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La identidad de Europa contra el terror de Daesh

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La utopía de una Europa libre, tolerante y solidaria es una utopía razonable por la que merece la pena luchar. Desgraciadamente, el proyecto europeo sólo ha conseguido alumbrar una serie de acuerdos comerciales, que apenas pueden crear ilusión y convicción, particularmente en una época de crisis, donde los gobiernos se enfrentan a graves problemas para garantizar la continuidad de las instituciones y los servicios sociales. Hasta ahora, la política ha desempeñado un papel marginal en un proceso dirigido por tecnócratas, más preocupados por cuadrar las cuentas que por exaltar los valores de una sociedad libre y plural. Ningún proyecto político prospera sin ideas sólidas, con el poder de seducción para movilizar a la población. El bagaje ideológico de la Unión Europea es demasiado débil para combatir la mística nacionalista, religiosa o revolucionaria. En ese clima de desilusión y escepticismo, la reaparición del terrorismo no era algo impensable, sino un riesgo que sólo necesitaba ciertas variables para convertirse en una dolorosa realidad.

La irrupción de Daesh pone de manifiesto que una sociedad apática y desorientada es mucho más vulnerable que una sociedad con un proyecto definido y bien arraigado. Daesh ofrece la redención y el amor divino a todos sus seguidores. No es algo original. Todas las religiones comercian con el amor y el perdón. La novedad consiste en que el precio es cada vez más asequible. Es suficiente disponer de un cuchillo para salir a la caza del infiel. En el pasado, el cristianismo también se dedicó a descabezar infieles. Las religiones nunca se han mostrado compasivas con los que no comulgan con sus dogmas. Las piras de la Inquisición aún humean en la memoria colectiva. Es evidente que poseer un territorio, un patrimonio y una jerarquía ayuda a mantener con vida la llama de la fe. El catolicismo no sería nada sin Roma y su pontífice. Escribe Octavio Paz: «Veo en la Iglesia católica no sólo una comunidad de fieles sino a una institución cuyo modelo histórico fue el Imperio Romano». Los cambios políticos experimentados por Europa desde la caída del Antiguo Régimen transformaron el afán imperialista en evangelización pacífica. El islam no ha soportado el asalto crítico de la Modernidad, lo cual explica que su proselitismo aún discurra por cauces bélicos. La estrategia de terror de Daesh perdería gran parte de su poder de captación sin su territorio –el mal llamado Estado islámico de Irak y el Levante– y su patrimonio. Daesh posee una sólida financiación y un eficaz sistema burocrático que gestiona sus recursos. Podría soportar un asedio militar terrestre, oponiendo una resistencia que resultaría muy costoso quebrantar. Sus yacimientos de petróleo le permiten cubrir las necesidades de los diez millones de civiles bajo su control y mantener en funcionamiento su maquinaria de guerra. La recaudación de impuestos, la explotación de yacimientos de gas y centrales eléctricas, el saqueo de los bancos estatales de Mosul, los secuestros, el comercio de esclavos y la venta de antigüedades del patrimonio artístico de Siria e Irak completan una próspera economía que sortea sin problemas las represalias internacionales.

La estrategia militar utilizada contra Daesh hasta ahora no ha producido los resultados esperados. Los drones han matado a centenares de civiles, agudizando los sentimientos antioccidentales. Los bombardeos convencionales no han sido menos catastróficos. Una costosa intervención terrestre sólo reforzaría la tesis de una nueva cruzada contra el islam. De momento, únicamente parece viable apoyar a las fuerzas que combaten a Daesh sobre el terreno, pero Estados Unidos se opone a que Bashar-al-Ásad se perpetúe en el poder, lo cual significa que sólo considera aliados fiables a los peshmergas kurdos y a ciertos sectores del ejército sirio. En cuanto al Gobierno iraquí, de mayoría chií, su respaldo será inútil, si no aplaca su hostilidad hacia los suníes, que se traduce en infinidad de agravios y discriminaciones.

