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Error de sistema: del pluralismo a la vetocracia

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Nuestra época está llena de contradicciones y tiene mucho sentido que un régimen como la democracia, ambiguo desde sus orígenes, venga a expresarlas con la mayor de las claridades: para confusión creciente de los observadores. Tal vez la mayor de esas contradicciones resida en que la progresiva convergencia en el centro ideológico de las distintas ideologías políticas occidentales –que vienen a aceptar universalmente los principios de la democracia representativa y el bienestarismo estatal– convive con una creciente polarización de los discursos políticos. Más aún, el aumento del pluralismo social y la consiguiente volatilidad de los electorados produce parlamentos cada vez más fragmentados, donde rara vez un partido dominante obtiene más allá del 30% de los votos. Sin embargo, la conversación pública no se caracteriza por registrar ese hecho en forma de una mayor moderación constructiva; por el contrario, una fricción política superlativa, alimentada con entusiasmo por los medios de comunicación tradicionales y las redes sociales, desemboca en un estilo político destructivo: todos los partidos han ganado, todo hecho es histórico, cualquier principio es una línea roja. En consecuencia, la democracia corre el riesgo de convertirse en un juego de lenguaje cuyo fundamento sea el desacuerdo permanente: una vetocracia. Y es posible que España, tras las elecciones del pasado domingo, haya alcanzado ya esa condición.

Aunque el debilitamiento del presunto bipartidismo se ha demorado mucho tiempo, su colapso ha sido destacable. Hemos pasado a un escenario donde tres partidos –o cuatro, según incluyamos o no a Ciudadanos– se mueven por debajo del 30% de los votos y por encima del 20%. Junto a ellos, encontramos un variopinto surtido de grupos nacionalistas y de izquierda, mientras aumenta la fuerza extraparlamentaria de los movimientos de un solo asunto (como el Partido Animalista). Nadie ha dicho esta vez que la voz del pueblo sea sabia, un lugar común habitual en anteriores elecciones: ahora tenemos delante una cacofonía que no sabemos interpretar y, en el caso de los grandes partidos, casi una sicofonía. Para más inri, el partido que con más claridad puede declararse ganador de los comicios, Podemos, es en realidad una coalición entre un partido de ámbito estatal y una serie de formaciones regionalistas: una muñeca rusa de comportamiento impredecible que, de momento, hipoteca el discurso de su líder.

Se trata de un desarrollo análogo al de otros sistemas políticos continentales. Por supuesto, el efecto es menos intenso en aquellos que se rigen con arreglo a sistemas mayoritarios, aunque incluso en el Reino Unido ha aumentado la fragmentación parlamentaria. En Estados Unidos, son las corrientes internas dentro de los grandes partidos –como el Tea Party– las que cumplen esta función, polarizando el debate y produciendo de facto un preocupante bloqueo institucional. Por su parte, las Grandes Coaliciones entre democristianos y socialdemócratas son ya la norma antes que la excepción en Alemania, donde el muy profesional Partido Verde ha liderado las encuestas en algún momento de los últimos años y no puede descartarse que se convierta en el próximo socio de gobierno de Frau Merkel. Y qué decir de Francia, donde el populismo neosoberanista del Frente Nacional está sacudiendo con fuerza el espacio político. En estas condiciones, ¿cómo gobernar?

Hay factores adicionales que vienen a dificultarlo. Por una parte, los partidos pequeños carecen de incentivos para integrarse en coaliciones formales con socios mayores. Por otra, todas las formaciones políticas viven cada vez más pendientes, desde el inicio mismo de una legislatura, de las elecciones que se celebrarán cuando ésta –antes o después– concluya. Vivimos así en campaña electoral permanente y sabido es que nada desgasta más que gobernar: la tentación subsiguiente es ostentar el poder sin gobernar demasiado. Entre otras cosas, porque en sociedades complejas resulta difícil que una política pública rinda efectos de inmediato; mientras lo haga o no, la campaña de desprestigio organizada por sus detractores habrá producido ya efectos en las encuestas. Desde luego, esta dinámica se ve reforzada en una época de crisis económica, pero sería ingenuo pensar que se limita a ellas: los partidos que no están en el gobierno se esfuerzan en crear sensación de crisis aun en el mejor de los tiempos posibles, a fin de movilizar eficazmente las emociones de sus votantes y capturar votantes nuevos, en un juego de coaliciones sentimentales que varían según la cultura política de cada sociedad. Si los líderes del partido en cuestión se adhieren, además, a una concepción agonista de la política –como es el caso de Podemos–, la conflictividad se convierte en un fin en sí mismo; pero de eso hablaremos otro día.

