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La estrategia win win

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Decididamente, James Flint no era un hombre de suerte y así lo cuenta Stephen R. Platt (Imperial Twilight: The Opium War and the End of China’s Last Golden Age, Knopf, Nueva York 2018). En 1759 era, sin embargo, el único británico en la colonia comercial de Cantón que sabía hablar —y no correctamente— la lengua local. No había sido una vida fácil la suya antes de su gran aventura en ese año y no iba a serlo después.

En la década de 1730 lo había adoptado un capitán de barco —Rigby era su nombre— y se lo había llevado a correr mundo. Rigby y James dieron finalmente con sus huesos en Cantón y allí Rigby dijo adiós encargándole encarecidamente que aprendiese a hablar y escribir aquella lengua extraña. Tal vez esa destreza le permitiese encontrar empleo en la East India Co., muy interesada en hacerse con el negocio del té chino.

Pasaron tres años hasta que Rigby le contactara de nuevo dándole cita en Bombay. Pero James —ya se ha dicho— no era hombre de suerte. Cuando llegó a India se enteró de que el barco de Rigby estaba en el fondo del mar junto con su capitán. Los administradores británicos no sabían qué hacer con el huérfano y lo reembarcaron de vuelta a Cantón, solo y sin un céntimo. Allí lo acogieron otros sobrecargos de la Compañía y se aclimató a la vida local, luciendo la hermosa coleta que los manchúes de la dinastía Qing habían impuesto a todos los hombres de la etnia Han, la mayoritaria en la China de entonces y en la de ahora. Flint perseveró en la promesa hecha a Rigby. Aprendió cantonés y algo de mandarín, lo que le permitía leer con cierta soltura los endiablados ideogramas con los que los chinos se comunican, aunque no se entiendan entre sí oralmente. Y así empezó a ganarse la vida.

En 1759, convertido ya en uno de los sobrecargos residentes de la Compañía, sus colegas, que confiaban en él más que en los intermediarios chinos, le encargaron que llevara una petición formal —redactada por Flint con ayuda de su profesor de chino— al emperador Qianlong en Pekín. Ante todo, querían que se investigase la corrupción del mandamás local —el hoppo—. También ampliar la representación comercial al puerto de Ningbo, más cercano a los centros de producción de seda y té. Y no era fácil, porque los funcionarios de Cantón querían mantener a toda costa la bicoca de los impuestos que pagaba la Compañía y, además, el emperador quería limitar la eventual entrada de mercancías extranjeras en un solo enclave.

Partió Flint a mediados de junio en una nave mal llamada Success, como se verá. Con no pocas dificultades, porque navegaba sin ayuda de cartas marinas, dio en Tianjin, el gran puerto sobre el mar Amarillo desde donde había paso fluvial hasta Pekín. Tuvo que pagar una coima equivalente a unos 65.000 dólares de hoy para que le dejasen seguir viaje. Mala suerte. A su llegada a Pekín, un no tan alto funcionario imperial le informó del nombramiento de un instructor para investigar al hoppo al tiempo que exigía que Flint volviese a Cantón por tierra. También explicó que ampliar los puertos de acceso a China no entraba en los cálculos del Hijo del Cielo. Mala suerte.

A su llegada a Cantón, el hoppo fue destituido, pero la suerte siguió sin acompañar a Flint. Por haber tenido la audacia de dirigirse directamente al emperador y, más aún, por haber violado la prohibición de navegar sin licencia por aguas chinas, fue detenido y lo encerraron en una cárcel cercana a la raya de Macao. El gobernador de Cantón recordaba en una carta al rey de Inglaterra que a Flint se le había tratado tan graciosamente que debería haber vertido lágrimas de gratitud; ítem más: que los comerciantes británicos «se habían beneficiado tanto del favor imperial que deberían dar saltos de alegría y dejarse civilizar por nosotros».

También en la mala suerte hay grados. A Flint lo soltaron tres años después; al profesor que le había ayudado a redactar en mandarín correcto su petición lo habían decapitado antes.

***

Dos siglos y medio después, tras un intermedio movido —guerras del Opio, la revuelta Taiping, el fin de la dinastía Qing, la proclamación de la República, una guerra con Japón, la segunda mundial y otra civil, Mao y su Gran Salto Adelante, la Revolución Cultural, las reformas de Deng Xiaoping y la matanza de Tiananmen— la nueva China socialista entraba en la Organización Mundial del Comercio. Lo hizo posible ese complejo proceso al que llamamos globalización.

