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La maraña de espinas (y III)

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Veníamos diciendo, al hilo del atentado islamista contra la redacción del semanario francés Charlie Hebdo, que la democracia liberal puede contemplarse como una metaficción que organiza la conversación pública y privada entre las distintas ficciones sostenidas por individuos o grupos dentro de una sociedad crecientemente multicultural. Sucede que no todas esas ficciones son sentidas como tales por sus defensores, que más bien propenden a interpretar literalmente esas cosmovisiones, sean religiosas o ideológicas; a pesar de lo cual la mayoría renuncia a imponerlas, limitándose a defender su punto de vista frente a los demás en la esfera pública. Estos literalistas se ven así influidos por el dispositivo irónico democrático, ya que en su mayoría no pueden escapar al debilitamiento de unas creencias cuyo carácter dogmático requeriría hacer de todos ellos defensores armados de su causa.

Sin embargo, hay quienes rechazan participar en el intercambio subsiguiente de argumentos y ejemplaridades. No se sigue de ahí que vayan a terminar defendiendo su cosmovisión pistola en mano, pero, como el atentado parisiense ha puesto de manifiesto, tampoco puede descartarse que lo hagan. Ya hemos señalado que pueden aducirse diversas razones para explicar una acción tan brutal, por no decir desmedida; aunque juzgarla desmedida implica no comprender en absoluto a quienes la llevan a cabo, porque para ellos, dominados por el fanatismo, puede incluso ser la única acción posible. Pero en esta ocasión no me interesa tanto abundar en el problema de la falta de integración social de los inmigrantes – que afecta también a minorías que no se inclinan a ejercer la violencia– como ampliar el foco para hablar de otra clase de motivaciones; vale decir, de otras frustraciones.

Hay que pensar que una de las grandes virtudes de las sociedades liberales –su carácter abierto– es percibida por algunos de sus miembros como el principal de sus defectos. Y ello por una razón más sutil de lo que pudiera pensarse a simple vista. Porque no se trata solamente de que la coexistencia con otras cosmovisiones pueda irritar a los literalistas que tienen la suya por verdadera, sino que esa misma pluralidad está condenada a impedir que ninguna de esas cosmovisiones llegue nunca a ser adoptada por completo. ¡A fin de mantener la sociedad abierta! En otras palabras, la metaficción no puede ser absorbida por una de sus ficciones. Estas pueden deliberar entre sí, plantear sus distintas demandas en la esfera pública y ante el gobierno correspondiente, amparadas por el principio de neutralidad estatal, pero ninguna cosmovisión puede convertirse en dominante. Alasdair MacIntyre, crítico comunitarista del liberalismo, sostiene así que un orden liberal

es aquel en que cualquier concepción puede plantear sus demandas, pero no puede hacer nada más dentro del marco del orden público, ya que ninguna teoría general del bien humano se considera justificada. Por lo tanto, en este nivel, el debate es forzosamente estéril: alegatos rivales acerca del bien humano o de la justicia asumen necesariamente una forma retórica, ya que es en términos de aserción y contraaserción –no de argumento y contraargumento– como los puntos de vista rivales se confrontan unos con otros [la cursiva es nuestra]Alasdair MacIntyre, Whose Justice? Which Rationality?, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1988, p. 343..

Digamos que uno puede defender una república islámica, la abolición del aborto, alguna forma de mandarinato ecológico, la justicia indígena, el fin del patriarcado o la economía socialista, a condición de que ninguna de las cosmovisiones que subyacen a esas demandas sean jamás adoptadas como fundamento general del orden social. Si lo fueran, éste se convertiría automáticamente en un orden cerrado. No obstante, MacIntyre es quizá demasiado severo, ya que el sistema democrático va absorbiendo paulatinamente algunas de las demandas parciales de esas cosmovisiones: pluralismo jurídico que permite la resolución de algunos conflictos civiles con arreglo al derecho de la minoría étnica; restricciones al derecho al aborto; normas para la protección del mundo natural; medidas diversas orientadas a erradicar los restos de la discriminación histórica de la mujer; restricciones estatales al mercado libre. De ahí que el maximalismo de las propuestas programáticas –no digamos de las proclamas mitineras– de los grupos o movimientos más radicales suela desembocar, per forza, en una negociación de mínimos: porque no hay más remedio en un marco de pluralidad de valores.

