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La filosofía española tomada en serio

Las máscaras de lo trágico. Filosofía y tragedia en Miguel de Unamuno

PEDRO CEREZO GALÁN

Trotta, Madrid, 1996

Prólogo de Pedro Laín Entralgo

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Las ochocientas sesenta densas páginas de esta obra no son sólo un estudio exhaustivo y minucioso de la trayectoria intelectual de Unamuno. Son también -y es de justicia proclamarlo en un clima como el nuestro, crecientemente inhóspito al elogio- el trabajo filosófico más ambicioso y ejemplar publicado en España en los últimos años. A quien conozca los libros anteriores de Pedro Cerezo, no ha de extrañarle el rigor y la amplitud de miras de Las máscaras de lo trágico. Al igual que La voluntad de aventura (1984) sigue siendo, según creo, la mejor obra disponible sobre el pensamiento de Ortega, este nuevo libro nace destinado a un raro privilegio: la investigación futura sobre Unamuno tendrá que seguir los pasos de la lectura de Cerezo o explicar razonadamente oir qué no los sigue. Libros como éste son frecuentes en otras culturas filosóficas; lo habitual en ellas es que un autor maduro entregue cierto número de años a desarrollar una tesis fuerte o a lograr una interpretación de gran aliento y que de ese esfuerzo resulte algo enjundioso que muchas gentes leerán y releerán surante bastante tiempo. Pero la perdurabilidad del trabajo filosófico español, fundado en la urgencia y amante del fragmento -una palabra casi cursi para designar lo malogrado-, no suele exceder las dos semanas de estancia media de un libro de ensayo en una librería (tiempo no tan corto si se compara con lo que costó preparar la obra). Por eso el libro de Cerezo es una pieza singularmente rara y saludable que exige una atención detenida.

En Las máscaras de lo trágico se combina de manera equilibrada el estudio de la totalidad de la obra de Unamuno (incluyendo la que aún está incomprensiblemente sin publicar) con el examen de la trayectoria biográfica del personaje. De las cuatro partes del libro -descontando el breve epílogo y la larga y sustanciosa "obertura"- la primera y la última son quizá las más señaladamente biográficas, mientras que en las dos intermedias perdomina la atención literal a la obra. Hay razones para que así sea: bajo el título "Razón y modernidad", Cerezo proporciona una reconstrucción exhaustiva de los años de formación de Unamuno, de su primera madurez después (la de En torno al casticismo y Paz en la guerra) y finalmente de la crisis de 1897. El análisis de Cerezo no descuida uno solo de los múltiples y variopintos materiales filosóficos, religiosos y políticos que Unamuno va progresivamente asimilado -acaso sin querer conceder demasiada importancia a su actividad socialista, nada anecdótica en la trayectoria del personaje- y oresenta un cuadro convincente del universo mental unamuniano a la altura de fin de siglo. La interpretación empática y cordial de Cerezo no habría perdido, me atrevo a aventurar, nada de su fuerza si hubiera abordado con mayor detalle y distanciamiento, en este período y en los siguientes, el aspecto menos fecundo del pensamiento de Unamuno: su conocida inquina indiferenciada y visceral por la ciencia y el conocimiento positivo que lo lleva a equiparar, por ejemplo (p. 172), la filosofía griega al "tresillo" (debe de referirse al juego de cartas de ese nombre). Este spenceriano arrepentido, profesor de griego casi por azar burocrático, comenzaba, según vemos, por no tomar muy en serio su propia disciplina, con actitud que despuñés cobrará mayor relieve en su desprecio por la política científica de los liberales institucionistas,y no hace falta ser un adepto del cientificismo para ver aquí una tara lamentable de la visión unamuniana del mundo. Sea esto lo que fuere, la reconstrucción que Cerezo lleva a cabo del Unamuno hombre y del Unamuno pensador en los últimos años del siglo XIX es magistral, como lo es en la cuarta parte y última dellibro la del íntimo entralazamiento de la tragedia individual del personaje con la "tragedia civil" de la España de la dictadura, dela segunda república y de los primeros meses de la guerra. Me parece que estos últimos capítulos de Las máscaras de lo trágico deben contarse entre losmejores acercamientos al estudio del drama del intelectual en la España del momento y constituyen un buen antídoto contra las abundante esposiciones épico-hagiográficas de la historia del pensamiento liberal español (Cerezo nos muestra a un Unamuno que tiene la rara virtud de darse cuenta de lo que pasa, virtud no compartida por toda una pléyade beatífica de liberales de cátedra y ateneo).

