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Una corte verdaderamente suprema

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Hace unos días El País nos ilustraba sobre la deriva reaccionaria que hacían prever las sentencias de la Corte Suprema USA en Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization (negativa a considerar el aborto como un derecho federal); West Virginia v. EPA (limitación de los poderes de la burocracia) y New York State Rifle & Pistol Association Inc. v. Bruen (reconocimiento del derecho a portar armas ocultas), así como en otras decisiones judiciales «reveladoras de un patrón de comportamiento en el actual Tribunal Supremo que augura tiempos oscuros». Al poco me llegaban, con idénticos motivos, los pareceres concordantes de George Soros -la democracia en América es el blanco de una conjura organizada- y de un Ian Buruma preocupado por el ánimo antidemocrático que se respira en el país.

¿Hay para tanto?

Es posible que Estados Unidos haya cambiado repentinamente y yo no me haya percatado. Por lo que sé, la Corte Suprema no ha variado sus estatutos ni sus normas de procedimiento, pero soy algo espeso y tal vez sea eso lo que me impida concurrir con el diario global de la mañana y con esos dos eminentes jurisconsultos que, hasta hace poco, se mostraban satisfechos con sus decisiones y ahora ven en sus sentencias una confabulación tan peligrosa o más que el asalto al Capitolio en enero 2021.  

Si algo ha cambiado en la Corte ha sido su personal y no por un complot, sino de acuerdo con las normas que lo rigen. La existencia de una instancia suprema que decida sobre la constitucionalidad de leyes ordinarias y conductas la determina el artículo 3, sección 1 de la Constitución al decir que el poder judicial en Estados Unidos queda investido en esa Corte Suprema y en los tribunales de rango inferior que el Congreso determine y establezca. Que yo sepa, sigue en pie.

El número de integrantes de la Corte Suprema ha cambiado en el tiempo por decisión del Congreso, pero quedó establecido en nueve poco después de la Guerra Civil. Al igual que a todos los jueces federales, a los integrantes de la Corte Suprema los nombra para ese cargo vitalicio el presidente y los confirma el Senado. La Corte establece su proceder autónomamente y sus sentencias son de obligado cumplimiento, es decir, los tribunales de rango inferior tienen la obligación de atenerse a ellas en sus decisiones. Según el régimen de la common law, las sentencias de la Corte Suprema pueden ser eventualmente enmendadas por otras posteriores y, por supuesto, son objeto de libre crítica por la opinión pública y por los medios de comunicación. Todo esto lo estudian los americanos en sus cursos de enseñanza secundaria.  

La intervención obligada en el nombramiento de los jueces de instituciones directamente elegidas por votación popular como la presidencia y el Senado hace que la composición de la Corte haya sido y siga siendo objeto de problemas y tensiones, especialmente cuando uno de esos dos poderes está en manos del partido opuesto; o cuando, como en la actualidad, ambos experimentan una creciente distanciación política, adicionalmente subrayada por algunas decisiones adoptadas en tiempos del presidente Obama (ver más abajo); o cuando se hace necesario corregir una deriva excluyente de los otros dos poderes por parte de la propia Corte. Reflejo de pasadas situaciones similares fueron los conflictos entre el presidente FDR con motivo de la implantación del New Deal o las acusaciones de complicidad política entre el partido demócrata y la Corte bajo las presidencias de Earl Warren y de Warren Burger (1953-1986), consideradas como las más liberales (socialdemócratas, para entendernos) de la historia judicial USA.   

El equilibrio de poderes no es un resultado final que se alcance fácilmente, aunque el estado federal creado por la Constitución y los usos congresuales hayan colaborado en el tiempo para lograrlo. Me he referido hace un momento a la desviación de esos usos bajo el presidente Obama y conviene subrayarla apuntando al deterioro de la regla conocida como filibustera, es decir, la necesidad de contar con 60 votos favorables para que el Senado pueda tomar en cuenta una iniciativa legal. O un nombramiento judicial.

Pongamos por caso un intento de nacionalizar el mercado de la vivienda. Sus proponentes deberían, ante todo, saber que esa función corresponde a los gobiernos estatales y municipales y no al federal, pero pongamos también que un partido se obstina en lo contrario y que la propuesta obtiene mayoría en la Cámara de Representantes y llega al Senado.

