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La esquela que venía en portada (y II)

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¿Qué pensaban los humoristas acerca de la Transición? La pregunta puede parecer en principio sugestiva, pero en rigor no tiene respuesta posible. Y no la tiene porque está mal planteada. El humor, entonces como ahora, es un instrumento, un recurso o, si se prefiere, un arma que cada cual puede utilizar en función de una ideología, unos determinados intereses o sus propias convicciones. Uno de los libros que examina el humor de aquella coyuntura (Francisco Segado: Un país de chiste) muestra muy claramente que cada órgano de opinión empleaba el humor para disparar a objetivos muy distintos. No usaban la misma munición ni los mismos blancos, pongamos por caso, ABC o El Alcázar que Informaciones o La Vanguardia. Una viñeta de Perich en este último diario condensaba en una sola frase el lamento de un Martín-Santos en Tiempo de silencio o el Delibes de Cinco horas con Mario. Ante una tumba con las fechas 1939-1974, una mujer compungida se lamentaba: «¡Pobrecito! ¡Nació, creció, vivió y murió en plena posguerra!» Por el contrario, otros, como Mingote, ironizaban sobre la súbita conversión en «demócratas de toda la vida» de más de una generación que había servido al franquismo y ahora hacía cursillos acelerados de democracia, hasta el punto de correr hacia la ventanilla que, a tono con los nuevos tiempos, expedía «certificados de NO adhesión al Movimiento».

Pese a ello, del mismo modo que decíamos que el humor político, aun no siendo el único, impregna todo y presta al conjunto su aroma característico, también podría decirse que una determinada tendencia ideológica se impone sobre las demás. Esa tendencia, que luego explicitaré, se apoya, desde mi punto de vista, sobre tres patas en un ejercicio de equilibrio inestable: el escepticismo, la esperanza y una crítica radical de los protagonistas políticos. Como la valoración del tránsito político ha pasado en estas cuatro décadas por fases diferentes (desde las vitolas de éxito y ejemplaridad de los años noventa del siglo pasado hasta el rechazo frontal de algunos sectores de la izquierda actual como pacto de olvido y traición), no resulta fácil recuperar el sonido ambiente del período. La revisión de las viñetas, las caricaturas y los chistes nos ayudan o, más aún, nos proporcionan una imagen muy fidedigna de lo que sentíamos y pensábamos los españoles de entonces.

Tengo para mí –y espero que no consideren que sea una opinión muy subjetiva– que las portadas y muchas de las viñetas del Hermano Lobo resultan altamente reveladoras del estado de opinión al que acabo de referirme. Se entenderá mejor lo que quiero expresar si nuestro recorrido empieza poco antes de la muerte de Franco, con el gobierno de Arias Navarro y su «espíritu del 12 de febrero». El humorista Ramón reproducía un retrato de Arias enmarcado en una pantalla televisiva con este pie: «Democracia sí, pero…» Uno de los espectadores traducía: «¡Bah! Los mismos “peros” con distintos collares». En otra de las portadas, el mismo Ramón presentaba a un orador que, en actitud conminatoria, expresaba este dilema a la multitud: «¡¡O nosotros el caos!!» La multitud, al parecer ya suficientemente escaldada, exclamaba al unísono «¡¡El caos, el caos!!» A lo que el político de marras reponía desde la tribuna sin descomponerse: «Es igual, también somos nosotros». Y para adelantar ya algunas pinceladas de humor negro –del que luego nos ocuparemos–, esta genialidad del Chúmez, que en cierto modo compendia todo lo anterior y se asoma sin vértigo al abismo. Una señora que lee en la portada de un diario «1975 será peor», se dirige sonriente al que suponemos debe ser su marido, que agoniza en la cama, y le espeta: «En el fondo tienes suerte. ¡Mira! ¡De buena te vas a librar!»

