses, sino que se extiende con lógica borrosa a todos aquellos que ayuden al enemigo, sean occidentales u orientales, infieles o creyentes. Si tras hacerse con armas de destrucción masiva pudieran matar por millones al enemigo, los terroristas islámicos de seguro se darían por más satisfechos que con el asesinato de unos pocos miles.

La lucha contra el terrorismo islámico, pues, es urgente, pero más urgente aún es determinar la forma eficaz de promoverla. «Si no re-enfocamos nuestra atención allí donde deberíamos haberla puesto tras el 11-S, en 2007 podemos tener el siguiente panorama: un gobierno talibán en un Pakistán nuclear, con un satélite en Afganistán, y dispuesto a promover la ideología y el terror de Al Qaeda por todo el mundo; un Irán provisto de armas nucleares en el golfo Pérsico y promotor de una ideología a lo Hezbollah; y una Arabia Saudí tratando de crear su propia versión de una república teocrática del siglo XIV tras la caída de la casa de Saud. En esas circunstancias, aunque hubiésemos creado en Irak una democracia jeffersoniana, América y el mundo estarían mucho menos seguros»Clarke, pág. 285.. Para Clarke, la combinación de la acción policial global, dotada de todos los medios que se precisen, junto con la promoción de reformas económicas y de políticas democráticas en los países islámicos, será mucho más eficaz como política antiterrorista que las guerras preventivas sin justificación.

Su argumento no es especialmente brillante en su desarrollo, ni posiblemente certero en sus predicciones, pero tiene la virtud de haber roto con la ficción de que la claridad moral de los conservadores es la única política posible. Entre esa oscura opción y la comprensión multiculturalista por el enemigo hay otras opciones para derrotar al terrorismo islámico. John Kerry, el candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos, coincide con muchos de esos análisis, que de seguro van a resonar durante la campaña electoral. Sea su resultado el que fuere, Clarke comparte el mérito de haber mostrado que la política neoconservadora contra el terrorismo sólo es una de las posibles, y no necesariamente la mejor.

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