Si allí no hay 60 senadores a favor de iniciar su discusión, el proyecto de ley decae inmediatamente ante la opción filibustera. Y, aun si los alcanzase, nada hace suponer que el Senado apruebe el proyecto de ley en la votación final. La opción filibustera se ha impuesto tradicionalmente, pues, como el medio por excelencia para alcanzar el equilibrio entre poderes y órganos constitucionales. La única excepción a la regla, hasta hace poco, era el procedimiento conocido como reconciliación que sólo se aplica en asuntos económicos y fiscales; por ejemplo, para la aprobación del American Rescue Plan 2021, conseguida sólo por el voto de calidad de la vicepresidenta Kamala Harris en el Senado.

La opción filibustera no siempre tiene éxito. En algunas raras ocasiones el partido que se enfrenta a ella cuenta con una supermayoría, es decir, 60 votos o más a su favor en el Senado, lo que la excluye de entrada. El proyecto de ley se toma en consideración por esa mayoría sin recurso posible salvo, por supuesto, uno posterior de inconstitucionalidad. Ese fue el caso de la ley de protección al paciente y sanidad asequible, popularmente conocida como Obamacare. En 2008 (elección presidencial y del Congreso #111) el presidente Obama ganó y el partido demócrata se hizo con la mayoría en la Cámara de Representantes y con una supermayoría de 60 votos en el Senado. Con esa fuerza, Obamacare pudo convertirse en ley sin contar con un solo voto republicano.

El panorama legislativo dejó de ser tan rosado para el presidente en elecciones congresuales posteriores. En 2010 (Congreso #112) perdió la mayoría en la Cámara y la supermayoría senatorial (ahora, sólo 55 demócratas por 45 republicanos), una deriva a la baja que continuó en los Congresos #113 (Obama ganó su reelección, perdió la mayoría en la Cámara y la redujo en el Senado, con 53 demócratas por 47 republicanos) y #114 (mayoría republicana en la Cámara y en el Senado: 54 republicanos por 46 demócratas-), lo que hizo muy difícil aprobar buena parte de su agenda legislativa. En 2014 Obama alardeó de poder presidencial –tengo un teléfono y una pluma– y firmó un alto número de órdenes ejecutivas (equivalentes a nuestros decretos) cuya consistencia legislativa es mucho más reducida: una orden ejecutiva puede ser derogada por otra sin mayor trámite que la firma presidencial.

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Ese largo prólogo ha desembocado en la compleja situación actual.

Cansado de que su escasa mayoría en el Congreso fuera un obstáculo difícilmente superable para la aprobación de nombramientos de nuevos jueces federales, en 2013 (Congreso #113) Harry Reid, el entonces líder de la mayoría demócrata en el Senado se decidió, con el beneplácito de Obama, por la llamada opción nuclear, es decir, limitar a mayoría simple el quorum necesario para aprobar los nombramientos judiciales del presidente, con la excepción de los que pudieran hacerse para la Corte Suprema donde la regla filibustera de los 60 votos permanecía.

Una opción de doble filo como lo hizo notar Mitch McConnell, su colega de la minoría republicana en el Senado. «“¿De verdad creen ustedes que esta decisión favorece los mejores intereses del Senado y del pueblo americano?”, preguntaba con incredulidad el líder republicano. “A mis amigos del otro lado de esta cámara les digo que se arrepentirán, antes incluso de cuanto se imaginan”». Son palabras que deberían haber recordado hace poco a sus lectores el diario global de la mañana, Soros y Buruma.

En febrero 2016, pocos meses antes de la elección presidencial, falleció repentinamente Antonin Scalia, un relevante miembro conservador de la Corte Suprema, lo que ofrecía una gran oportunidad al presidente Obama para reforzar su débil mayoría progresista. Pero ahora eran los republicanos quienes contaban con la mayoría senatorial. Aunque Obama se decidió por Merrick Garland, un liberal moderado -hoy fiscal general de Joe Biden-, McConnell hizo buena su profecía y se negó a someter a votación el nombramiento. «Es prerrogativa presidencial el derecho a nombrar miembros de la Corte Suprema como lo es del Senado actuar como contrapeso del presidente y retirar su consentimiento».

Y como Fortuna es sumamente tornadiza, no sólo se negó a Obama, sino que se entregó por tres veces al innombrable presidente que le sucedió. Entre una infecunda marimorena de los medios de solera y luego de que en 2017 McConnell celestineara a su vez con la opción nuclear que había enarbolado como advertencia ante Garland, al presidente Trump le llegó el turno de nombrar nada menos que a tres nuevos jueces vitalicios de la Corte. Como lo había advertido el propio Obama en 2009, recién ganada su primera presidencia: «las elecciones tienen consecuencias y hoy he ganado yo». Neil Gorsuch, Kenneth Kavanaugh y Amy Coney Barrett, tres reconocidos partidarios del originalismo constitucional, se convirtieron en nuevos miembros vitalicios de la Corte Suprema. Por una vez, Trump no hizo trampas.