Se ha dicho alguna vez que las sociedades maduras propenden al bipartidismo, reflejo en último término del código binario que rige la percepción humana y se manifiesta por doquier en la cultura. Sin embargo, no está claro que ese bipartidismo «natural» pueda sobrevivir a la fragmentación social en mercados políticos abiertos donde el outsider goza de la ventaja retórica de la negatividad.

A eso hay que añadir un efecto destacado de la modernización social, que las elecciones recién celebradas en España han venido a constatar: el debilitamiento de los partidos tradicionales de masas y el aumento de la volatilidad electoral. El voto de clase se ha visto erosionado a medida que la vieja estratificación social se veía reemplazada por la extensión de la clase media, últimamente erosionada a su vez por los efectos de la globalización y la digitalización. En palabras de Russell Dalton y Hans-Dieter Klingemann:

La modernización ha transformado las condiciones de vida en la mayoría de las naciones, ha alterado las capacidades y los valores de los públicos contemporáneos, ofrecido nuevos avances tecnológicos que cambian la relación entre ciudadanos y elites. […] Nunca antes en la historia ha girado tanto la relación entre las elites y los ciudadanos en favor de éstosRussell J. Dalton y Hans-Dieter Klingemann, «Overview of Political Behavior: Political Behavior and Citizen Politics», en Robert E. Goodin (ed.), The Oxford Handbook of Political Science, Oxford, Oxford University Press, 2009..

Todos los países muestran por ello un declive de las líneas divisorias sociales tradicionales que estructuraban el voto individual: la posición social ya no determina en la misma medida que antaño las posiciones políticas. O, mejor dicho, no lo hacen de manera predecible; en parte, porque la oferta electoral es más amplia. La consecuencia es que la opinión pública es más fluida y menos predecible, lo que obliga a los partidos a ser más sensible a ella, una sensibilidad que estimula la aparición de movimientos sociales que –a diferencia de la anciana que no sale de casa– hacen oír su voz y ganan fuerza en el diseño de los programas electorales. El efecto es que unos intereses desaparecen de la conversación pública, mientras otros la dominan: una lucha permanente por el control de la percepción pública. Pero es que nadie elige a un activista. La desigualdad puede, así, estribar en la distinta capacidad de diferentes grupos para hacerse oír, para convertirse en protagonistas dentro del espacio público: causa mayor del síndrome de hiperlegitimidad que suele aquejar a quienes más participan, también los menos inclinados a la negociación por la propia radicalidad de su compromiso personal. Algo que, como veremos enseguida, tiene sobre todo importancia a la hora de ejercer un veto informal sobre las decisiones o iniciativas del gobierno.

Es aquí donde se hace necesario prestar atención a la crisis de los partidos de masas y a la irrupción de los partidos emergentes. Peter Mair, en su obra póstuma Ruling the Void, lo tiene claro: «La era de la democracia partidista ha terminado»Peter Mair, Ruling the Void. The Hollowing of Western Democracy, Londres, Verso, 2013.. Él lo relaciona con una desdemocratización de la democracia: un reforzamiento de su dimensión constitucional que erosiona su componente popular. Para el autor británico, esto es evidente si atendemos a la creciente indiferencia ciudadana, que se manifiesta en la sensación de que los partidos no son decisivos para la toma de las decisiones que modelan sus condiciones de vida. Fenómenos como la tecnocratización y la gobernanza apuntarían en ese sentido, que provoca que las elecciones tengan cada vez menos consecuencias prácticas. Pero la desafección ciudadana puede verse también de otra manera: como efecto de la brecha creciente entre la creciente complejidad social y la falta de sofisticación de los juicios ciudadanos, que lleva a éstos a demandar con impaciencia rendimientos socioeconómicos a despecho de esa complejidad. Ante lo que no se comprende, se reacciona indignado: las pasiones políticas se convierten en un sustituto de la razón. Surge así un swing voter histérico, impaciente con sus representantes, que presta cada vez más apoyo a partidos populistas o radicales: un ciudadano sentimental que no tiene demasiada paciencia para las razones.

