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La gran ilusión

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Acaba de estrenarse Long Shot, razonablemente presentada al público español como Casi imposible: una eficaz comedia norteamericana que narra las vicisitudes de la extraña pareja formada por una secretaria de Estado con ambiciones presidenciales y un periodista de Brooklyn dedicado a la crítica feroz del sistema. Pese a sus defectos, la película se las apaña para entregar un jocoso comentario sobre la construcción de los personajes políticos, organizada como está a partir del eje realidad/representación y del subsiguiente conflicto entre autenticidad y falsedad. Vemos así cómo los asesores de comunicación afean a la candidata su manera de mover el codo cuando saluda al público o la risa de repuesto que el primer ministro canadiense –presentado sin piedad como un artificio lleno de vanidad– se ve obligado a practicar a causa del deprimente efecto que produce la que le sale de manera natural, dialéctica que culmina con la liberación que experimenta la secretaria de Estado cuando sale de marcha por París con el atuendo de una asistente al Sónar. Esta tiranía de la apariencia produce las previsibles tensiones entre los protagonistas: así como uno se ve obligado a abandonar el absolutismo moral que le permite llevar siempre razón, la otra se ve forzada a elegir entre sus principios y sus ambiciones. La película viene a actualizar el idealismo de las comedias de Capra, sugiriendo que la honestidad será premiada por los votantes: el aspirante a un cargo público que elige la autenticidad en lugar del fake estará haciendo la apuesta correcta, pues con ello exhibirá ante el público la humanidad común, falible, que todos compartimos. Es como si la ruptura de la cuarta pared no llevase a los actores al patio de butacas, sino a los espectadores al escenario.

Y es que la moraleja de Long Shot dice entonces que es necesario quitarse la máscara para poder ganarse el favor de los votantes: que cuando los líderes son construcciones de los gabinetes de comunicación, sólo cabe diferenciarse de ellos presentándose como alguien carente de artificio. Algo que no difiere demasiado del mensaje populista que presenta al líder como un hombre común que viene desde fuera a regenerar el sistema: caballero sin espada. Al otro extremo, la película nos dibuja a un presidente que decide no concurrir a las elecciones porque quiere hacer carrera en el cine después de haberla hecho ya en televisión, donde interpretaba –justamente– al presidente: sus horas en el Despacho Oval sólo parece emplearlas en ensayar nuevos papeles y revisar viejas actuaciones. Pero eso de que un actor que interpretaba en televisión al presidente de la nación se convierta en presidente fuera de la pantalla no pertenece ya al reino de la sátira: se ha hecho realidad en Ucrania con la victoria del cómico de origen judío Volodímir Zelenski en las últimas elecciones presidenciales. Zelenski tiene un apellido que inmediatamente nos recuerda el comienzo de Ser o no ser, la inmortal comedia de Ernst Lubitsch que también gira en torno a la suplantación actoral y nos sugiere que jamás podemos saber si el otro –sea quien sea el otro– está actuando. La duplicidad, nos dice Lubitsch como nos había dicho Shakespeare, es inherente a las relaciones sociales.

Sea como fuere, la presencia de actores y cómicos en la vida política parece haber cobrado fuerza en los últimos tiempos. Por supuesto, hay precedentes: Ronald Reagan y Juan Pablo II fueron actores, mientras que Donald Trump accede a la presidencia tras triunfar en un reality televisivo. Zelenski quizá sea el ejemplo más cumplido del fenómeno, casi a la manera de un arabesco o caja china: si en la ficción interpretaba a un maestro de escuela que de manera inesperada se convierte en presidente, en la vida real es un cómico que se ha hecho presidente gracias a la popularidad generada por su personaje televisivo. Pero, como nos recordaba este fin de semana Jenny Lee en las páginas del Financial Times, Zelenski dista de ser el único cómico que ha alcanzado el éxito político: Jimmy Morales fue elegido presidente de Guatemala en el año 2015 con un 6,.4% de los votos, el norteamericano Al Franken fue senador demócrata hasta que hubo de dimitir acusado de conducta sexual inapropiada en 2018, Beppo Grillo es fundador del Movimiento 5 Estrellas italiano y el payaso «Titirica» fue el congresista más votado en las elecciones brasileñas del año 2010. Tiene este último una frase digna de los Hermanos Marx: «¿Qué hace un diputado federal? La verdad es que no lo sé, pero vota por mí y te lo diré». Titirica lleva ocho años ocupando su escaño.

