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La mutación de la democracia liberal (I)

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En los últimos años, abundan quienes afirman que la democracia está en crisis: basta ver las mesas de novedades de cualquier librería. Desde comienzos de este año, este malestar se habría visto reforzado por una pandemia que se ha cobrado ya al menos un millón de vidas en todo el mundo y que amenaza con crear tensiones insoportables en la sociedades democráticas a medida que sus consecuencias económicas se hagan evidentes en los próximos meses. Para colmo, se aproximan las elecciones norteamericanas y también son muchos los comentaristas que condicionan la supervivencia de la democracia liberal a la derrota de Donald Trump. Fue su sorprendente victoria hace cuatro años la que, junto a la decisión británica de abandonar la UE, confirmó que habíamos entrado en una época de inestabilidad de la que podíamos esperar cualquier cosa. Tampoco conviene exagerar; aquí seguimos. De hecho, la conciencia democrática ha sido siempre una conciencia desgraciada y casi podría afirmarse que su definitiva crisis tendrá lugar cuando nadie se preocupe ya por ella.

No obstante, sería frívolo despachar la actual inquietud en torno a la democracia liberal como una ocurrencia de pensadores alarmistas: este río suena porque agua lleva. Menos claro está, sin embargo, que acertemos a la hora de identificar los problemas que la socavan o que sepamos evitar algunos de los sesgos que infuyen sobre el modo en que la contemplamos. Esta última reserva es muy pertinente en el caso de España, donde somos aficionados a tomar la parte por el todo. Hemos podido comprobarlo esta misma semana en una pieza por lo demás excelente de Ricardo Dudda, donde, en relación con la costumbre que tienen los políticos españoles de aguantar en su cargo sea cual sea la falta o el escándalo que les afecte, escribe: «Vamos hacia un mundo sin rendición de cuentas. No existen las responsabilidades políticas, solo penales». Desde luego, es así entre nosotros; también, parece, en una democracia fracturada como la norteamericana. Pero no estoy tan seguro de que lo mismo suceda en Suecia, Austria o Nueva Zelanda. De la misma manera, concluimos que si la democracia española atraviesa una situación especialmente delicada, entonces a todas las democracias europeas les pasa lo mismo: como si la calidad de nuestra clase política fuera comparable a la francesa o nuestro debate público se asemejara al alemán. Tal vez por eso lleguemos a menudo a la conclusión de que el problema no es nacional, sino universal. Sucede también con la economía: como aquí el desempleo es elevado y los salarios bajos, hay que hacer una enmienda a la totalidad del capitalismo occidental. Sin embargo, ocurre lo contrario; hay problemas rabiosamente nacionales que no pueden ser extrapolados, igual que hay problemas universales que sufren todas las democracias por igual, si bien no todas responden a ellos del mismo modo ni con el mismo éxito.

Esto último se ha visto con claridad con la pandemia de la Covid-19: hay democracias exitosas y democracias fracasadas. Incluso hay democracias originales, como la sueca, donde se ha respetado escrupulosamente la autonomía decisoria de la Agencia de Salud Pública a pesar de la controversia generada por su enfoque utilitarista. También aquí sería un error deducir que los malos resultados de la democracia española han de repetirse en otros lugares; nuestros vecinos portugueses, sin ir más lejos, han controlado notablemente la difusión del virus. En el mismo sentido, se equivocan quienes ven en la pandemia una oportunidad para la creación de regímenes autoritarios de corte biopolítico, como han sugerido entre otros Giorgio Agamben en Italia y Paul Preciado en España. Si acaso, la emergencia sanitaria puede conducir a una concentración de poder en manos del ejecutivo que sería preocupante de prolongarse más allá de la duración de la pandemia. Es el caso de Hungría: su parlamento autorizó al ejecutivo a gobernar por decreto durante el tiempo que fuera necesario y esa discutible prerrogativa justificará suspicacias si no se anula a tiempo, confirmando así la impresión de que Víktor Orban refuerza su apuesta por lo que él mismo ha llamado «democracia iliberal». Pero nótese que también en España, desde ya antes de la pandemia, nos hemos venido acostumbrando al uso predominante del decreto-ley; pocas leyes ordinarias se han aprobado en nuestro parlamento durante los últimos dos o tres años. Este reforzamiento del ejecutivo va de la mano del difuminamiento de la labor del parlamento, como ha denunciado con tino el constitucionalista Agustín Ruiz Robledo.