Hay, así las cosas, dos grandes explicaciones posibles:

Primera tesis: los nuevos partidos son un producto específico de la profunda crisis económica experimentada por nuestro país, aunque no solamente por nuestro país, surgiendo así como consecuencia directa de una crisis de legitimidad del sistema que obedece menos a razones morales o participativistas que a la simple insatisfacción con los deficientes rendimientos socioeconómicos del sistema político. Esta idea se vería reforzada por el hecho de que los ciudadanos españoles no habían mostrado, hasta el estallido de la crisis, inquietudes representativas especiales. Esto no significa que el sistema fuera impecable, porque estaba lejos de serlo: significa que los ciudadanos eran parte del sistema mismo. Esta tesis se demostrará falsa si, pasada del todo la crisis (no las elecciones), estos partidos han demostrado ser incapaces de amenazar seriamente el duopolio bipartidista tradicional.

Segunda tesis: la crisis económica ha servido como catalizador para el surgimiento de los nuevos partidos, pero no sirve para explicar las causas profundas del mismo, que más bien tendrían que ver con transformaciones sociales de distinto orden cuya conjunción habría alterado considerablemente el funcionamiento de los partidos tradicionales, o partidos de masas, que habrían entrado en crisis –debido a causas culturales, demográficas, tecnológicas– antes de que la crisis pudiera en evidencia su creciente obsolescencia. Desde este punto de vista, se habría visto alterada la relación entre los partidos de masas y los ciudadanos, lo que habría provocado cambios de calado en las actitudes recíprocas, que a su vez han terminado afectando a la vigencia de esos particulares instrumentos institucionales. Esta tesis tiene una particularidad: el fracaso relativo de los partidos emergentes no la demostrará falsa, porque si los partidos de masas o tradicionales logran frenar el ascenso de los emergentes tras haberse transformado exitosamente para hacer frente a su actual debilidad podremos seguir hablando de crisis –en este caso resuelta– de los partidos y del fracaso de unos partidos de crisis que, sin embargo, habrían expresado también, y a su manera, esa crisis debido a sus novedades organizativas.

De esta manera, surge aquí una tercera posibilidad.

Tercera tesis: los nuevos partidos son sin duda partidos de crisis, porque deben su ascenso a una crisis económica que altera los equilibrios tradicionales del sistema de partidos preexistente. Ahora bien, son también expresión de una profunda crisis de los partidos que atañe, sobre todo, a su relación con la sociedad y a la obsolescencia de su modelo organizativo. Ellos mismos, por tanto, incorporan nuevas prácticas que reflejan ya esos cambios. Al hacerlo, ponen en evidencia las deficiencias sobrevenidas de los partidos tradicionales. Serían, por tanto, partidos de crisis en un doble sentido: producto de la crisis socioeconómica y portavoces involuntarios de la crisis de los partidos tradicionales.

¿Cuál de estas tesis es más plausible?

Parece claro que el modelo clásico de partido de masas, basado en un vínculo fuerte entre partido y votantes que beneficiaba a ambas partes, se ha visto alterado por la incidencia de dos factores exógenos: las mejoras en el nivel educativo de los votantes y las innovaciones en marketing y publicidad. También se ha producido un debilitamiento de la divisoria izquierda/derecha, en gran medida debido a cambios demográficos. Simultáneamente, hay una atenuación de las diferencias ideológicas entre partidos, lo que produce gobiernos más centrados (y más espacio para alternativas radicalizadas a izquierda y derecha). Por su parte, los partidos tradicionales no habrían reaccionado con rapidez a estos cambios, permitiendo así el surgimiento de nuevas formaciones. Sucede que el partido de masas era un modelo eficaz en una época en la que ni los votantes podían obtener información tan fácilmente como ahora, ni los partidos podían monitorizar las tendencias en el sentimiento popular. Decreció con el tiempo la afiliación a los partidos y los propios vínculos afectivos entre votante y partido han ido debilitándose, en beneficio de formas más débiles de vinculación y una mayor independencia de parte de los votantes. Por supuesto, esta transformación es más marcada en las generaciones más jóvenes.