Hay posibilidades más inquietantes. En su novela satírica Er ist wieder da (Ha vuelto en nuestra lengua), Timur Vermes se pregunta qué pasaría si Hitler reapareciese en la Alemania contemporánea. Sorprendido inicialmente al encontrar en pie todo lo que se había esforzado por destruir, el Führer se esfuerza por dar sentido a la realidad a partir de sus creencias por medio de un proceso mental al que tenemos acceso gracias a la primera persona con que está narrada la obra. Nadie cree que se trate del auténtico Hitler; todos lo toman por un cómico o un actor del método. Todavía enardecido por su pasión ideológica, el resucitado se convierte, sin embargo, en una celebridad a través de YouTube y, a pesar de recibir una paliza a manos de unos neonazis que le afean haber profanado la memoria del genocida, Hitler termina por usar su popularidad para iniciar una carrera política en la democracia de partidos. Es un truco fácil, aunque ingenioso, que sirve al autor para advertir sobre esa faceta plebiscitaria de la sociedad digital que facilita la difusión de las ideas extremistas y el contacto directo del líder con sus seguidores. No obstante, las últimas elecciones volvió a ganarlas Angela Merkel y Alternative für Deutschland no superó el 15% de los sufragios: la ficción tiene también límites epistémicos.

Hay, no obstante, un rasgo llamativo del actual éxito político de cómicos y actores. Como es sabido, una de las virtudes más señaladas de la obra de Maquiavelo es su capacidad para rasgar el velo del poder y advertir a los ciudadanos acerca de la naturaleza de un poder político asentado sobre el cálculo del gobernante. A pesar de la ausencia de elecciones democráticas en las repúblicas descritas por el florentino, éste no dejó de apreciar la importancia de esa «voce d’un popolo» a la que alude en los Discursos y no digamos de la que reviste la apariencia con que el príncipe –actor a la fuerza– se presenta ante súbditos y adversarios. Ya sólo la pregunta acerca de si es mejor para el gobernante ser temido que amado implica la capacidad del gobernante para desplegar los efectos escénicos necesarios para producir, en el público, alguno de los dos efectos. En todo caso, si algo hemos ganado desde el siglo xvi hasta ahora es conciencia de tal cualidad teatral; y lo hemos hecho en una medida tal que el ciudadano ordinario descree por defecto de la sinceridad del príncipe o de quien aspira a serlo. Esto produce un efecto paradójico en lo que a cómicos y actores se refiere: dado que en ellos el artificio está a la vista, el votante parece preferirlos a quienes construyen un personaje. De ahí que la sugerencia redentora de Long Shot sea justamente que quitarse la máscara produce efectos benéficos, emancipadores, en candidatos y audiencias. Hay que matizar: sigue habiendo presidentes –de Justin Trudeau a Pedro Sánchez– que suscitan entusiasmo entre los votantes a pesar de su obvia cualidad «construida», hasta el punto de que el segundo firma un libro cuyo verdadero autor es otra persona y así se reconoce públicamente. En cambio, Emmanuel Macron empezó su presidencia con una explícita disposición jupiterina y ha terminado por hablar en mangas de camisa en reuniones ciudadanas organizadas en toda Francia.

Sucede que la representación política carece de reglas fijas y, sin embargo, contiene, por definición, un fuerte componente actoral. Tiene su lógica: si la política es teatral por antonomasia, sus actores son los políticos y la audiencia está compuesta por el conjunto de los ciudadanos que prestan atención al escenario. De acuerdo con la rica teoría política de la representación, ésta surge cuando un actor habla o actúa en nombre de un grupo al que –con ello– provee de presencia política. Tal como apunta Hannah Pitkin en la obra de referencia sobre el concepto, la representación no empieza a adoptar su significado moderno hasta la Edad Media: primero en textos religiosos y jurídicos, luego como instrumento para articular las relaciones entre las ciudades y el rey. Ella misma define la representación política como la acción que se lleva a cabo en defensa de los intereses de los representados de un modo que es receptivo a ellos y destaca la importancia que tienen los procedimientos que la institucionalizan. Pero hay otras formas de concebir la representación que trascienden la cualidad electoral subrayada por Pitkin: ahí está la representación «descriptiva», que enfatiza las características personales del representante en relación con determinados grupos o incluso géneros. En este caso, el énfasis está menos en la actividad que en el símbolo: el representante debe parecerse a los representados. Claro que esta tesis presupone la existencia de una circunscripción o electorado cuyos intereses, definidos y discernibles, son asumidos por el representante. Una parte de la teoría política contemporánea, empero, se pregunta si no sucederá al contrario: si no será el representante quien, con su actuación, crea de hecho la circunscripción dirigiéndose a lo que antes era una heterogénea parte del cuerpo social. Entre nosotros, Andrea Greppi ha llamado la atención sobre la tensión existente entre estas dos facetas de la representación, una relativa a los intereses y la otra a la imagen o lo simbólico, señalando que