En las partes segunda y tercera del libro -"Existencia y tragedia" y "Cultura y tragedia"- predomina, por el contrario, el análisis textual sobre el acento biográfico. Es aquí donde van apareciendo con toda su riqueza de matices las obras centrales de Unamuno, desde la Vida de Don Quijote y Sancho a Del sentimiento trágico, pasando por su abundante producciónm poética, y donde el talento hermenéutico de Cerezo da acaso sus mejores frutos. El redescubrimiento de la filosofía dellenghuaje unamuniana -"el lenguaje es el que nos da la realidad, y no como mero vehículo de ella, sino como su verdadera carne" (p. 383)-, de su "ética de la creación" (p. 463), de la tercera antinomia kantiana como clave interpretativa (p. 420), de la resolución no hegeliana de la tragedia de la cultura (p. 553) o del planteamiento del problema de la identidad personal (pp. 598 y ss.) merecen destacarse como aportaciones de extraordinario interés que deberían suscitar una discusión profunda y pormenorizada.

Toda interpretación de un clásico reposa en un supuesto casi siempre táctio: la elección (quizá habría que decir la construcción, si la palabra no estuviera tan desgastada) del contexto que se toma como pertinente. Dime qué contexto has elegido para interpretar a alguien y te diré hasta dónde puede llegar tu interpretaciójn y qué cabe esperar de ella. Ningún clásico tiene un contexto dado de forma natural y de una vez por todas; hay tan sólo tradiciones, hábitos y rutinas interpretativas que las buenas relecturas han de esforzarse por desafiar. Y Cerezo ha logrado esto último con Unamuno. En Las máscaras de lo trágico, el rector de Salamanca deja de ser la especie máspintoresca de la fauna intelectual local -ese es el supuesto ordinario, casi nunca declarado, de los estudios sobre Unamuno- y pasa a ocupar un lugar depleno derecho en la gran filosofía europea. No se trata tan sólo de estudiar lo que Unamuno debió a Kant, a Hegel o a Schopenhauer o de rastrear las peculiares formas de positivismo o de marxismo que Unamuno hizo episódicamente suyas; imposta sobre todo escuchar el timbre singular de la voz de Unamuno en la conversación de la filosofía de su tiempo (la filosofía es asunto de una conversación  las más veces imaginaria que el intérprete tiene que recrear con mayor o menor fortuna). 