Dicho esto, me parece que podemos inclinarnos por la tercera de las posibilidades: los nuevos partidos son partidos de crisis que reflejan la crisis de los partidos tradicionales. Pero esto no significa necesariamente que vayan a desaparecer cuando desaparezcan las manifestaciones más agudas de la crisis. ¿Por qué? Porque si creo que pueden ser caracterizados como partidos de crisis –y lo creo–, es a condición de entender crisis en un sentido amplio, es decir, como un término que nos permite designar el profundo cambio social que experimentamos desde el final de la Guerra Fría, cuyas causas principales son la globalización (exitosa), la crisis de la soberanía (en sus distintas formas), la digitalización (en sentido amplio, con sus disruptoras consecuencias sobre el mundo del trabajo o la comunicación política) y el envejecimiento (que, paradójicamente, frena el ímpetu inicial de los nuevos partidos durante unas décadas). Qué partidos habrán de surgir de aquí, en un contexto donde la relativa desafección y la creciente desvinculación emocional son la norma, no me atrevo a predecirlo.

Ahora bien, si la democracia representativa ha de asentar su práctica durante las próximas décadas en la coexistencia de unos partidos tradicionales debilitados y unos partidos insurgentes llenos de vitalidad rupturista, la consecuencia será una intensificación de los problemas de gobernabilidad asociados con eso que podríamos denominar pluralismo paradójico. Pero la paradoja a que me refiero no consiste en que la mayor fragmentación social y, por tanto, partidista dificulte la gobernabilidad; este efecto es tan evidente que no merece la pena señalarlo. De hecho, ni siquiera es una paradoja: a mayor número de actores, más difícil es el consenso. No: la paradoja consiste en que el discurso de los distintos partidos –sobre todo los insurgentes– se hace programáticamente maximalista a pesar de la pérdida de apoyo electoral relativo padecida por todos ellos, de manera que los proyectos de cambio social son más difíciles que nunca por la dificultad para armar coaliciones efectivas capaces de llevarlos a término. O, al menos, coaliciones capaces de sobrevivir a la acción contraria de las organizadas por sus adversarios para frenar las reformas correspondientes. Dicho de otra manera, allí donde más necesario se hace el diálogo ponderado y la prudencia reformista, más necesidad tienen los partidos de exagerar retóricamente sus diferencias para ganar perfil propio a costa de los demás, una estrategia de diferenciación agresiva que se traslada sin mayores dificultades al cuerpo social, lo que enseguida retroalimenta el discurso polarizador de los partidos en un loop interminable regido por una política emocional que no deja de parecerse –si hablamos de su efecto sobre la vida cotidiana de los ciudadanos– a una práctica deportiva.

De ahí que pueda hablarse de la transformación gradual de las democracias en vetocracias, o regímenes de gobierno caracterizados antes por la vigilancia y la obstrucción que por la acción de gobierno propiamente dicha. El pensador francés Pierre Rosanvallon ha escrito lúcidas páginas al respecto, apoyándose en la noción de los «actores de veto» (veto players) anticipada por George TsebelisGeorge Tsebelis, Veto Players. How Political Institutions Work, Princeton, Princeton University Press, 2002.. Estos actores pueden ser tanto formales (partidos) como informales (movimientos, medios), sin que nada impida que ambos se coaliguen entre sí en una campaña dirigida contra otros actores políticos (generalmente, claro, el gobierno). Sociológicamente, las coaliciones negativas parten con una ventaja estructural, pues no necesitan ser coherentes o presentar una alternativa constructiva para cumplir su cometido: frenar al rival. Por eso,

las mayorías políticas de reacción son cada vez más fáciles de formar en un mundo que ya no está estructurado por confrontaciones ideológicas; y están cada vez más alejadas de las mayorías de acción. Puede decirse entonces que la negatividad tiene aquí más de una ventaja estructural. Por lo mismo, la legitimidad y la gobernabilidad se encuentran fuertemente disociadas en las democracias modernasPierre Rosanvallon, La contrademocracia, trad. de Gabriel Zadunaisky, Buenos Aires, Manantial, 2007..

