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La esquela que venía en portada (I)

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Con la melancólica resignación que acompaña también a las celebraciones profundamente asentadas, como la Navidad o el Año Nuevo, los que nos dedicamos a esta agridulce tarea de recensionar libros recibimos las efemérides como una maquiavélica conjura urdida por las editoriales para desmoralizarnos y sepultar de paso en paletadas de tedio nuestro espíritu crítico. Ya no son sólo los centenarios clásicos o los cincuenta años de un acontecimiento, sino que se aprovecha cualquier número redondo (diez, veinte, treinta años) o un simple cuarto de siglo. Ahora que se acaban de cumplir cuarenta años de la muerte de Franco, hemos sufrido la misma invasión con el abusivo marchamo de «novedades». ¿Novedades? Si fuera realmente así, podría ser hasta interesante. Revisar de verdad el pasado –re-visitar– es aleccionador. Los muy cínicos dicen –con razón, por otra parte– que nada cambia tanto como el pasado. En efecto, no sólo cada generación, sino cada instante del presente, construye un pasado a su medida. Nada nos retrata más fielmente, tanto a escala individual como colectiva, como lo que recordamos… ¡y cómo lo recordamos! O, dicho de otra manera, los recuerdos y sus correspondientes olvidos dicen más de nosotros y de nuestro presente que de ese pasado que pretendemos recuperar o conmemorar.

Pero no es este el lugar más adecuado para ponerse trascendentes. Además, si la mitad siquiera de esa avalancha editorial de la que hablaba al principio contuviera reflexiones de ese tenor sobre nuestro ayer y la atalaya del presente, ya de por sí merecería la pena el esfuerzo. No es el caso, naturalmente, porque lo que se impone es el oportunismo más ramplón. Pero si cito ahora todo ello como punto de partida es porque tanta insistencia en la muerte del Caudillo que rigió los destinos de España durante casi cuatro décadas ha dejado en un segundo plano el momento decisivo que se inicia inmediatamente después de su fallecimiento. Me refiero a lo que todo el mundo en España conoce con el nombre de la Transición. Y creo que nadie puede poner hoy en duda que esa fase que empieza en noviembre de 1975 es más decisiva y sustancial para nuestras vidas y para la España actual que la clausura de un régimen que ya a aquellas alturas daba muestras de decrepitud, es decir, de ser una reliquia del pasado.

Pero, ¡lo que son las cosas! Mientras Franco sigue concitando actitudes viscerales –sobre todo en los que se siguen denominando «antifranquistas» ¡a estas alturas!, como si todavía estuvieran en lucha–, la Transición no vive su mejor momento en la representación que hoy hacemos de nuestra reciente trayectoria histórica. Es verdad que, desde el punto de vista historiográfico o politológico (desde la óptica de las ciencias sociales en general), siguen organizándose congresos y simposios sobre la misma que continúan arrojando mayoritariamente un balance positivo. Siguen publicándose sobre todo memorias de los protagonistas de aquellos años, hasta el punto de que casi es raro que alguien llegara entonces a ministro y no haya publicado ahora sus recuerdos y experiencias de antaño. Bueno, es una exageración, pero no demasiada. En todo caso, para centrarnos en lo que aquí nos interesa, lo que quiero decir es que, a pesar de que se mantiene la inflación de documentos y publicaciones, la defensa de la Transición y de su fruto más tangible, la Constitución del 78, no es hoy una buena tarjeta de presentación para cualquiera que aspire a un cargo público. Más bien lo que se impone es lo contrario. No entro aquí en si eso está bien o está mal, es justo o injusto. Digo simplemente que eso es lo que hay.

A lo que iba. Ya que las editoriales nos martirizan con libros de Franco, yo me tomo mi particular venganza y dirijo mi mirada a ese mismo pasado, pero justo hacia el instante en que se inicia una nueva fase con la muerte física del dictador. Y lo hago, naturalmente, desde la perspectiva del humor, que es la salsa que condimenta los platos de esta sección. Aunque –admito– en esta ocasión voy a ponerme más serio de lo habitual, por la sencilla razón de que hay una pluralidad de elementos que merecen la pena considerar y que posibilitan, además, una reflexión o una serie de reflexiones que nos ayudan a entender dónde estamos y cómo ha sido el camino recorrido en los últimos decenios. La primera cuestión –y la más obvia, la que salta inmediatamente a la vista– es la escasez de estudios sobre el humor en la Transición. No estoy hablando de simples recopilaciones –que, por cierto, tampoco es que haya muchísimas– sino de estudios, no diré serios, pero sí solventes, académicos, analíticos, comprensivos. En síntesis, ensayos monográficos sobre el papel del humor en la Transición.