Laín Entralgo ha destacado en el prólogo dellibro que el Unamuno de Cerezo tiene que asemejarse poir fuerza al Unamuno de verdad; el lector posee también esa sensación de haber sido transportado a la intimidad mental de un clásico y de no poder prescindir ya de ella. El Unamuno de que nos habla esta obra resulta, en suma, creíble, verosímil como personaje. Pero la "verosimilitud" que Cerezo ha logrado es una fuente de nuevas preguntas. El romanticismo alemán hizo célebre un ideal interpretativo que Kant fue elprimero en proponer en la Crítica de la razón pura a propósito de Platón: comprender lo dicho por un autor mejor que como ese autor se entendía a sí mismo. Esta meta del "mejor comprender" no es exclusiva de la hermenéutica filosófica (seguramente todos contamos con ella cuando tratamos de entender a nuestros semejantes), pero lo coloca a uno en una tesitura paradójico. Permítaseme ilustrar la paradoja con un ejemplo dellibro de Cerezo. La interpretación que de la noción unamuniana de "intrahistoria" se lleva a cabo en el capítulo 4 de Las máscaras de lo trágico resulta singularmente iluminadora y poderosa. Al igual que Hegel vio en la eternidad "lo otro del tiempo, su revés" (p. 187), Unamuno supo captar en el "hecho vivo" una "obra genérica de la humanidad" en relación dialéctica con la historia externa de los "sucesos". La "intrahistoria" de Unamuno tiene que ser, por empliear la expresión de Laín, eso que explica Cerezo echando a Unamuno a lidiar con la concepción de la temporalidad de Hegel. Pero, como es razonable inferir de una lectura desapasionada, el conocimiento que Unamuno tenía de Hegel era considerablemente limitado y, en parte significativa, de segunda mano. Ocurre aquí que Cerezo es un reconocido cultivador académico de la lectura de Hegel a finales del siglo XX, mientras que Unamuno era un curioso lector decimonónico a menudo despistado que desde luego sabía menos de Hegel que su intérprete de cien años después. Naturalmente, el intérprete "comprende mejor" que el clásico lo que el clásico leíal cosa que el lector de Cerezo no ignora por más que Cerezo disimule su ventaja.¿Qué le es dado hacer al lector ante esas complicaciones inesperadas? ¿Acaso sería mejor la interpretación de Unamuno que produjera -ya las hay en abundancia- un mediocre conocedor de Hegel? Quizá ese "tiene que ser" del que habla Laín no es, después de todo, una categoría descriptiva sino normativa, y apunta a un Unamuno perfeccionado más que al Unamuno que efectivamente fue. Parece, sin embargo, que no cabe confiar mucho ya en el lema historicista de conocer lo pasado "tal como realmente ocurrió". Las interpretaciones de los autores del pasado (tanto las que "perfeccionan" a éstos como las que los desmitifican) terminan, cuando son buenas interpretaciones, incorporándose a la identidad del clásico del que se trata, y eso me parece que le ocurre al Unamuno que presenta este libro.

Cerezo cree que el mejor contexto para la lectura de Unamuno es el "mal de siglo" que atenazó a la conciencia europea hace aproximadamente cien años. La "trragedia" unamuniana es, en efecto, un buen punto de mira para seguir la aventura del sujeto moderno, vieja criatura de ficción a quien el género trágico le cuadra mejor que cualquier otro. Si me fuera lícito apuntar referentes con los que proseguir la reflexión de Cerezo, señalaría dos que me parecen de interés. Uno de ellos es Max Weber, nacido como Unamuno en 1964 y protagonista como él de una "tragedia íntima" de la que supo extraer lecciones ejemplares. El otro es Wittgenstein, ese testigo de lo que podría llamarse "el noventayocho austrohúngaro": su trayectoria intelectual y su visión del yo creo que se prestan a un parangón fructífero con el autor de Del sentimiento trágico de la vida. Me parece que no es insensato poner a Unamuno al lado de su coetáneo Weber: ambos propugnaron una ética "heroica" que se asienta sobre la conciencia lúcida de la propia finitud y autolimitación; el dilema fatal entre "serlo todo" y "serse" impregna la obra de uno y otro pensador y lo hace de un modo que no se entendería sin una común actitud religiosa de fondo protestante o filoprotestante. Y tampoco está exenta de consecuencias la analogía entre Unamuno y el primer Wittgenstein: la vivencia trágica de los límites de la racionalidad une a los dos filósofos en sentidos que sería muy provechoso rastrear. No es mala cosa que el lector español de libros de filosofía se acostumbre a leer a sus clásicos como lo hacen los lectores de otras culturas. Desde luego que para ello tienen que suceder todavía muchas cosas; la primera de todas, que el ejemplo de Pedro Cerezo no sea el único.

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