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Un cuarto a espadas por el originalismo, pues lo vamos a necesitar en lo que sigue.

En la jerga legal americana, originalismo remite a la posición de que la inevitable interpretación y aplicación judicial de las leyes debe atenerse a la intención que sus creadores dieron a cada estatuto determinado. En el caso de la Corte Suprema, eso significa interpretar el texto constitucional promulgado en 1789 más el Bill of Rights (enmiendas 1 a 10 donde se establecen los derechos y libertades básicas de los americanos) y las restantes enmiendas hasta la 26 introducidas para actualizar el texto tras diversos acontecimientos históricosHay una enmienda residual, la 27, sin fuerza de ley, donde se incluyeron en 1791 los primeros emolumentos para pagar los servicios de senadores y representantes. de acuerdo con lo que se propusieron sus creadores.

El originalismo no puede, empero, sustraerse a una decisión básica. Determinar en cada caso cuáles fueron esas intenciones de los constituyentes exige ayudas adicionales al texto escrito: diccionarios y otros documentos legales contemporáneos, o discusiones entre intérpretes respetados como, en el caso americano, los autores de los Federalist Papers y otros, lo que resulta un asunto especialmente endiablado en los sistemas de common law con su respeto por los precedentes. En esa medida, cabe criticar a los originalistas por su confianza en constructos legales, que son, sí, arbitrarios, pero también imprescindibles como el del buen padre de familia de nuestro Código Civil.

La respuesta legítima de los originalistas recuerda que crearía aún mayores dificultades interpretar la Constitución como un documento dotado de vida propia, es decir, susceptible de interpretaciones no ya diversas, sino hasta encontradas por mor de eventuales cambios en la sociedad a la que se aplica la ley. Esa idea de una constitución viva fue la fórmula predominante durante los 33 años marcados por las dos Cortes Supremas liberales mencionadas más arriba. Para los originalistas, empero, esa imagen no es más que una opción arbitraria para dotar de empaque constitucional a una supuesta voluntad popular expresada en las encuestas de opinión, los editoriales de los medios de solera, las opiniones de los poncios y demás, pero no necesariamente revalidada por el cuerpo electoral. 

Sin entrar en más detalles, esa gran división sobre la interpretación de las leyes ha dado pie en la jurisprudencia americana a la formación de dos grandes corrientes enfrentadas y, a grandes rasgos, ligadas a las posiciones políticas de los republicanos en el caso de los originalistas y a las de los demócratas entre los partidarios de la constitución viviente. Lógicamente, en sus nombramientos judiciales, Obama se inclinó por los últimos mientras que, desde 2017 y el final de la opción filibustera para la Corte Suprema, Trump nombró a una mayoría de originalistas, aunque cabe dudar de que alguna vez se interesara en saber qué significaba eso.

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En 1973 la Corte Suprema presidida por Warren Burger había decidido el caso conocido como Roe v. Wade (Roe en lo que sigue) sobre derecho al aborto. Por un voto de 7/2, la Corte lo estimó como parte de un derecho federal a la intimidad que, según su mayoría, se incluía en el concepto de privacidad emanado de la Enmienda #14 de la constitución y en los deseos de muchos americanos de ambos sexos. La sentencia lo definía como un derecho fundamental -lo que en la terminología legal del país supone que su denegación o limitación judicial debe estar sometida a un estricto escrutinio, es decir, bien fundado en sus más mínimos detalles, aunque no absoluto, porque el reconocimiento del aborto necesitaba también de un equilibrio entre la protección a la salud de la mujer embarazada y la vida del feto. El tribunal lo establecía mediante un sistema de trimestresEn el primero se suponía que el aborto era más seguro que el nacimiento y, en consecuencia, no se debían imponer restricciones a la voluntad de la mujer. A partir del segundo, la Corte consideraba que, dado el mayor riesgo para la salud de la madre, los estados podían regularlo de forma más estricta y, finalmente, en el tercero, cuando el feto era ya susceptible de mantener una vida independiente, los estados podían prohibirlo excepto si se trataba de proteger la vida o la salud de la madre y los poderes públicos tenían que mantenerlo..

En 1992 la Corte corroboró -en el caso Planned Parenthood v. Casey (Casey en lo que sigue)- la idea básica del derecho de las mujeres a abortar antes de que el feto devenga viable. En esa sentencia una mayoría (5/4) más reducida que en Roe se mantuvo esencialmente favorable a su texto. Su decisión se apoyaba ahora en la cláusula del proceso eficaz de la Enmienda #14, pero se dividió ante la regulación trimestral. Tres jueces la descartaron al tiempo que situaban en el listón inferior de carga indebida -más liviano que el estricto escrutinio de Roe– a eventuales medidas limitadoras del aborto por parte de los estados.