La división de quienes luchan contra Daesh contrasta con la proliferación de organizaciones que han jurado lealtad al califato, más de cuarenta grupos terroristas. Algunos poseen bases sólidas en Libia, Túnez y Egipto. Otros no cesan de crecer en Afganistán, Pakistán, Argelia, Indonesia, Uzbekistán e incluso Gaza. Es un dato preocupante, pero lo cierto es que ya no hace falta organizar una estructura paramilitar y clandestina para desatar el infierno. Mohamed Lahouaiej Bouhlel, el autor de la masacre de Niza, era un yihadista de última hora. Separado, trabajador precario y ladronzuelo de poca monta, no observaba el ayuno durante el Ramadán, pero decidió inmolarse en nombre del califato, eliminando al mayor número posible de viandantes con un camión. Un tercio de sus víctimas eran musulmanes. No creo que esa cuestión le quitara el sueño. Al igual que el joven de dieciocho años que mató a nueve personas en Múnich, sólo buscaba expresar su rabia, causar dolor en la sociedad que presuntamente lo excluía y maltrataba. Ya comenté una vez que este tipo de conductas podrían encuadrarse en el «síndrome Travis Bickle». El taxista interpretado brillantemente por Robert De Niro intenta huir su vacío existencial asesinando a un político, pero su plan se revela inviable y decide exterminar a los proxenetas que explotan a una adolescente como prostituta (Jodie Foster). Sólo el azar determina que se transforme en héroe, pese a que su motivación es despedirse del mundo con una explosión de ira.

No se equivoca Daniel Benjamin, profesor en el Dartmouth College y excoordinador del Departamento de Estado para la Lucha contra el Terrorismo: «El Estado Islámico y el yihadismo se han convertido en una especie de refugio para algunas personas inestables que se hallan al límite y encuentran una salida a través de un mensaje que los radicaliza en tiempo récord». Es evidente que Daesh rentabiliza esos casos de desesperación y anomia: «Prometemos días oscuros. Lo que viene será peor». Mientras los imitadores de Travis Bickle continúan su viaje hacia ninguna parte, seducidos por la idea de convertirse en mártires de Alá, el terrorismo organizado provoca grandes carnicerías en Bagdad, Kabul o Yakarta.

La solución no pude ser estrictamente militar y policial. El terrorismo no es una creación del islam, sino del fanatismo ideológico. Anders Breivik, el noruego que mató a setenta y siete compatriotas el 22 de julio de 2011, se apoyó en sus creencias cristianas para perpetrar la horrible matanza. Al igual que las ideologías políticas, las religiones pueden convertirse en fuerzas destructivas cuando no han aceptado la perspectiva crítica de la razón. Es posible que haya nuevos atentados. Siempre habrá fanáticos e inadaptados, buscando un pretexto para liberar su resentimiento. Sin embargo, Europa no debe renunciar a su identidad como espacio de libertad, tolerancia y solidaridad. El estado de excepción es una medida transitoria, no una medida indefinida. Sólo las dictaduras convierten las leyes de emergencia en leyes ordinarias. El endurecimiento de las penas o la proliferación de controles policiales tal vez reducirán el número de atentados, pero siempre habrá una brecha, un flanco vulnerable, que aprovecharán quienes no tienen nada que perder. Europa debe apostar por la integración, no por la represión. Su idea central es la convivencia democrática, no el miedo o la confrontación. Creo en el poder de esa idea y en su victoria a largo plazo frente a quienes predican el apocalipsis, encendiendo el odio y la enemistad entre pueblos y culturas. Robert Schuman no se equivocó al afirmar: «Europa ha proporcionado a la humanidad su pleno florecimiento. A ella le corresponde mostrar un camino nuevo, opuesto al avasallamiento, con la aceptación de una pluralidad de civilizaciones, en la que cada una de éstas practicará un mismo respeto hacia las demás».

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