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Arcanos y mentiras en la democracia constitucional

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Se diría que han pasado décadas y, sin embargo, apenas han sido unos años: los transcurridos entre el exitoso prohijamiento del movimiento 15-M por parte de Podemos —comandado entonces al alimón por Pablo Iglesias e Íñigo Errejón— y una legislatura en la que el idealismo ha sido sustituida por esa realpolitik que el líder socialista Pedro Sánchez encarna inmejorablemente. Causa cierto sonrojo, análogo al que experimenta un individuo ya maduro cuando rememora sus ingenuidades juveniles, pensar en el fervor con que la esfera pública española producía en su momento exigencias de transparencia: llegó a pensarse que la publicación de la agenda de los representantes políticos impediría la celebración de oscuras reuniones y naturalmente cualquier atisbo de corrupción decisoria. Que aquellas demandas coincidieran con el procés independentista y que este último fuera visto con buenos ojos por muchos de los que enarbolaban la bandera de la regeneración democrática, no deja de causar la mayor de las perplejidades; salvo que el discurso reformista sea contemplado —si no en todos los casos, sí en más de uno— como una estrategia para la conquista del poder en tiempos de agitación y malestar. O mejor: de un malestar hábilmente explotado por los agitadores.

Viene esto a cuento del confuso escándalo suscitado por la vigilancia legal a la que —según hemos sabido— fueron sometidos algunos de los líderes del movimiento separatista por parte de los servicios secretos españoles; los mismos, todo hay que decirlo, que fracasaron con estrépito durante los meses calientes del asalto separatista a la democracia española: de las urnas escondidas a la ocupación de los colegios, pasando por la huida de Puigdemont e tutti quanti. Y digo confuso porque se han mezclado de manera interesada empleos diferentes de la herramienta Pegasus para dar así la impresión de que la directora del CNI había de ser cesada; el presunto acceso al teléfono móvil del presidente del gobierno y la vigilancia judicialmente autorizada de los separatistas son cosas distintas que se han hecho pasar por una sola crisis de legitimidad de los servicios secretos españoles. Es difícil saber cómo se ha tomado el asunto la opinión pública española, fragmentada como está en un vasto archipiélago partidista, pero no parece claro que —reciba o no castigo en las urnas— la destitución de Paz Esteban haya sido objeto de una justificación suficiente por parte del gobierno: más bien se impone la evidencia de que el separatismo disfruta de una cierta impunidad por razones de conveniencia política.

Imperativos de la actualidad al margen, el episodio pone sobre la mesa asuntos de interés para la teoría política, sobre todo en la medida en que revela la distancia que media entre el ideal democrático y su prosaica realidad. Ni que decir tiene que los denominado arcana imperii o secretos de Estado han existido siempre, como lo ha hecho la mismísima «razón de Estado»; el problema surge cuando la falta de escrúpulos en la defensa de los intereses del Estado —según los interpretan quienes lo dirigen— choca de manera frontal con el ideal democrático y no digamos con sus manifestaciones más ambiciosas. Hay que entender dentro de estas últimas aquellas que promulgan la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones del poder público, ya sea de manera directa o indirecta, esto es, a través de una deliberación pública digna de tal nombre. Salta a la vista que ninguna deliberación puede tener lugar allí donde se hurta a los ciudadanos información decisiva: la fuerza del mejor argumento no puede imponerse allí donde el único argumento es la supervivencia o integridad del Estado. De ahí la incomodidad que estos asuntos suelen producir en la esfera pública, donde tarde o temprano se aprecia el cortocircuito que provoca el contacto entre dos corrientes —la democrática y la estatalista— que parecen tener poco que ver entre sí.

Sin embargo, esas dos lógicas no se encuentran tan disociadas. Ninguna democracia se sostiene en el vacío; todas ellas dependen de un Estado soberano que permite la autodeterminación de la comunidad política en un contexto internacional donde conviven Estados democráticos y Estados no democráticos que —lo vemos con Rusia— pueden convertirse en una amenaza contra la integridad de los primeros. En suma: ya que sin Estado no hay democracia que valga, la autodefensa del Estado frente a los riesgos existenciales susceptibles de debilitarlo no puede excluirse prima facie en nombre del ideal democrático. Y dado que la naturaleza de los peligros que rondan al Estado no puede determinarse de antemano ni es siempre posible —por el tipo de información que ha de manejarse, por la necesidad de actuar discretamente si se quieren obtener resultados eficaces o por la urgencia que la decisión requiere— someterlos a deliberación pública, tampoco el catálogo de las herramientas que deba utilizar el Estado puede tasarse con carácter previo. Se entiende que los principios constitucionales operan como un límite genérico a las acciones estatales y a partir de ahí se trata de hacer interpretaciones ajustadas al caso particular.