Esta dinámica, conforme a la cual la pureza religiosa o ideológica puede expresarse sin restricciones en la conversación pública, pero sólo adopta la forma de cambios incrementales en la política pública, suele ser aceptada, más o menos conscientemente, por la mayoría de los actores sociales. Para quien no acepta tales reglas del juego, en cambio, la democracia se convierte en una fuente de frustraciones. Al fin y al cabo, un literalista estricto no aceptará negociar sus principios, siendo la consecución de sus objetivos, además, un asunto de la máxima urgencia: si ya conocemos la verdad, ¿por qué retrasar su generalización?

Por eso hay quien empuña las armas, sube unas escaleras y asesina a unos dibujantes. Pero también quien mata en nombre de la nación o esgrime la justicia social contra la democracia burguesa, mientras otro dispara contra un médico que practica abortos o envía cartas bomba a laboratorios cosméticos donde se experimenta con animales. En este contexto, estas desviaciones de la norma pueden interpretarse como expresiones de inmadurez, modalidades adolescentes de la práctica política: el terrorista es el joven que, asqueado por las hipócritas convenciones del mundo de los adultos, se marcha del salón dando un portazo.

Naturalmente, el terrorismo es una forma de retórica; es, también, comunicación. Porque no trata de conseguir su objetivo religioso o ideológico mediante la victoria militar, sino intimidando a quienes se le oponen: el mensaje dice que la etiqueta de la conversación democrática es rechazada por sus autores, para quienes la metaficción democrática debe ser reemplazada por una sola ficción dominante. Frente a la aparente liviandad de la sátira, el terrorismo es así una declaración de mortal seriedad. Y una declaración que se sirve de los medios de comunicación como decisivo instrumento de amplificación, hasta el punto de que aquellos son una de sus herramientas principales. De ahí que se hable de «terrorismo escenificado» para referirse a la construcción del significado de la violencia mediante su amplificación y difusión mediáticaWolfgang Frindte y Nicole Hau?ecker (eds.), Inszenierter Terrorismus. Mediale Konstruktionen und individuelle Interpretationen, Wiesbaden, VS Verlag für Sozialwissenschaften, 2010.. En el caso del terrorismo islamista, esta retórica sangrienta formula una proposición muy clara: los insultos al profeta se pagan con la muerte. Por eso mismo, cuanto mayor es la relevancia previa de las víctimas, más rendimiento proporciona su asesinato. Si la violencia, en fin, quiere modificar el comportamiento ajeno mediante la más desnuda coerción, y la propaganda busca lo mismo a través de la persuasión, el terrorismo puede verse como una combinación de ambas: la vieja propaganda por el hecho del anarquismoBradley McAllister y Alex P. Schmid, «Theories of Terrorism», en Alex P. Schmid (ed.), The Routledge Handbook of Terrorism Research. Abingdon, Routledge, 2011, p. 246..

Ahora bien, como acaba de señalarse, el terrorismo religioso es sólo una de las formas que adopta esa violenta frustración. No han faltado, en las sociedades europeas, terrorismos de índole ideológica cuyo apogeo tuvo lugar en la década de los setenta del siglo pasado, aquellos años de plomo que conocieron un estremecedor epílogo –en perspectiva comparada– en los ochenta españoles, cuando la constante brutalidad de ETA y la ocasional de los GRAPO convirtieron nuestro país en un campo de tiro contra inocentes. Francia, por cierto, bien puede verse a su vez como escenario inaugural del crimen ideológico de posguerra, dado el precedente que supone la OAS francesa que combatía al Estado francés para evitar su retirada de Argelia. Siempre y cuando, claro, excluyamos de la lista el atentado perpetrado en 1946 contra el Hotel Rey David, sede de la comandancia británica en Palestina, por parte de la organización paramilitar sionista Etzel, con objeto de acelerar la constitución en aquel territorio del Estado israelí. Todo ello sin remontarnos más atrás en el tiempo, hasta encontrar al IRA y los anarquismos finiseculares.

Es interesante, a este respecto, comprobar que solemos valorar de distinta manera el terrorismo según cuál sea su objeto. No es lo mismo enarbolar la bandera de una de las ficciones antidemocráticas (pongamos, el leninismo o el islamismo), que hacerlo en nombre de la metaficción democrática en un régimen criminal (por ejemplo, la oposición democrática al nazismo); igual que no lo es defender el esencialismo nacionalista en el contexto democrático que hacerlo contra una potencia colonial. Asunto, por cierto, ejemplarmente explorado en esa extraordinaria película que es La batalla de Argel (1965), de Gillo Pontecorvo. A la vista del nutrido catálogo de horrores terroristas del continente europeo, que en una región como el País Vasco, sin ir más lejos, ha producido toda clase de justificaciones y equidistancias, cabe preguntarse si no reservamos una distinta evaluación moral para nuestros terrorismos, una diferencia a veces sutil pero significativa. Desde este punto de vista, en el caso que nos ocupa, el terrorismo ideológico antiburgués nos sería trágicamente familiar, mientras que el terrorismo islamista antioccidental contendría una cuota de ajenidad que nos lo hace aún más monstruoso. Si esto es así, se trata de un sesgo humanamente comprensible, aunque moralmente reprobable, que conviene introducir en el análisis.