Por muchos siglos, producción y consumo han estado ligados localmente, la una con el otro, a causa de los altos costes de mover bienes (transporte), ideas (comunicación) y personas (viajes). Pero la globalización rebajó radicalmente esos límites. Mover bienes e ideas —personas aún no— se ha convertido en una actividad con costes cercanos a cero. De esta suerte, la producción de bienes complejos se hace en fases que no necesitan desarrollarse en un mismo lugar, como sucedió en el pasado. Esa deslocalización
—imprevisible para Ricardo— ha creado las llamadas cadenas globales de valor (CGV), que, en suma, permiten alinear las tecnologías de punta de los países avanzados con la mano de obra barata de países en desarrollo y esbozar la curva de la sonrisa https://www.revistadelibros.com/blogs/el-ruido-y-la-furia/de-la-gran-divergencia-a-la-globalizacion. China es, sin duda, el ejemplo señero de esa nueva disposición y, al tiempo, la gran beneficiaria de una estrategia win-win en la que todos ganan, como suelen decir los dirigentes comunistas con un inglés que recuerda su afición a los eslóganes iterativos —los tresanti de Mao; los tres empeños de Jiang Zemin, las ocho distinciones y las ocho deshonras de Hu Jintao; los cuatro cabales de Xi Jinping, y otros muchos de la misma cuerda.

¿Ha ganado China con la globalización? Indudablemente, sí.

La mejor medida la da el crecimiento de su PIB. Desde el comienzo de la etapa de reformas en 1979 hasta 2018 se ha colocado en una media anual de 9,8%, un ritmo descrito por el Banco Mundial como «la expansión más rápida y mejor sostenida de cualquier otra gran economía a lo largo de toda la historia». El PIB se ha doblado, pues, cada ocho años hasta convertir a China en la segunda economía mundial en términos monetarios corrientes o la primera en paridad de poder adquisitivo (PPP). En 2017 llegaba a 14,2 billones de dólares (1012). La renta per cápita ha pasado de 940 a 8.690 dólares en 2017, es decir, se ha multiplicado por nueve. Y en ese impulso China ha sacado de la pobreza a unos 800 millones de personas.

Esos impresionantes resultados se suelen atribuir a la clarividencia y a la eficacia de los dirigentes chinos, lo que no deja de ser cierto siempre que no nos arranquemos por alegrías. Ante todo, Deng Xiaoping, el gran reformista, sabía que la legitimidad de su Partido Comunista hubiera peligrado de seguir encerrando a los chinos en el callejón del gato maoísta; entre 1949, el año en que se proclamó la República Popular, y 1978, el PIB per cápita chino en PPP constante se mantuvo en menos de 500 dólares anuales, mientras que el de Japón saltaba de 2.000 hasta 12.000. Cuando Tom Friedman o Francis Fukuyama se extasían ante la eficacia del régimen chino conviene recordarles la incómoda premura que apretaba a Deng —a punto de desbordarle estuvo en Tiananmen 1989— para imponer sus reformas sin menoscabar la legitimidad maoísta del Partido único; también que en  tiempos normales, los sistemas totalitarios —y el chino lo es a carta cabal— imponen fácilmente su voluntad a falta de un parlamento que los controle; una vez reprimidos con brutalidad los más nimios conatos de oposición; y sin el contrapeso de libertades públicas, partidos políticos y participación ciudadana en la gobernación. En esas condiciones, la eficacia (DRAE: «capacidad de lograr el efecto que se desea o se espera») no es un resultado; es un predicado.

Más aún, es falso que el envión reformista ocurriera de arriba abajo. No muchos fuera de China han oído hablar de Xiaogang, una aldea perdida en la provincia de Anhui. Sin embargo, el 24 de noviembre de 1978, semanas antes de que en Pekín se impusiesen las reformas, representantes de varias familias del pueblo se reunían clandestinamente para ejecutar su plan de dividir su comuna en explotaciones familiares, así les costase la cárcel. Los Dieciocho de Xiaogang se juramentaron para guardar el secreto y afrontar las consecuencias en un documento sellado con sus huellas dactilares en rojo que se exhibe hoy en el Museo de la Revolución de Pekín. Eran los vagidos de lo que más tarde, una vez aceptado legalmente, se conocería como sistema de responsabilidad familiar y, en definitiva, el certificado de defunción de las comunas.

El ejemplo cundió. Tan sólo tres años después, el monstruoso laberinto comunal que Mao tenía por la joya de su corona estaba prácticamente desmantelado y las cosechas crecían rápidas por todo el país. Desde entonces hasta hoy la estrategia win win ha dado excelentes resultados.