Asunto distinto es el modo en que un Estado democrático pueda llevar a cabo esa autodefensa, ya que su naturaleza no solo democrática sino también legal —el Estado democrático es un Estado de Derecho— impone ciertos límites: ni todos los fines son legítimos ni todos los medios son aceptables. Pensemos en la llamada «guerra sucia» del Estado contra ETA o en la creación del limbo jurídico de Guantánamo, medios sobre cuya desnuda eficacia podría discutirse y que, sin embargo, se nos aparecen como ilegítimos desde el punto de vista democrático. Dicho sea sin dejarnos llevar por la ingenuidad de creer que una democracia está en la obligación de actuar siempre con guante blanco: por mucho que moleste a los pacifistas más intransigentes, no se puede ir a una guerra llevando solo argumentos en la mochila. Pero incluso en el caso de que se considere necesario recurrir a alguno de los supuestos extraordinarios previstos en las constituciones liberal-democráticas —que suelen conocer distintos grados dependiendo de su severidad y que en España van del estado de alarma al de excepción y culminan en el estado de sitio—, una democracia guarda las formas: el gobierno debe informar al parlamento, sometiéndose a su aprobación transcurridos ciertos plazos, mientras que queda en todo momento sometido al control jurisdiccional y no podrá, salvo supuestos específicos relativos a la seguridad nacional, censurar a los medios de comunicación.

Obviamente, la norma va por un lado y la vida por otro: ya hemos visto durante la pandemia cómo la constitucionalidad de los estados de alarma decretados por el poder ejecutivo en España y recurridos ante el Tribunal Constitucional no eran anulados sino de manera retrospectiva, o sea tardíamente, debido a la imperdonable —¿interesada?— lentitud con que los magistrados dictaron su sentencia. En el caso de la vigilancia practicada por el CNI sobre los separatistas, que estos últimos han tratado de presentar como un escándalo de alcance internacional, los jueces habían prestado su autorización sobre la base —poco discutible— de que los investigados habían participado en acciones orientadas a desestabilizar —si no romper— el orden constitucional español y, de hecho, habían amenazado reiteradamente con «volverlo a hacer». En semejantes circunstancias, ciertamente insólitas en el marco comparado, lo extraño habría sido la pasividad de un Estado que de hecho está obligado a defenderse. A diferencia del poeta, el Estado no puede perder la vida pour delicatesse.

Sucede que las decisiones del Estado no las toma el Estado, sino las personas que ocupan los cargos correspondientes en el interior de su estructura orgánica. En el margen de discrecionalidad que las leyes no tienen más remedio que contemplar, empero, esas personas hacen elecciones que no están prefijadas de antemano. Pudiera ocurrir, por ejemplo, que no exista consenso entre las autoridades acerca de la seriedad de una amenaza; igual que podría decidirse que actuar contra ella es susceptible de causar males mayores y resulta por ello preferible no hacer nada. Siendo benévolos, las decisiones adoptadas por el presidente del gobierno desde que accedió al cargo en relación con el separatismo catalán pueden entenderse así: de los indultos a los condenados por sedición a la reducción de la cuantía en que se sustancia la responsabilidad patrimonial de estos últimos, pasando por el cambio de actitud de la Fiscalía o la Abogacía del Estado. A nadie puede escapársele sin embargo —otra cosa es que se mire para otro lado— que las decisiones del gobierno como defensor del Estado se encuentran irremediablemente condicionadas por el interés personal y partidista del presidente del gobierno en cultivar relaciones amistosas con los líderes soberanistas: ha sido merced a sucesivos acuerdos con ellos como ha llegado al poder y se ha mantenido en él. En este caso, la competición por el poder dificulta la autodefensa del Estado: el líder de uno de los partidos en liza entiende que sus opciones de ser investido nuevamente tras las siguientes elecciones depende de la buena disposición de las fuerzas separatistas. Mientras actúe dentro de sus competencias y haga uso del margen discrecional que le confiere la ley, solo podrán hacérsele reproches políticos, a los que él mismo responderá diciendo que sus decisiones son las más responsables y adecuadas a la situación. Y dirá esto, claro, sea o no cierto.