Ya se ha sugerido, sin embargo, que arremeter contra la religión en olvido de la ideología, culpando a la primera y exculpando a la segunda, quizá no tenga demasiado sentido. Primero, porque las ideologías totalitarias bien pueden entenderse como religiones seculares que siguen a la archiproclamada muerte de dios bajo el tribunal de la razón positivista; segundo, porque la sinrazón dionisíaca que anida en los seres humanos bien pudo buscar reemplazo a la religión en la ideología, como vehículo para la satisfacción de toda clase de pulsiones absolutistas. Es decir, que tal vez el problema no sea ni la religión ni la ideología, sino la peligrosidad de los seres humanos para los demás seres humanos, una de cuyas manifestaciones más letales es el deseo de imponer una creencia a los demás. Eso no significa que estas distintas clases de terrorismo no posean características distintivas, ni que sus particulares raíces sociopolíticas y culturales no puedan ser identificadas. Más bien se trata de poner de manifiesto que la tierra en la que arraigan es la misma –humana– tierra.

Reiner Werner Fassbinder, director de cine alemán de fulgurante carrera truncada con su muerte a los treinta y seis años tras una vida de excesos, dirigió su atención al fenómeno del terrorismo antiburgués de origen marxista en un par de películas dirigidas al final de la década de los setenta. La primera de ellas, Deutschland im Herbst, es, de hecho, una peculiar obra coral en la que participan buena parte de los artífices del llamado Nuevo Cine Alemán, entre ellos Alexander Kluge, Volker Schlöndorff y Edgar Reitz. En ella, sus autores abordan desde distintos ángulos el llamado Otoño Alemán de 1977, período extraordinariamente convulso en el que la más terrible ofensiva de la Fracción del Ejército Rojo (RAF), que incluye el secuestro y asesinato del presidente de la patronal Hanns Martin Schleyer, el secuestro de un avión de Lufthansa a manos de cuatro terroristas palestinos bajo la dirección de la RAF y la controvertida muerte en sus celdas de sus cabecillas Andreas Baader, Gudrun Ensslin y Jan-Carl Raspe. En su episodio, el director bávaro opta por representarse a sí mismo como un hombre en crisis a causa de los acontecimientos, desarrollando una violenta conversación con su madre, en la que ésta, persona bien formada y superviviente del nazismo, legitima la violencia del Estado contra los terroristas y sugiere –arrinconada por su hijo– que la mejor forma de gobierno acaso sea un autoritarismo cuyo dirigente sea «verdaderamente bueno». Sin embargo, la agresividad de Fassbinder encuentra un fascinante eco en las declaraciones que Horst Mahler, ideólogo de la RAF en prisión, hace ante las cámaras en otro de los episodios, justificando de manera sofisticada la legitimidad del asesinato en nombre de la revolución:

Me refiero al rigor moral del revolucionario, que tan fácilmente puede conducir a una arrogante presuntuosidad, pero que al mismo tiempo proporciona la base para superar los escrúpulos que padece un izquierdista a la hora de matar a alguien. Podemos apreciar la degeneración moral del sistema capitalista. También podemos ver a las personas que, dentro de este sistema, actúan de una forma corrupta. Entonces los juzgamos moralmente; los condenamos. Y, sobre la base de este juicio moral, los reconocemos como malvados. Eso significa que la culpa personal desempeña aquí un papel. Es necesario para nuestra liberación –y, en consecuencia, está también justificado– destruir el mal incluso en su forma humana. En otras palabras, matar gente.