Entonces, ¿qué pasa exactamente con la democracia liberal? Vale decir también democracia representativa o constitucional, según que pongamos el énfasis en uno u otro de sus elementos; dado que la democracia liberal es representativa y constitucional, el término «democracia liberal» debe bastarnos. Sería imprudente tratar de responder a esta pregunta en el reducido espacio de esa entrada, donde me limitaré a hacer un modesto ejercicio de contraste. Quiero servirme para ello de algunos aspectos de la teoría de John Rawls, filósofo político norteamericano que dio nueva vida a la reflexión normativa en 1971 con su obra Una teoría de la justicia, seguida dos décadas después por Liberalismo político, donde trataba de responder a algunos de sus críticos. Allí abordaba las implicaciones que para su concepción inicial de la sociedad justa tiene el hecho de que cualquier sociedad realmente existente se encuentra hoy marcada por el pluralismo: por una diversidad de doctrinas comprensivas sobre la buena vida —y la buena sociedad— que son incompatibles entre sí. En lugar de la sobresaliente meditación abstracta acerca del acuerdo social que los individuos pactarían entre sí en caso de ignorar sus circunstancias personales, objeto de Una teoría de la justicia, Rawls se preocupa en su segunda gran obra —de nuevo organizada alrededor de un constructivismo de cuño kantiano— por la dificultad que entraña llegar a acuerdos sustantivos en sociedades pluralistas y democráticas. Ni que decir tiene que la obra de Rawls es sofisticada y compleja; yo no pretendo aquí sino usar algunos de sus conceptos para iluminar dos extremos: por una parte, las difíciles relaciones entre el deber ser democrático y su ser efectivo; por otra, el modo en que esa relación se ha visto modificada, casi a ojos vista, en los últimos años.

Lo primero es lo primero: Rawls toma como premisa mayor el «hecho del pluralismo». Pluralismo social; de formas de vida y concepciones del bien. Hay que subrayar que este último es un hecho sociológico susceptible de medición empírica, como ha hecho Jerome Fourquet en L'archipel français, impecablemente reseñado aquí por Antonio Jiménez-Blanco. Adelantémonos a señalar que este pluralismo ha sido la mejor defensa contra las ideologías de vocación totalizante que persiguen imponer una única forma de vida o exigen la adhesión a una particular doctrina comprensiva: desde el separatismo catalán a los populismos de izquierda y derecha cuyo ascenso venimos presenciando, sin olvidarnos de interpretaciones dogmáticas de ideologías «finas» como el feminismo o el ecologismo. Una fragmentación excesiva, por lo demás, no solo puede complicar la gobernabilidad (como sucede en España); también debilita la adhesión a los principios constitucionales, se encuentren o no mediados por una identidad nacional de carácter cívico. Salta a la vista que se trata de un equilibrio delicado y de ahí el interrogante que formula Rawls:

«¿Cómo puede mantenerse a lo largo del tiempo una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que se encuentran profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables pero incompatibles?»

Los adjetivos encierran mucha información: el pluralismo lo es de doctrinas comprensivas, lo que quiere decir orientadas a la totalidad y no limitadas a aspectos parciales de la vida social. Estas doctrinas son en sí mismas razonables (porque no se niegan a cooperar con las demás), pero resultan incompatibles entre sí (porque no pueden realizarse simultáneamente en todos sus detalles sin chocar con las otras). Ninguna de ellas es compartida por todos los ciudadanos, ni cabe esperar que eso suceda. Eso solo podría ocurrir allí donde el poder público se dedique a una labor permanente de adoctrinación de los ciudadanos; allí donde tenga éxito este proyecto, pasaríamos del pluralismo razonable al monismo irrazonable. Nótese que cuando una determinada doctrina se hace mayoritaria, como lo es ya el feminismo de acuerdo con las encuestas, ninguna interpretación particular de la misma concitará el acuerdo unánime de todos los ciudadanos. Me explico: aunque el feminismo es una ideología delgada o fina, que no se ocupa de todos los problemas humanos sino de uno solo, empezó siendo una posición marginal que ha terminado por hacerse mainstream. Pero ni siquiera ahora existe un acuerdo universal sobre el feminismo, salvo en el sentido más elemental que afirma la plena igualdad de hombres y mujeres, que lleva tiempo incorporada en forma de derecho a las constituciones liberales. Por debajo de ese núcleo elemental, existen distintos tipos de feminismo —liberal, de la diferencia, transgénero— sin que ninguno de ellos sea dominante.