¿Cómo resumirla? Por un lado, la rápida trasformación de una exuberante fuerza de trabajo campesina en otra de asalariados urbanos ha aumentado la productividad del conjunto de la economía. Ese cambio se ha hecho en condiciones atroces: el hukou, una especie de pasaporte que certifica el lugar de nacimiento, impide a los migrantes gozar de los mismos derechos que los habitantes de las ciudades a las que se han desplazado y les impone ahorrar, quieran que no, para mandar dinero a la familia que han dejado atrás y asegurarse un soporte para el futuro, ya que las prestaciones de jubilación y las de la sanidad pública son ridículas.

El otro gran cimiento de la prosperidad de China ha sido su integración en la economía globalizada y sus CGVs, algo bautizado como Chimérica (Niall Ferguson) o como el emparejamiento (coupling, según Roach; superfusion para Karabell) de su economía con la de Estados Unidos y la de la Unión Europea. En un primer escalón, al igual que lo hicieran Japón y Corea del Sur en los 1980s, China se especializó en la producción completa —según el catón ricardiano de producción nacional— de mercancías de consumo y escaso valor añadido que defendía con una moneda —el renminbí (RMB) o yuán chino— sistemáticamente devaluada. Pero pronto vino su integración en la parte baja de la curva de la sonrisa con la entrada en la Organización Mundial de Comercio en 2001.

Antes de su salto a la mala fama mundial por la explosión del coronavirus, Wuhan había sido un ejemplo no menor de la trasformación que ese acceso acarreó al conjunto de China. De ser un centro de manufacturas de baratillo, Wuhan pasó a beneficiarse de inversiones extranjeras de mayor envergadura y se convirtió en una ciudad con fuerte presencia en la industria nacional automovilística, en equipos médicos y en bienes de consumo duradero. Allí y en otros muchos lugares de China el encuentro con la inversión internacional no sólo acarreó avances económicos sino, aún más importante, tecnológicos. Las compañías de capital mixto empezaron a beneficiar a la parte china con el acceso a una propiedad intelectual de la que carecían y que, bien por imposición legal, bien por pura y simple piratería, sus mentores extranjeros tuvieron que transferirles.   

¿Qué sucedió al otro lado del espejo?

La respuesta ha dado pie a numerosos debates a favor  y en contra  de la globalización con rasgos chinos. Los partidarios más indulgentes, entre los aplausos de la santa compaña que se congrega anualmente en los maitines de Davos, recuerdan la importancia de que la economía china se abriese al mundo, aumentando con ello los beneficios derivados del comercio internacional; las ventajas del proceso para los consumidores americanos; su contribución a la baja inflación en Estados Unidos y, por ende, a la limitación de los tipos de interés locales; y acaban con que —qué demonios— ésa era la única opción razonable para el Zeitgeist del milenio entrante.

Otros, menos complacientes —con el presidente Trump a la cabeza— destacan las consecuencias negativas: aunque hayan ganado en poder adquisitivo gracias al control de la inflación, muchos trabajadores industriales estadounidenses han acabado por quedarse sin él: sus puestos de trabajo se los ha llevado la trampa; los tipos de interés pueden estar bajos, pero ni así les llega para pagar la hipoteca de unas casas cuyo precio no ha hecho sino aumentar; y, sobre todo, Estados Unidos está perdiendo sus ventajas competitivas por mor del atraco a su propiedad intelectual. Puede que la guerra fría no haya estallado aún, pero no hay duda de que la gran ganadora de esta primera guerra comercial ha sido China.

El virus de Wuhan ha dado paso a la segunda. Hace sólo unos días, Cui Tiankai, el embajador chino en Washington DC, publicaba una columna de opinión en WaPo para llamar a la necesaria cordura que, en su opinión, debía prevalecer sobre el clima de enfrentamiento comercial con China que ha ido intensificándose en la capital americana. En respuesta, Roger Kimball, un puntal del descaro conservador, anotaba: «Hay ciertamente algo de verdad en lo de que el librecomercio es una fuerza civilizatoria. Las moscas no se han comido aún a Adam Smith. Pero sus efectos benéficos dependen de un principio sobre el que Donald Trump no ha hecho sino insistir: la reciprocidad. El librecomercio no es libre si sólo lo respeta una de las partes, si la propiedad privada puede ser confiscada, si los tratos entre los contratantes no son claros y honestos» .

China desconoce esa necesidad. No le basta con haberse convertido en la primera fábrica del mundo (en 2016 el sector manufacturero chino era, en valor añadido, un 49,2% mayor que el estadounidense), pues, en resumidas cuentas, ese modelo es insostenible por sus altos costes energéticos y medioambientales. Lo que el gobierno chino llama nueva normalidad requiere otra estrategia de crecimiento basada en el consumo privado y la innovación. Confiado en sus propios avances en lo último, en su botín de propiedad intelectual USA y, también, en la curiosidad, la inteligencia y la capacidad de trabajo de sus ingenieros y de sus científicos, el Partido Comunista Chino espera obtener una ventaja decisiva en los sectores más complejos de las tecnologías punteras.

