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La metamorfosis de los españoles

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Francisco García Olmedo, biólogo molecular eminente y amigo mío desde hace ya muchos años, refiere en esta misma página, unas cuantas pulgadas hacia la izquierda –Éramos hermosos, pero estábamos feos–, las variaciones físicas que ha sufrido el hombre durante los últimos siglos por el cambio de dieta, la instalación de agua corriente, las mejoras de la economía, y cosas así. Estos cambios no son evolutivos –no ha transcurrido tiempo suficiente para que opere la selección natural–. Pero son enormes. En su artículo, Paco habla de lo pequeños que retrospectivamente se le hicieron los suecos cuando visitó un museo que acumulaba muebles antiguos, quiero decir, artefactos de cuyo tamaño es posible deducir el de las gentes que los usaban –si una chistera se ajusta a nuestro dedo índice, una de tres: o es de juguete, o sirvió para que se tocara con ella un liliputiense, o es un preservativo–. Erik el Rojo levantaba del suelo lo que un bombero torero. Hemos crecido, en fin, una barbaridad, y casi de un salto. Y los españoles, de un salto con pértiga. Yo, que tengo cincuenta y ocho años, recuerdo a un tipo de español que ha desaparecido absolutamente, dejando como rastro único a hijos y nietos que no se le parecen en nada. Déjenme que lo rememore, añadiendo algunos detalles arbitrarios para dar mayor color a la estampa. Fecha: el franquismo en los amenes del franquismo. Verbigracia, 1970. El español de nuestro ejemplo hizo la Guerra Civil y quizá fue divisionario, de la División Azul. Esto le adjudica unos cincuenta y tantos años, o quizá menos o quizá más, hasta aproximarse a los sesenta. Luce un bigote fino ceñido al labio. Como aprieta el estío, va en camisa de rayadillo y manga corta, con dos botones sueltos que dejan ver una camiseta de cuello redondo. Los pantalones son de color claro, los zapatos, de rejilla, y por los agujeros trasparecen –no se me ocurre otra palabra– unos calcetines grises. ¿Más? Sí. Camina derecho como un huso, probablemente porque la experiencia bélica le ha infundido prestancia marcial. A continuación, el dato biológico. Mide entre uno sesenta y uno sesenta y cinco, y el perímetro de la cintura es casi de un metro. De hecho, se sujeta los pantalones después de haber forcejeado con el cinturón hasta prenderlo por el último agujero.

¿Han conocido los jóvenes a esta raza belicosa y ya extinta? No, no han tenido ocasión. Hacia el ochenta y tantos, los españoles aguerridos empezaron a morirse, o fueron adquiriendo el aire borroso de la vetustez radical. También se han transformado las mujeres. Cambio de escenario. Apunta mayo, el tiempo está tibio, y después de misa mayor, la pareja se sienta a una mesa al aire libre para tomar un vermú –la mujer, quizá, pide un Trina de naranja–. También la mujer es pequeña, y como cuida los modales con modestia antañona, y se sienta con las rodillas muy juntas y los pies apoyados en el travesaño de la silla, recuerda, una vez compuesta, con el bolso en el regazo y bien apretado entre las manos –toda precaución es poca– a una tórtola subida a una alcándara. Los españoles, por aquellas calendas, llevábamos los dientes más estropeados que ahora, y la señora aprieta los labios para que se le noten lo menos posible. Así, colocada en la silla lo mismo que en lo alto de una torre albarrana, y con los labios apretados, ostenta un aire entre vigilante y desdeñoso, y no parece que vaya a contestar «sí» sino «zí», que es un «sí» impedido por los labios y los dientes, y todas las defensas y precauciones que cuadran a una señora casada. De nuevo, otra raza. Una raza asombrosamente distinta de la actual.

Con la raza, se ha metamorfoseado el lenguaje. Yo he oído decir a una chica de mi edad, parándole los pies a un ansioso: «Se mira pero no se cata». No habían pasado demasiados años desde la época en que no se sufría hambre, aunque sí necesidad, y «catar» no sonaba a lo de ahora. Sonaba a algo más urgente. Al contacto con los doblajes de las películas, el español, el que se hablaba y no el de carne y hueso, cobró un perfil menos carnívoro. Lo que les voy a contar es verdad. En Luarca –contaba yo trece años– me tocó bailar en un guateque con una chica un año mayor que yo y dos palmos más alta. La recuerdo bien: pelo rubio, rizado, y apresto proceroso e imponente. Repetimos baile. Existían códigos de honor entre los alevines de varón, que yo no estaba cumpliendo. «Arrímate», me conminaban a la oreja los amigos, cada vez que la chica y yo nos rozábamos con otra pareja sobre la pista de baile –que era el entarimado de una salita/comedor, despejada de muebles–. «Venga, arrímate». Y me arrimé apretando los dientes, y como quien se tira al agua. «Apártate si no quieres probar la fuerza de mis puños», me dijo la chica, que arrastraba por cierto las erres, mudándolas en «egues». Y me aparté, vaya si me aparté. Aterrado por la fórmula inédita, y por la objetiva desproporción entre los tamaños.

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