Señalaba antes que una actitud o mentalidad descollaba hasta eclipsar a las demás. No es difícil adivinar a qué me refiero. La prensa y los medios de comunicación adoptaron el papel de vanguardia en la lucha por la libertad de expresión y en el establecimiento de un nuevo marco político. Hasta el punto de que, como es sabido, recibieron la mayor parte de las bofetadas por parte del poder en forma de sanciones, secuestros, multas, cierres y, en algunos casos, hasta asaltos y bombas (como las que sufrieron El Papus o El País). No debe extrañar, por tanto, que una de las constantes de los periódicos y revistas del momento fuera la crítica radical a lo que entonces se llamaba «inmovilismo», y no digamos ya a los sectores más recalcitrantes del régimen, que trataban de entorpecer la transformación política, lo que coloquialmente se conocía como «el búnker». Muchas veces se representaba a estos grupos políticos y sus líderes (Girón, Blas Piñar y algunos de los exministros franquistas que se integraron en Alianza Popular) atrincherados literalmente en uno de aquellos búnkeres. Cuando salían de sus madrigueras, les delataba el inseparable garrote que llevaban consigo. Era el instrumento imprescindible para dialogar con los demócratas. La alusión al garrote para simbolizar la represión o la actitud combativa de ese sector político y social es recurrente en el humor gráfico de la época, como si los dibujantes necesitaran evocar el famoso duelo a garrotazos goyesco como símbolo perenne de España. El lema de la «participación política» de todos los españoles, uno de los tópicos más manoseados de la época, venía a quedar en una viñeta de Summers de este modo: un hombre blandiendo un gran garrote al tiempo que anunciaba que «¡Servidor está listo para participar!» Spain aún seguía siendo different. O, al menos, eso seguían pretendiendo algunos. En el humor gráfico de Oli, un manifestante con un garrote inmenso le explica a otro: «Europeo sí, pero sin renunciar a mis peculiaridades».

El poder de ese sector, unido a la tibieza o debilidad de los que habían accedido al gobierno –sobre todo desde el nombramiento de Suárez como presidente– era lo que explicaba el escepticismo antes mencionado. ¿Realmente nos dirigíamos a una democracia similar a la de nuestros vecinos europeos? La forma en que estaba produciéndose la transformación política –sin auténtica ruptura con el régimen anterior– no convencía a los antifranquistas. Hay dos viñetas geniales del Perich que reflejan a la perfección ese clima de desconfianza y suspicacia. En una de ellas, aparecida en Cuadernos para el diálogo, dialogan dos ciudadanos, se supone que uno de los de abajo y otro de los de arriba: «Oiga, y esa democracia que nos van a dar, ¿para cuanto tiempo tiene garantía?» «Bueno…, piense que es de regalo…» «Sí, por eso…» Más crudamente, con ocasión de los acuerdos políticos y los Pactos de la Moncloa, un sujeto le explica a otro: «Es una coproducción. Ellos ponen la cara y nosotros ponemos el culo». O, en fin, hay una viñeta de Ramón y Coll en la que un orador truena en un mitin: «¡¡Algún día os arrepentiréis de esto que os estoy diciendo!!»

El escepticismo y la desconfianza se intensificaban por el hecho de que quienes dirigían el supuesto cambio político –empezando, naturalmente, por el propio Suárez– eran notorios miembros del régimen anterior. De ahí la crítica radical antes indicada y la percepción del consenso como compadreo y pasteleo. O cama redonda, como también dijimos. Las caricaturas de los gobernantes –¡ahora, por fin, podían publicarse caricaturas identificables de los políticos!– tratan de reflejar la supuesta verdad que se esconde tras las bambalinas. Suárez aparece como mago, como prestidigitador, como equilibrista, como embaucador y mil variantes más en las páginas periodísticas. Bien es verdad que los caricaturistas tienen por lo general buen cuidado en no pasarse de la raya. Podría pensarse que es por la censura pero, siendo cierto, también está presente una buena dosis de cálculo político. Ya señalamos lo significativo que resulta dictaminar de qué nos reímos en un momento dado… y de qué no. Se hacían muchas caricaturas de los gobernantes, pero bastantes menos –y siempre circunspectas– del rey. Se satirizaba a políticos concretos, pero bastante menos a las instituciones. Incluso, dentro de estas, todo el mundo sabía que era más fácil meterse con la Iglesia que con el Ejército y, en general, los llamados «poderes fácticos». Los humoristas pasan bastante de puntillas por algunas de las grandes lacras de la época, como el terrorismo. No vamos a entrar aquí en más honduras, porque no es este el lugar adecuado, pero al menos quería apuntarlo.