Algo hay, naturalmente. El clásico –por incomparecencia de otros similares– de Iván Tubau, El humor gráfico en la prensa del franquismo (1987) contiene en su parte final algunas alusiones a la Transición, aunque, como su mismo título indica, su centro de gravedad es el período precedente. En Un país de chiste (2012), Francisco Segado examina las viñetas que publicaron cinco diarios nacionales de ideologías dispares: ABC, Ya, Informaciones, El Alcázar y La Vanguardia entre 1974 y 1977. Está bien, pero su alcance es limitado. Más completa es la recopilación de Julián Moreiro y Melquíades Prieto, El humor en la Transición (2001), aunque no llega, ni mucho menos, a responder a todas las expectativas de su ambicioso título. Más recientemente se organizó una exposición en la Biblioteca Nacional sobre la misma cuestión. Está recogida en un volumen interesante, pero que también dista mucho de resultar plenamente satisfactorio: La Transición en tinta china (2013). Luego hay, como decía antes, distintos volúmenes compilatorios de algunos de los humoristas más afamados del período: Mingote, Forges, Peridis, Cesc, Perich, etc., pero no son más que eso, recopilaciones que facilitan el acceso a la obra gráfica de esos autores.

Si subrayo la parquedad de estudios y la escasa atención al fenómeno del humor, es precisamente porque, por contraste, me parece que la perspectiva del humor resulta clave para acercarnos y comprender desde hoy cómo fue y cómo se vivió en su momento aquel período histórico. Si antes decíamos que nuestros recuerdos, siempre selectivos, pueden revelarnos más acerca de cómo somos ahora que sobre cómo éramos realmente, algo sustancialmente no muy distinto podríamos aplicar a la risa de entonces contemplada desde los ojos de hoy. Ahora bien, la recuperación de los documentos del pasado nos permite pulsar de modo objetivo los resortes del humor de aquel trance, esto es, de qué nos reíamos entonces y por qué nos reíamos de lo que nos reíamos, qué era lo que nos hacía gracia (aunque a menudo fuera maldita la gracia) y a qué le encontrábamos gracia (y a qué otras cosas no). En definitiva, cómo eran los españoles de aquel tiempo: cómo éramos.

Siendo el humor –como la memoria– muy selectivo, resulta incuestionable que el humor que se hacía en la época nos resulta –visto desde hoy– un magnífico escaparate de aquella coyuntura, de sus aspiraciones y sus miedos, de sus cabreos y celebraciones. En los estudios de conjunto y en las recopilaciones antes aludidas, destaca sobremanera la presencia de la viñeta o el chiste directamente políticos, que ganan por goleada a cualquier otra vertiente humorística. Más aún, todo parece politizarse, hasta el típico chiste verde o las alusiones sexuales de trazo grueso. Un ejemplo entre mil, un chiste de Perich, de sus «Noticias del 5º Canal», que afirma: «El estreno de El último tango en París no escandaliza a los españoles: “Aquí, 40 años y sin mantequilla además”, han manifestado». Un magnífico ejemplo de chiste de época, porque sus claves serán indescifrables para las jóvenes generaciones. La «cama redonda» era el tópico al que recurrían decenas de viñetas para presentar los pactos políticos como equivalentes a la promiscuidad sexual. En una línea parecida, el humorista Elgar (Manuel García Duarte) tituló su libro sobre el período La Transición, en bragas (1984).

¿Fue realmente así, tan abrumadoramente politizado, el humor que se hacía entonces? Me atrevo a sugerir que la más que probable distorsión que refleja la mirada por el retrovisor no resulta determinante en este caso. Es obvio que no todo el humor podía estar tan contaminado por el devenir político e institucional, pero no es menos cierto que los espacios de libertad que empezaban a ganarse –sobre todo en el campo de la prensa y los medios de comunicación– posibilitaban ejercer la crítica, la sátira o el mero cachondeo en unos términos inimaginables tan solo algunos meses antes. Esto era lo más característico de aquella situación, el rasgo distintivo de aquel trance. Por eso, cuando Suárez salía en televisión y decía aquella frase –quizá la más representativa de la Transición– de «Puedo prometer y prometo…», a los humoristas les faltaba tiempo para, como mínimo, hacer una caricatura del presidente creciéndole la nariz, como a Pinocho. Independientemente de otras consideraciones, es que estábamos de estreno, como niños con zapatos nuevos. Como Carpanta ante un festín después de casi cuarenta años de ayuno y abstinencia. ¿Quién podía resistirse?

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Ficha técnica

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