Los instrumentos con los que cuenta para alcanzarla son fundamentalmente dos: la llamada Nueva Ruta de la Seda (ellos prefieren llamarla OBOR, siglas inglesas de One Belt, One Road) —de la que me ocuparé otro día— y el programa Made in China 2025. Su versión revisada en 2018 subrayaba que China quería convertirse en el líder mundial en telecomunicación, ferrocarriles y equipos eléctricos en 2025 y que, en ese mismo año, sus capacidades en robótica, automatización e industrias de automoción propulsada por nuevas energías limpias la pondrían en el segundo o tercer puesto de la clasificación mundial. Para alzarse con ello, China no dudará en conceder grandes subsidios y en dispensar su protección a sus industrias domésticas, así como en comprar o hacerse —por los medios que lo sean menester— con avances tecnológicos y propiedad industrial de las compañías extranjeras que deseen establecerse allí.

Lo que me obliga a acabar con un repaso del papel de Huawei —la niña de los ojos de Xi— en esa tragicomedia.

***

La marca Huawei empezó a ser universalmente famosa el 1 de diciembre de 2018. Ese día la policía canadiense detuvo en el aeropuerto de Vancouver a Meng Wanzhou, la directora de finanzas de la compañía y también hija de Ren Zhengfei, su presidente. Estados Unidos la acusaba de haber cometido un delito de fraude bancario haciendo negocios con Irán en violación de las sanciones americanas a ese país y solicitaba su extradición. El proceso no ha acabado aún.

Hasta ese momento Huawei era conocida sobre todo como una empresa fabricante de teléfonos inteligentes de buena calidad y bastante más baratos que los de Apple o Samsung —un motivo de orgullo nacional para mis estudiantes chinos que me aconsejaban dejar esa birria de iPhone 6 que llevas y pasarme al último Huawei—.

Pero Huawei picaba más alto, aunque muchos lo ignoráramos antes de diciembre de 2018.

En 1987, Ren fundó Huawei Technologies Co., Ltd., en la ciudad sureña de Shenzhen, con un capital de 21.000 RMB (5.600 dólares de la época). Antes había trabajado como ingeniero militar en el Ejército Popular de Liberación. Inicialmente su compañía se dedicó a la fabricación de centrales telefónicas, pero con el tiempo se convertiría en la mayor multinacional de telecomunicaciones del mundo, con operaciones en 170 países, 194.000 empleados de diversas nacionalidades y 121 millardos de dólares de ingresos en 2019.

La señora Meng, conocida en la empresa como Madam, había sido clave en ese fulgurante desarrollo. En 2005 se asoció con IBM, una coalición que ayudó a Huawei a asaltar los cielos. Asidua de Davos, Meng aparecía junto a los más importantes políticos del mundo y a otras luminarias no menos fastuosas. En 2015, Xi Jinping visitó las oficinas de Huawei en Londres y allí estaba Madam enfundada en un brillante traje rojo entonando con sus compañeros de trabajo Los Hijos de China, cuya letra anuncia que «todas las naciones aprenderán de nosotros; hemos sido favorecidos por el cielo y nadie nos detendrá». Ya se lo había recordado el gobernador de Cantón al rey británico cuando lo de James Flint en 1759.

Pero Canadá parecía no haberse enterado aquel 1 de diciembre de 2018 y, sí, detuvo a Madam. Algo muy profundo se había quebrado y Pekín reaccionó de inmediato con el arresto de dos ciudadanos canadienses y la condena a muerte de un tercero. Para quienes no conocíamos de Huawei mucho más que las presuntas bondades de sus teléfonos inteligentes, resultaba difícil entender la zapatiesta. Pronto, incluso aquellos a quienes no nos ha llamado el Señor por los capciosos caminos de la tecnología, empezaríamos a vislumbrar que algo serio se cocía.

A las pocas semanas de la detención de Meng, el Departamento de Justicia estadounidense ampliaba los cargos a toda la empresa, añadiendo el de robo de secretos comerciales. En definitiva, Huawei y otras compañías chinas de telecomunicación como ZTE formarían parte del mecanismo de espionaje de la República Popular a través de su protagonismo en la aún nonata red de comunicaciones 5G, nombre de la quinta generación de tecnología para redes celulares que están desplegando algunas compañías de telefonía en sustitución de la actual 4G.