Esas dos sentencias y su consideración del aborto como un derecho emanado de la Constitución abrieron uno de los debates más intensos -política y moralmente- habidos en la historia reciente de la sociedad americana. Trataré de evitar esas dos cuestiones para centrarme en los argumentos legales de Dobbs, dando antes, empero, un repaso a la aceptación social y a la práctica actual del aborto en USA, según datos de Pew Research Center, cuyos estudios de opinión gozan de gran prestigio.

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Que el aborto deba ser seguro, legal e infrecuente fue uno de los lemas de campaña de Bill Clinton en las elecciones presidenciales 1992. Hoy, uno de cada seis americanos (61%) está de acuerdo con él al menos en lo de legal. Para los otros casi cuatro (37%) el aborto debería ser ilegal en todos o casi todos los casos. Con pequeños altibajos esa división entre sus partidarios en ambos bandos se ha mantenido estable desde 1995.

Donde se han producido cambios notables ha sido en la ideología política de sus partidarios: mientras que entre 2007 y 2022 los defensores de una legalización amplia pasaron de 63 a 80% entre los demócratas, su número se mantuvo prácticamente invariable entre los republicanos (38%). Lógicamente han sido los primeros quienes se han sentido más frustrados por la reciente sentencia de la Corte Suprema sobre el asunto. Hay otros resultados interesantes según el lugar que los respondientes ocupen en la pirámide demográfica; por ejemplo, que las mujeres jóvenes, blancas y asiáticas, con estudios superiores y sin afiliación religiosa son los grupos más proclives a la legalización más amplia, pero no cabe entrar en detalles

¿Son infrecuentes los abortos como también lo deseaba Bill Clinton? Además de en su metodología, los resultados obtenidos por el Center for Disease Control (CDC) y el Guttmacher Institute que utiliza Pew varían considerablemente entre sí. En 2019, los números de CDC, que no incluyen a todos los estados, dieron un total nacional de 629.898 abortos, una cifra algo mayor que en 2018. Guttmacher 2020 hablaba de 930.160, un dato también más alto que en 2019. Ambas organizaciones incluyen sólo los procedimientos realizados de forma legal (incluyendo píldoras abortivas recetadas por un médico). Sin embargo, desde que se legalizó en los 1970s, la curva de abortos llevados a cabo ha tendido a estabilizarse de manera rápida. Los números de hoy están más cerca de los que siguieron inmediatamente a Roe que de los del pico de la curva entre 1980-1995, cuando subieron hasta 1,6 millones (Guttmacher) y 1,4 (CDC).

En 2019 (CDC) la tasa de abortos entre mujeres de 15 a 44 años (con exclusión de varios estados) estuvo en 11,4 por mil. Al igual que la de Guttmacher (13,5 por mil en 2017) esa cifra sugiere un descenso general a lo largo de los años, con un ligero repunte en la década de los 2010s. Según CDC, la gran mayoría de abortos (9/10) ocurre durante el primer trimestre y sólo 1/100 se llevan a cabo en la semana 21 o posteriores. Por grupo étnico las tasas van de 23.8 por mil entre mujeres negras no hispanas a 11,7 entre hispanas, 6,6 para blancas no hispanas y 13 para las de otras razas. Datos todos ellos que parecen señalar que, salvo entre las mujeres negras, la relevancia del aborto tiende a devenir residual.

Sin embargo, una nueva encuesta de Pew posterior a la sentencia de la Corte Suprema sobre el asunto señala que la opinión pública no ha variado sustancialmente. Un 62% de las mujeres de todas las edades están en desacuerdo con ella y más del doble (47%) muestran su fuerte desaprobación frente al 21% que la aprueba con firmeza. Entre los hombres 52% la desaprueban (37% firmemente) frente a 47% de aprobados (28% con firmeza).

Todos esos datos hacen pensar que existe un notable desequilibrio entre las protestas callejeras contra la sentencia, tan celebradas por los medios de solera y que, sin duda, consiguen sacar a la calle a muchos miles de indignadas -y bastante menos indignados- y la profecía de un pasmoso efecto electoral que, en las próximas elecciones de noviembre se traduzca en una votación masiva al ala woke del partido demócrata. Es la misma ilusión de una marea azul que no se dejó ver en 2020.

Pero mis dotes proféticas no hacen al caso. Lo que interesa es atender a los razonamientos legales de la sentencia que ha dado al traste con Roe v. Wade y sus consecuencias.