Señala Rawls que el pluralismo es «el resultado normal del ejercicio de la razón humana dentro del marco proporcionado por las instituciones libres de un régimen democrático constitucional». O sea: el pluralismo es un resultado natural de la diversidad humana en condiciones de libertad individual. Y el liberalismo político se distingue por tomar el pluralismo como punto de partida; es una doctrina política para el pluralismo. Aunque podemos también decir que es una doctrina que resulta del pluralismo. Cabe preguntarse qué viene antes, si el liberalismo que organiza el pluralismo o el puralismo que demanda algún tipo de solución. Pero ya conocemos la respuesta: las guerras de religión que devastaron Europa después de la Reforma luterana hicieron ver a los pensadores más lúcidos de su tiempo, de Montaigne a Locke, que era necesario desactivar la conexión entre legitimidad política y confesión religiosa. De ahí el concepto de tolerancia, que andando el tiempo conduciría a la doctrina —hoy por desgracia en creciente desuso— de la neutralidad del Estado en materia de creencias privadas. Andando el tiempo, esta neutralidad propició un aumento de las concepciones del bien y de las formas de vida disponibles, lo que proporcionó un contenido a la libertad individual: solo somos libres cuando tenemos dónde elegir. Históricamente, pues, el despliegue constitucional del liberalismo responde al pluralismo irrazonable del conflicto religioso, al tiempo que impulsa el pluralismo razonable del que nos habla Rawls, asumiendo la tarea de protegerlo de sus enemigos. Éstos no son otros que las concepciones monistas del bien, que persiguen imponer a los demás un modelo de sociedad donde solo rige una doctrina comprensiva y donde solo es admisible una forma de vida. ¡El totalitarismo es un pecado de soberbia!

El propio Rawls acusa recibo de la reforma protestante y del conflicto religioso subsiguiente cuando quiere explicarse la aparición histórica de la sociedad liberal pluralista. A su juicio, la clave está en la herencia amarga del conflicto teológico: los ciudadanos de las democracias occidentales se habrían convencido a palos de la necesidad de dejar a un lado las diferencias religiosas y cooperar con los demás. Esta misma tolerancia debe ser ejercitada con aquellos con los que mantenemos diferencias filosóficas o metafísicas insalvables, sostiene Rawls; deberíamos estar dispuestos a cooperar con ellos para el beneficio común. Pero no todos los ciudadanos se muestran abiertos a hacerlo: los intolerantes al desacuerdo, empeñados en imponer su concepción del bien a los demás diciéndoles qué deben creer o cómo deben vivir, son «irrazonables» en sentido rawlsiano. A pequeña escala, hemos tenido en España un ejemplo reciente de esta disposición en la persona de Irene Montero, Ministra de Igualdad, quien dijo en sede parlamentaria que quien no piense que la violencia doméstica o de género tiene como víctimas a las mujeres «por el hecho de ser mujeres» se sitúa… ¡fuera de la ley! También quien exige a los ciudadanos que use una lengua en lugar de otra como mandato recogido en las leyes de normalización lingüística, siendo ambas oficiales, estará tratando de promover irrazonablemente una doctrina comprensiva.

¿Y qué hacer con los ciudadanos irrazonables? El pluralismo razonable, como su nombre indica, presupone que ninguna de las doctrinas comprensivas existentes en una sociedad rechazará los elementos esenciales del régimen democrático; todas ellas apostarán por la cooperación. Pero las ideologías modernas no dejan de ser religiones políticas y generan sus propios irredentismos: habrá quienes no deseen cooperar y el problema será grave cuando en una sociedad determinada aumente de manera desordenada el número de dogmáticos. Rawls dice que no hay que deliberar con las doctrinas comprensivas irrazonables, probado que podamos identificarlas tan fácilmente, siendo necesario contenerlas para evitar que socaven la unidad y justicia de la sociedad democrática. ¡Democracia militante! Más fácil de formular que de practicar, como es bien sabido.

Tiene así sentido, en fin, que Rawls diferencie entre dos formas de explicar la existencia misma, aquí y ahora, de la sociedad democrática. La primera corresponde a un modus vivendi en el que las distintas doctrinas comprensivas conviven entre sí porque no les queda más remedio: más que persuadidas del valor moral de la democracia, se resignan a aceptar el equilibrio de fuerzas establecido por las actuales circunstancias históricas. Estaríamos entonces ante un conformismo temporal que mantiene a las distintas religiones políticas en estado de espera, pero cabe esperar que algún día esas circunstancias cambien y la democracia  pluralista pueda ser reemplazada por la alternativa monista que cada una de ellas defiende. Pero hay una segunda opción y es que la democracia pluralista sea escogida por las razones correctas, esto es, porque se le asigne un valor moral superior. ¿Y cuál es ese valor? Está claro: constituirse como aquel marco político que permite preservar el pluralismo y fomentar una concepción política de la justicia entendida como equidad. Esta fundamentación alternativa se sustancia en el famoso «consenso por superposición» descrito por Rawls como convergencia voluntaria de las distintas doctrinas comprensivas alrededor de los aspectos esenciales del liberalismo político.