A pesar del reconocible envoltorio marxista de su argumentación, Mahler está luchando en nombre de una utopía social que puede verse como una secularización de la escatología cristiana, que contempla la sociedad sin clases como trasunto del Reino de los Cielos y la revolución como camino de santidad, pasada por la batidora conceptual de la modernidad. Aunque ésta no es la única interpretación posible. Para Bernard Yack, en su importante estudio al respecto, la analogía con la religión que sugiere la tesis secularizadora no es del todo convincenteBernard Yack, The Longing for Total Revolution. Philosophical Sources of Social Discontent from Rousseau to Marx and Nietzsche, Princeton, Princeton University Press, 1986.. A su juicio, el anhelo universal de cambio social encuentra una nueva forma desde finales del siglo XVIII, a consecuencia de la reacción romántica contra esa misma modernidad: el anhelo de una revolución total. Es la obra de autores como Nietzsche, Marx o Rousseau la que genera una serie de conceptos que convergen en el descontento social subsiguiente, que lo es sobre todo en oposición a la «deshumanización» inherente al mundo moderno. Sea como fuere, el resultado es la autoproducción de una moralidad autónoma que justifica el asesinato de quienes –abstracciones mediante– se quedan fuera.

En todo caso, la elaborada teorización de Mahler deja paso a la degeneración grotesca en Die dritte Generation, estrenada por Fassbinder en 1979, que relata la continuidad de la lucha armada por una tercera generación de la RAF que opera por pura inercia, sin verdaderos motivos para practicar la violencia, salvo acaso la externalización de resentimientos domésticos y laborales: el terrorismo convertido en estilo de vida. Aunque la película produjo un notable revuelo en Alemania, con acusaciones a izquierda y derecha, Fassbinder no abandonó su papel de enfant terrible del cine europeo, afirmando que la existencia del terrorismo conviene al Estado, que acaso llegue incluso a inventarlo. Su película, con todo, sugiere que el deseo de aventura y la búsqueda de nuevos contenidos vitales en un contexto carente de ambos –o percibido así por sus protagonistas– tiene mucho que ver con la deriva terrorista de unos personajes que terminan, significativamente, disfrazados como actores de carnaval.

Es aquí donde, a la vista del perfil habitual de los terroristas, ya sean ideológicos o religiosos, se hace preciso entrar en el terreno antropológico, porque no es indiferente que la mayor parte de ellos sean varones en la treintena en busca de una comunidad de significados y afectos. Esto queda muy claro en la figura del converso, que es alguien que va buscando «sentido» como un loco, hasta encontrarlo irremediablemente. Y, en este contexto, es interesante traer a colación la figura del puer robustus analizada por Dieter Thomä en la obra de distintos pensadores occidentales, empezando por Hobbes y acabando con Freud, al hilo de los motines callejeros acaecidos en Londres en el verano de 2011.

Para Thoma, este «muchacho robusto», desordenado e ignorante de las leyes, que Hobbes reprueba como encarnación del mal y Rousseau como justamente lo contrario, tiene mil caras: desde el terrorista hasta el chav británico que roba iPhones en las tiendas de Londres, pasando por el activista que se enfrenta a los tanques en las plazas de Tiananmén o Tahir. A su juicio, el puer robustus encarna las distintas posibilidades simbólicas del marginado, que por definición no debería existir en una democracia perfecta, pero no puede por menos de hacerlo en las nuestras, atravesadas por hondas fallas multiculturales, económicas y globalizantes. Y si el terrorismo es una de sus derivaciones, será necesario incluir al puer robustus dentro del catálogo de sus explicaciones para mejor encontrar soluciones preventivas al mismo. Algunas de las cuales, sin duda, pasan por canalizar las energías juveniles hacia la competencia simbólica en el mercado de los estilos de vida, donde la figura del rebelde goza de una popularidad que bien puede deberse, en el ánimo de sus practicantes, a su capacidad para servir como válvula de escape junto a otras prácticas características de la fase juvenil, junto a la práctica del deporte, la sexualidad seriada o la vida nocturna. Desgraciadamente, el motivo antropológico, trufado de ejemplos históricos, viene también a demostrar que la completa erradicación de estos episodios –para bien y para mal– puede descartarse.

De esta forma, terminamos estos ejercicios de comprensión del atentado en la redacción de Charlie Hebdo sin que haya sido posible cerrar ni, de hecho, agotar el tema, por cuanto se han quedado fuera asuntos tan interesantes como la reacción popular tras el atentado –«Je suis Charlie»– o la debida atención al fenómeno capital de la psicologización y sentimentalización del conflicto social –expresado en el hecho del «sentirse ofendido»– en el mundo contemporáneo. Tiempo habrá para ocuparse de ellos en otra ocasión. Sirva al menos lo escrito para, retomando la imagen empleada al comienzo de estas reflexiones, subrayar la línea roja que separa a los verdugos de las víctimas y precisar, de paso, los contornos del claroscuro que rodea esa demarcación inicial.

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