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Para llegar a ese resultado, la sentencia en Dobbs v, Jackson Women’s Health Organization (Dobbs en lo que sigue) tenía que enfrentar dos escollos principales: (1) la definición del aborto como derecho federal que se había mantenido desde Roe en 1973 y (2) el abandono de una doctrina judicial basada en precedentes anteriores o, en la jerga legal americana, del stare decisis (atenerse a lo previamente decidido en casos similares). El razonamiento básico en ambas cuestiones corrió por cuenta del juez Alito con quien concurrieron otros cinco, incluyendo a John Roberts, el juez superior. Frente a ellos, otros tres jueces, dos de ellos mujeres, escribieron las razones de su disenso colectivo. En total, 393 páginas precedidas por un Syllabus o Introducción de otras 8.

La razón básica para proceder a una redefinición de Roe y Casey, los dos casos anteriores y erróneamente decididos, estriba, según Dobbs, en que «sin apoyo alguno en el texto constitucional, en la historia o en decisiones precedentes Roe impuso a todo el país un conjunto detallado de reglas trimestrales para el embarazo similares a las esperables de una ley u otra regulación general […] surgida de un órgano legislativo cuando busca acomodar intereses contrapuestos». Casey, por su parte, tras cambiar algunos aspectos de Roe caía en la misma trampa de aducir en defensa del supuesto derecho constitucional al aborto un nuevo fundamento -la igualdad procesal- también carente de base textual, histórica o en precedentes.

«La tarea de la Corte consiste en interpretar la ley y aplicar los precedentes […] Y, por ende, al no ser el aborto un derecho constitucional, se sigue que son los estados [federados] los llamados a regularlo por razones legítimas, pero, cuando esas regulaciones se ponen en cuestión, no corresponde a los tribunales “reemplazar el juicio de los órganos legislativos con sus propias convicciones sociales o económicas”».

El aborto tampoco puede incluirse entre la lista limitada de derechos fundamentales no mencionados en ningún lugar por una Constitución que data de 1789. Un tiempo en el que, por ejemplo, no existían aún los ferrocarriles ni la aviación, pero sí la libertad de movimiento que esos medios de transporte facilitan, haciendo implícitamente legal su uso posterior. De la Enmienda #14 -que regula la libertad en abstracto- no puede, empero, deducirse que establezca la legitimidad, sin más, de un deseo ardiente, compartido al parecer por una amplia mayoría de americanos por el goce de una máxima libertad sin referirse a los derechos realmente susceptibles de ser incluidos en la Constitución. Esa es la razón por la que, a lo largo de su historia, la Corte ha mostrado una consistente desconfianza hacia los “derechos” no explícitamente mencionados. «Hasta finales del siglo XX nunca hubo en las leyes americanas el menor soporte para un derecho constitucional al aborto. No sólo no existió hasta Roe, sino que hasta entonces el aborto había sido considerado como un delito por todos y cada uno de los estados».

¿Qué hacer entonces con Roe y Casey? Ambas sentencias eran un serio precedente para defender el derecho al aborto. Pero, recuerda Dobbs, no todos los precedentes tienen un anclaje firme. El descomunal fallo de Plessey v. Ferguson (1896) mantuvo la segregación de los negros durante cincuenta años y fue la ley del país hasta su eliminación en 1954. Los objetores a Dobbs difícilmente pueden, pues, escudarse en la doctrina de los precedentes sin entrar en otras consideraciones.

Es cierto que han intentado presentar la sentencia como una opción reaccionaria y enemiga de la libertad reproductiva, pero es difícil compartir esa opinión cuando se la lee Dobbs con detalle. La Corte Suprema originalista no toma posición sobre el derecho al aborto. Sólo recuerda que no es ella ni sus tribunales subordinados quienes tienen que regularlo. En consecuencia, «terminamos esta opinión en el mismo lugar en que la empezamos. El aborto plantea un serio problema moral. La Constitución no prohíbe que los ciudadanos lo regulen o lo prohíban. Roe y Casey se arrogaron esa autoridad. Nosotros abrogamos ahora esa decisión para devolver ese poder al pueblo y a sus representantes electos». Sin duda, la sentencia plantea muchos problemas prácticos para cada estado cuando se mira hacia el futuro. También sucedió así en 1954 cuando Brown v. Board of Education of Topeka ordenó el desmantelamiento del apartheid en que habían vivido los negros americanos, pero la resolución de esos problemas no es tarea de los tribunales sino, como en todas las sociedades democráticas, del pueblo soberano y de sus representantes.

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