entre el signo que representa y la cosa representada debe darse cierto grado de correspondencia, aunque no necesariamente de identidad o similitud, de tal forma que la equivalencia que se establece entre el original y la copia resulte controlable o, cuando menos, mínimamente comprensible. […] Pero es decisivo entender que el nexo entre un término y otro no es nunca –por así decir– automático, sino que está condicionado por las más diversas formas de mediación figurativa. Depende de imágenes y se expresa en imágenes.

A mi juicio, más importante que las imágenes es la actuación o performance del representante político, de la que se derivan las imágenes que a su vez lo representan a él ante el público. Al fin y al cabo, la teoría normativa de la representación apunta hacia un ideal regulativo que se ve severamente corregido cuando, atendiendo a la práctica de la representación, introducimos en el análisis una competición partidista que sitúa al candidato por encima del representante. Incluso, nótese, cuando el candidato ya es representante, pues no quiere dejar de serlo sino que aspira a ser reelegido. Se deduce de aquí que su actuación irá dirigida a persuadir al elector más que a identificar o hacer emerger sus intereses. O, si se quiere, a reducir sus intereses a uno solo: ser representado por el candidato.

En cualquiera de los dos casos, la representación implica forzosamente un despliegue escénico. En consecuencia, la dimensión actoral de la representación política resulta insoslayable e incorpora de manera natural la duplicidad que es característica de toda actuación. Y podríamos añadir: cuanto más desapasionado sea el actor, como dejó establecido Diderot con su célebre paradoja, más lograda será su actuación. Más difícil resulta en cambio discernir con exactitud cuáles son los mecanismos de identificación que se activan por parte del votante, si bien el éxito de los candidatos anti-establishment –Zelenski incluido– apunta hacia un malestar relacionado con la distancia simbólica: el representante ordinario quedaría demasiado lejos para conectar emocionalmente con el elector. Por eso el candidato populista o nacionalista, que se dice representante de todo un pueblo, adopta a menudo el aspecto del outsider que viene a romper convenciones en nombre de una autenticidad sin mediaciones. Se trata de un personaje muy agradecido: el histrión al que dan el premio mientras el actor contenido se conforma con la nominación.

Apuntaba hace unos días el periodista Andrea Rizzi, glosando la figura del italiano Matteo Salvini, que la incesante presencia en el espacio público italiano de este último constituye el ejemplo extremo de un problema que aflige a la política contemporánea. A saber: la posibilidad tecnológica de la proyección pública permanente se convierte en la realidad de una proyección pública permanente. Para Rizzi, el triunfo de la política del aparecer se produce a costa de la política del ser, que es aquella que reserva un tiempo para la reflexión y la producción de ideas. Nos encontramos así con que la estructura del espacio público digital facilitaría una deformación del ideal nativista formulado por Hannah Arendt: una concepción de la política en la que el individuo nace por segunda vez confrontándose con los demás en el espacio público, que hace así las veces de un «espacio de apariciones». Y es que, si quienes hacen acto de presencia en la esfera pública renuncian a cualquier intención deliberativa para poner todo su empeño en persuadir al potencial votante por cualquier medio a su alcance, la realidad terminará por alejarse demasiado del ideal.

No es así de extrañar, en fin, que una esfera pública saturada de apariciones produzca la fantasía de un giro hacia la autenticidad: el imposible abandono de toda doblez. Nos encontrarnos este anhelo en lo que dicen de sí mismos los candidatos populistas y también, como hemos visto, en una ficción hollywoodense cuyo título español es un comentario involuntario a esa pretensión de pureza: casi imposible. Y que siga la función.

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