Entre otras ventajas, además de una mayor velocidad de conexión y descarga, 5G tiene la de la descentralización —sus sensores se desplazan a puntos finales que estén en red, por ejemplo, refrigeradores, termostatos, aviones, máquinas manufactureras, vehículos autónomos y otras muchas eventuales terminales en la llamada internet de las cosas—.

«China está muy interesada en dominar la tecnología 5G y su desarrollo. A través de Huawei y los productos que fabrica, Pekín trata de controlar la implantación de esa nueva tecnología […] El Gran Hermano llegará a su casa de usted gracias al utillaje barato que importamos de China […] Hay que advertir a Pekín de que el uso de Huawei y ZTE como extensiones de su aparato de espionaje es inaceptable. Hay que impedir que China domine el 5G y hacerle ver cuáles pueden ser las consecuencias de su violación de las normas internacionales», explicaba un editorial del Wall Street Journal.

¿Era una exageración?

El presidente Trump ha denunciado ese eventual mal uso como un ataque a la seguridad nacional y ha invitado a sus aliados y socios a impedir el despliegue en sus países de la tecnología 5G proveniente de Huawei. Hasta el momento la respuesta obtenida ha sido desigual, pero tras la pandemia desatada por el virus de Wuhan la confianza en la política de Pekín pasa por horas bajas y su desmesurado interés en la defensa de Huawei resulta sospechoso. ¿No será Huawei una tapadera bajo la que se esconden directamente las manipulaciones de Zhongnanhai?

Un reciente estudio publicado por ChinaFileChinaFile es una revista digital en lengua inglesa y sin ánimo de lucro publicada por el Centro de Relaciones USA-China encuadrado en Asia Society. A su vez Asia Society asiasociety.org se autopresenta como «una organización educacional líder y dedicada a promover el entendimiento mutuo y el refuerzo de las conexiones entre los pueblos, los líderes y las instituciones de Asia y Estados Unidos en un contexto global». Cuenta con domicilios en Nueva York, Hong Kong y Houston y representaciones en diversos lugares del mundo. da que pensar. Va firmado por Donald Clarke y Christopher Balding, dos académicos estadounidenses interesados en aclarar quiénes son los verdaderos propietarios de Huawei. «Huawei mantiene que su fundador Ren Zhengfei sólo posee alrededor del 1% de la compañía y que el resto es de un sindicato controlado por los empleados. Es un asunto clave. Si su propietario es el estado chino, no sólo la compañía ha estado mintiendo durante años: el control del Partido sobre ella sería muy superior a lo que se pensaba con anterioridad».

Así resumen su investigación:

-La compañía operadora de Huawei es un holding perteneciente en un 1% a Ren Zhengfei, su fundador, y en 99% a una entidad llamada comité sindical del holding.
-No se sabe nada sobre los procedimientos de gobierno de ese comité; tampoco quiénes son sus miembros ni la forma en que son elegidos.
-Los miembros del sindicato carecen de control sobre los recursos que posee ese pretendido propietario.
-Las llamadas participaciones de los empleados no son más que un sistema de incentivos para mejorar su productividad.
-Dado el marco legal de China, si la participación perteneciente al sindicato fuera genuina y si el sindicato y su comité funcionaran de la misma forma en que lo hacen otras organizaciones sindicales en China, esa participación sería propiedad del Estado.
-Por tanto, con independencia de quién sea el verdadero propietario y de quién tenga el control real de la compañía, parece evidente que no lo son sus empleados.

Todo lo cual abona la hipótesis de que Ren es un mandatario, es decir, la tapadera de una voluntad burocrática superior que delega en él su genuino poder de obrar como propietario. Con su mínima participación en el holding Ren Zhengfei ostenta un derecho de veto sobre el total de las actividades de la compañía. Una confianza que no se otorga en China a nadie que no sea un fiel servidor del Partido. Si Ren se desviase siquiera un milímetro de los deseos de sus superiores no continuaría al frente de Huawei por un segundo más.

Hay otras evidencias que abonan la misma conclusión. Según una reciente investigación del Wall Street Journal, el campeón tecnológico chino ha obtenido más de USD75 millardos de ayudas gubernamentales en exenciones fiscales, financiación pública y precios de favor. No hay otras compañías privadas —tampoco muchas públicas— que hayan merecido el mismo trato.

Huawei no es, pues, más que un pabellón de conveniencia del gobierno chino para pasar de matute sus aspiraciones hegemónicas disfrazándolas de empresas privadas altamente competitivas en los mercados internacionales.

Cara, yo gano; cruz, tú pierdes. Así es la estrategia win win del Partido Comunista Chino.

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