Por su misma naturaleza y por los costes de oportunidad que llevan aparejadas, las mayorías sociales de acción son más difíciles de constituir: presuponen un acuerdo deliberado que las mayorías electorales no producen por sí solas. Y aunque la alternancia electoral es una válvula de escape para las tensiones que provoca esta atmósfera claustrofóbica, no son suficientes para disolverla. Entre otras cosas, porque esa tensión reaparece con fuerza activada por el resorte del desencanto: gobernar es decepcionar. Es patente cómo las opiniones públicas castigan con una prontitud cada vez mayor el desempeño en la acción de gobierno de los nuevos líderes cuando no son capaces de enmendar con rapidez los problemas –reales o exagerados– que producen el descontento social.

Para Rosanvallon, esta vigilancia constituye una forma de poder social y debe ser vista con aprobación: presupone un ciudadano activo y atento, vigilante del poder. Sin embargo, dejando ahora a un lado el hecho de que no todos los ciudadanos son activos en la misma medida, no está claro que se pierda más de lo que se gana. Es verdad que la democracia no puede solucionar el conflicto, pero sí tiene encomendada la canalización y atenuación de los conflictos a través de un conjunto de reglas por todos aceptadas. Y no se ve claro cómo puede cumplirse esta función cuando la orientación al consenso se convierte en obligación de disenso.

Francis Fukuyama también se ha ocupado de este asunto, sobre todo en relación con la particular parálisis institucional que aqueja a Estados Unidos por la perversión de su sistema de checks and balances. Y es que éste, pese a su admirable perfección formal, difícilmente puede sobrevivir al debilitamiento de su premisa mayor: que los distintos actores políticos cooperarán entre sí para que el gobierno sea posible. En cuanto esa voluntad cooperativa se atenúa, el sistema pierde una gran parte de su eficacia: el control se convierte en obstrucción. Pero, para el autor norteamericano, la solución no es más democracia, como los experimentos refrendatarios desarrollados en California y otros Estados de la Unión vendrían a demostrar:

Ya sea por falta de capacidad o por temperamento, el público democrático no es capaz de tomar un número elevado de complejas decisiones de políticas públicas; lo que ha llenado ese vacío son grupos bien organizados de activistas que no son representativos del público en su conjunto. La solución más obvia a este problema sería deshacer algunas de estas reformas pretendidamente democráticas, pero nadie se atreve a sugerir que lo que necesita el país sea un poco menos de participación y transparenciaFrancis Fukuyama, Political Order and Political Decay. From the Industrial Revolution to the Globalisation of Democracy, Profile Books, Londres, 2015..

Es decir, un poco menos de participación a fin de reducir el pluralismo y un poco menos de transparencia para reducir la eficacia de la retórica maximalista. Bien pudiera ser. Pero no está claro hasta qué punto la dinámica pluralizadora es ya imparable, y cualquier intento por limitar su impacto institucional puede reducir la legitimidad de las decisiones resultantes. Naturalmente, el mejor antídoto contra estos desarreglos en el cuerpo democrático es una ciudadanía informada y razonable capaz de hacer un buen uso de la razón pública. Pero eso es un brindis al sol, máxime en un país como el nuestro. Mientras tanto, pues, quizá convendría pensar en reformas institucionales que empujen a los actores políticos hacia el trabajo de gobernabilidad en lugar de lo contrario. Y es que, aunque nada más difícil que introducir cambios sustanciales por medios democráticos en sociedades desarrolladas, nada más fácil que proclamar alegremente la capacidad de hacerlo cuando se aspira a alcanzar el poder. Esa inevitable tensión, inherente a la democracia debido al eje organizativo gobierno/oposición, se ve agravada con el aumento del pluralismo y la nueva capacidad que adquieren los grupos sociales para expresarlo mediante las nuevas tecnologías de la información. No se adivinan soluciones claras a este problema: quizá no las haya. Pero se entenderá que hablar de voluntad popular –no digamos ya de «fundar un pueblo»– en semejante contexto resulte algo incongruente. O, acaso, la más gráfica demostración posible de la paradójica relación que media entre el pluralismo democrático y la retórica tremendista empleada por los actores políticos para ganarse la atención del público: mi prójimo, mi hermano.

NB: Este blog se toma un descanso navideño y volverá el 13 de enero. Felices Fiestas a todos.

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