Y, para terminar, sí, hay muy poco humor negro. O, para ser más exactos, relativamente poco humor negro en el marco que hemos bosquejado, sobre todo si lo comparamos, por ejemplo, con los cientos y cientos de viñetas, chistes y caricaturas que provoca el llamado «destape». No es tampoco una casualidad. Tras la crítica, la sátira o incluso el escepticismo políticos, latía una considerable dosis de esperanza. El humor de la Transición es, pese a todo, un humor optimista, ilusionado con la perspectiva de un futuro mejor para el país. Es un humor impaciente, pero deseoso en el fondo de que se hagan realidad las promesas de libertad y democracia. Esquematizando, podría decirse que la muerte y el pasado son categorías que quedan atrás, que deben ser superadas. De hecho, la aplicación de alguna de esas categorías políticas manoseadas a los muertos es un recurso fácil que se repite en distintos contextos. Así, en una viñeta de Summers sale un difunto en su ataúd y a sus pies alguien que le increpa: «¡Inmovilista!» El contraste entre la esperanza del presente y el sinsentido de la muerte la aprovecha el siempre incisivo Chumy Chúmez, que dibuja a un enfermo terminal en su lecho de muerte y un personaje que le espeta radiante: «¡Enhorabuena! Vas a morir europeo». Más cruel aún es una viñeta del mismo autor en la que se ve a un reo en el momento de ser fusilado y el pelotón que le dispara cantándole «Happy birthday to youuuu!»

Pero me permitirán que termine con un humor negro de mucha más mala leche que, en este caso, no tomo de la Transición propiamente dicha, sino de los momentos inmediatamente anteriores, cuando aún vivía –por muy poco tiempo ya– el almirante Carrero Blanco. Tomo el chiste de modo literal de un libro del historiador Gabriel Cardona, Cuando nos reíamos de miedo: «Estaba Carrero Blanco oyendo su última misa cuando se acercó para recibir la comunión. El cura iba distribuyéndola a los fieles arrodillados, hasta que llegó al almirante y se lo saltó diciéndole: – A usted, la hostia ya se la darán cuando salga». Un chiste, por cierto, que, como todos los de esta índole, suscita otras cuestiones sobre los límites y el buen gusto. Pero que, en cualquier caso, está en consonancia con aquel otro –mucho más inocente– que todo el mundo que vivió bajo el franquismo escuchó alguna vez. Me refiero a ese que cuenta que un ciudadano va todos los días al quiosco de prensa, compra el periódico, echa un rápido vistazo a la primera página e inmediatamente después arroja el ejemplar a la papelera sin ni tan siquiera abrirlo. El vendedor de prensa observa este proceder un día y otro y al fin le pregunta intrigado el porqué de tan extraña conducta. «Busco una esquela de fallecimiento», le responde el hombre. «Pero –contesta el quiosquero– las esquelas no vienen en la primera página, sino en las últimas». A lo que el comprador contesta con seguridad y contundencia: «No, la que yo busco vendrá en portada». En efecto, el día llegó y la esquela llenó la primera página. Y lo que hemos contado aquí es una pequeña parte de la historia que vino después.

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Ficha técnica

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