¿Significa eso que todos, incluidos un Pablo Iglesias o una Marine Le Pen, tenemos que ser liberales? ¿También los académicos que arremeten contra el neoliberalismo o la democracia liberal a tiempo completo? Este punto es crítico; dentro y fuera de la obra de Rawls. La respuesta es que sí: en tanto que demócratas, todos hemos de ser liberales. Pero no liberales en el sentido de defender una determinada concepción del sujeto, de la religión o de la organización económica, sino liberales en el sentido de adherirnos a un tipo de régimen político que hace posible la convivencia pacífica y la cooperación social entre distintas doctrinas comprensivas. En otras palabras, el liberalismo proporciona las reglas del juego al que juegan las doctrinas comprensivas cuando defienden sus respectivas cosmovisiones y tratan de hacer avanzar sus intereses particulares. Pero el liberalismo también es, o al menos puede ser, uno de los jugadores: aunque no sobreabunden, hay partidos y activistas liberales que dan respuestas concretas a las preguntas sobre la subjetividad, la libertad o la justicia. Por eso Rawls diferencia entre el liberalismo político y el liberalismo comprensivo: uno nos provee del marco general de la vida democrática (división de poderes, imperio de la ley, respeto a las minorías, jueces independientes, prensa libre) y el otro rivaliza con las demás doctrinas comprensivas defendiendo la suya propia (prioridad de la libertad sobre la igualdad, defensa del ateísmo, creencia en el progreso, etc., dependiendo de la variante del liberalismo a que nos refiramos). Desde este punto de vista, Iglesias o Le Pen deben ser liberales en un sentido (político), mientras que un Pinker se nos antoja liberal en ambos (político y doctrinal). Fenómenos como la cultura de la cancelación o las políticas de la identidad sugieren que quizá estemos dejando de ser liberales en el segundo sentido y acaso también en el primero. Volveremos sobre esto.

En el prefacion a la edición de bolsillo de Liberalismo político, Rawls se pregunta asimismo si es posible una sociedad democrática ordenada y estable en un contexto de pluralismo de doctrinas razonables. Hasta hace poco, hemos asumido que lo era: las teníamos delante, vivíamos en ellas. Pero quizá sea hora de revisar ese juicio, al menos parcialmente. Sabemos que una sociedad democráticamente gobernada es posible; lo que no tenemos ya tan claro es que sea además una sociedad ordenada y estable. Sabemos, al menos, que puede dejar de serlo y quizá hayamos entrado en una fase histórica en la que el desorden y la inestabilidad sean la norma antes que la excepción. Ahora bien: el propio Rawls alerta contra los contraproducentes efectos sociopolíticos que puede causar la generalización de este estado anímico: si partimos de la convicción de que una sociedad democrática y justa no puede existir, nuestra actitud hacia el mundo y en el mundo difícilmente facilitará que nos aproximemos a ese ideal. Su ejemplo histórico es Weimar y la pérdida de fe de sus élites en la supervivencia de la república.Sabemos que es posible, sin embargo: las mejores democracias de entre las existentes son a menudo intachablemente democráticas y razonablemente justas, aunque ninguna de ellas haya todavía instaurado el régimen terrenal de la justicia divina.

Para Rawls, la pregunta del liberalismo político es la pregunta por los justos términos de la cooperación social entre ciudadanos que son libres e iguales y, sin embargo, están profundamente divididos por su incompatibilidad doctrinal: aunque todos son políticamente liberales, unos serán socialistas y los otros conservadores y así sucesivamente. Pero la respuesta a esa pregunta llegará dentro de dos semanas; este blog tiene ahora una periodicidad quincenal. Será entonces cuando nos fijemos con más detalle en aquellos conceptos rawlsianos que hacen posible evaluar la erosión contemporánea de la democracia liberal: el consenso por superposición y la idea de la razón pública. Así que ya comprobaremos si todavía vivimos en democracias liberales o si éstas han acabado por transformarse en otra cosa, que también —llegado el caso— será necesario elucidar.

 

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