Sobre este asunto escribió Hannah Arendt un largo artículo que Alianza Editorial acaba de reeditar bajo el título de La mentira en política (en las versiones anteriores de Taurus y Trotta se había preferido el original Crisis de la República), donde la pensadora de origen alemán reflexiona sobre el ocultamiento intencionado de los llamados «papeles del Pentágono» que dejaban en mal lugar la política de los sucesivos presidentes norteamericanos en Vietnam. Es el mismo asunto que aborda Steven Spielberg en The Post, solo que adoptando el punto de vista de los periodistas que se empeñaron en sacar a la luz pública los contenidos filtrados del informe comisionado por el entonces Secretario de Defensa Robert McNamara. A modo de epílogo del film, Spielberg introduce una breve secuencia que el espectador avisado reconoce como el comienzo del espionaje ordenado por Nixon en las oficinas del Partido Demócrata. Son cosas distintas, como Arendt misma pone de manifiesto: una cosa es tomar decisiones equivocadas —acerca de Vietnam— por razones equivocadas y otra tratar de cobrar ventaja ante los rivales obteniendo información susceptible de ser usada provechosamente en una contienda electoral.

Pero no vayamos tan rápido. Bien mirado, la dualidad gobierno/Estado impide que tracemos una línea divisoria inequívoca entre las «decisiones de Estado» y las «decisiones de gobierno». Sin necesidad de llegar a los extremos de nuestro país, donde el líder socialista necesita los votos de los separatistas para ser investido presidente del gobierno, no cabe duda de que el acierto o desacierto —conforme a la percepción de la opinión pública— del poder ejecutivo a la hora de defender al Estado de sus enemigos —reales o imaginarios— tiene efectos sobre el electorado. ¿Acaso nos sorprendería saber que un gobierno democrático, o sea el partido o partidos que lo forman, selecciona entre distintos cursos de acción teniendo muy en cuenta sus potenciales efectos en las urnas, incluso allí donde se trata de defender la integridad del Estado y por tanto de la democracia? ¡Nos sorprendería lo contrario! En este punto, conviene recordar que no todas las culturas políticas son iguales: las hay que disculpan por fidelidad partidista lo que otras condenan por patriotismo constitucional. Pero eso, naturalmente, también lo saben quienes deciden. Y fue por temor al impacto en el electorado de una retirada de Estados Unidos que los distintos presidentes norteamericanos rehuyeron tomar esa saludable decisión, como subraya la propia Arendt: no se trataba del bienestar de la nación, sino de «la reputación de Estados Unidos y su presidente». Es una forma de hablar: si un presidente hubiera de elegir entre dañar su reputación o dañar la de su país, quizá eligiera lo segundo. Tal es, por más que nos desagrade, la vis atractiva del poder.

Por lo demás, Arendt se muestra muy confiada cuando asegura una y otra vez que los ciudadanos no pueden ser manipulados por los mentirosos; tarde o temprano, dice, la realidad se impone. Pero los ejemplos que utiliza son demasiado gruesos: el desempleo que se hace visible en los países totalitarios incluso cuando el régimen niega  que lo haya o el desastre objetivo que suponía para Estados Unidos la guerra de Vietnam. En alguna otra ocasión había incurrido Arendt en una simplificación parecida, diciendo por ejemplo que está de fuera de duda que Alemania invadió Polonia en 1939 y no al revés. ¡Claro! Pero las cosas no siempre están tan claras, ni carecen en todo caso los manipuladores de herramientas que les permiten presentar los hechos de manera favorable para sus intereses, contando para ello con la adhesión de aquella parte del público que pone la lealtad tribal por delante de la búsqueda de la verdad. De manera análoga, tiene razón Arendt cuando señala que la prensa tiene una función primordial que cumplir «siempre y cuando sea libre y no esté corrompida». Y es que cuando la prensa se convierte en altavoz de las posiciones de partido, los hechos no se impondrán por sí solos para el conjunto del electorado salvo en un puñado de raras ocasiones.

Mal que nos pese, hay que descartar que las democracias liberales puedan jamás convertirse en estructuras transparentes donde ninguna información sea hurtada a los ciudadanos y donde todas las decisiones se adopten con la máxima publicidad. El mantenimiento de una zona de sombra inaccesible a los ciudadanos —al menos a los contemporáneos de los acontecimientos— parece ser la excepción a la regla formulada por el sociólogo Georg Simmel, quien observó que «a medida que la civilización se especializa, los asuntos colectivos se hacen públicos y los individuales secretos». De lo que se trata, así las cosas, es de perfeccionar los mecanismos de control —funcionariales, parlamentarios, jurisdiccionales, mediáticos— y de reducir los supuestos en los que puede invocarse el poder discrecional del gobierno para rehuir ese mismo control (por ejemplo, clasificando como secreto de Estado cualquier información solicitada en aplicación de las leyes de transparencia). Cuando el problema consiste en que un partidos político pone sus intereses por delante de los del Estado o la democracia, en cambio, poco se puede hacer: tendrán que ser los ciudadanos los que expresen su rechazo en las urnas o resignarse a asumir las consecuencias de no hacerlo.

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