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Un humanista en la Moncloa

LEOPOLDO CALVO-SOTELO. UN RETRATO INTELECTUAL

Pedro Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín

Fundación Ortega-Marañón y Marcial Pons, Madrid

535 pp.

28 €

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Es conocida la queja de Leopoldo Calvo-Sotelo sobre los muchos teléfonos y los pocos libros que se encontró en la Moncloa al hacerse cargo de la presidencia del Gobierno en febrero de 1981. Era una forma de marcar distancias con el estilo político y el perfil humano de su predecesor, Adolfo Suárez, al que se refirió, también por entonces, como «nuestra llorada madre superiora» en una reunión de la cúpula de UCD. De su proverbial ironía, a menudo hiriente con los demás y consigo mismo, hay abundantes pruebas en la prensa de la Transición y en sus libros de memorias, alguno verdaderamente delicioso, como el que dedicó a sus años en el Gobierno, primero como ministro y luego como presidente. Ingeniero de caminos, directivo de empresas públicas y privadas, viajero impenitente, melómano, ávido lector de todo tipo de libros y fino memorialista, más de uno se preguntará cómo pudo acabar en la política alguien como Leopoldo Calvo-Sotelo. No hay una única respuesta, pero debemos partir del hecho de que la clase política de la Transición tenía, en general, una sólida preparación intelectual y una vida profesional –o una vida tout court– anterior a la política. En el caso de Calvo-Sotelo hay que añadir, junto a una idea de servicio muy extendida también entre los políticos de entonces, una inagotable curiosidad intelectual que le llevó a emprender una aventura política cuyas consecuencias últimas nunca hubiera imaginado, ni tal vez deseado.

El expresidente del Gobierno dejó al morir hace tres años una biblioteca de 10.507 ejemplares, repartidos entre sus dos casas, en Madrid y en Ribadeo (Lugo). Se dice pronto. No parece sino que en esa vida rodeado de libros se encierra algún extraño enigma, digno de un relato de Borges, como la célebre historia que él mismo contó en su Memoria viva de la Transición sobre la combinación de la caja fuerte de su despacho presidencial en la Moncloa. Descifrar su enigmática relación con los libros, con sus autores y con los temas de que tratan es el propósito de esta obra coordinada por uno de sus hijos, el diplomático Pedro Calvo-Sotelo, y prologada por Álvaro Delgado-Gal. Sus once apartados, la mayoría desdoblados en un ensayo y una entrevista, componen un retrato poliédrico del propietario de esta biblioteca, analizada a partir de un doble itinerario temático y cronológico. De esta forma, puede calibrarse el interés del expresidente por los distintos ámbitos de pensamiento y, al mismo tiempo, apreciar la forma en que su trayectoria personal, intelectual y política fue condicionando el desarrollo de la biblioteca, con momentos de aceleración o estancamiento en el aumento de las entradas o en las preferencias de su titular. Especialmente acusado fue el impacto de la política en su vida como lector, hasta el punto de que, tras dejar la Moncloa en diciembre de 1982, decidió ponerse a leer de nuevo las obras de Salgari y de El Coyote, como cuando tenía diez años, para recuperar, poco a poco, el hábito de la lectura, perdido y casi olvidado durante su etapa como gobernante.

La anécdota, contada por él mismo –«cuando dejé de ser presidente del Gobierno se me había olvidado leer»–, sirve de título a la breve entrevista que le hizo su hijo Pedro sobre el origen de su biblioteca y su largo trato con los libros. Luego siguen los capítulos dedicados a sus principales pasiones intelectuales, entre ellas, y de forma muy destacada, a tenor del número de títulos, la historia, la filosofía, la geografía –espléndido el capítulo de Eduardo Martínez de Pisón–, las matemáticas, la música y la poesía. Todo ello conforma «una biblioteca vivida», como la define Paloma Fernández Palomeque, la persona encargada de su catalogación en la última etapa de la vida de Calvo-Sotelo, que fue reuniendo su colección al hilo de sus inquietudes, más o menos cambiantes, de sus frecuentes viajes y del azar de su propia existencia.

Como un «mariposeador de asuntos filosóficos» se define a sí mismo al hablar con Jaime de Salas de su afición a la filosofía, acreditada por los setecientos volúmenes de este género que contiene su biblioteca y por el conocimiento que demuestra de autores como Spinoza, Kant y Zubiri, su principal iniciador en la materia. Su familiaridad con la obra de Ortega queda patente asimismo en las varias ediciones de sus obras completas, más treinta y cuatro títulos sueltos, que reunió a lo largo de su vida, amén de las frecuentes y bien traídas referencias a su pensamiento que salpican las reflexiones de Calvo-Sotelo recogidas en distintos pasajes del libro. No es de extrañar esa constante referencia a Ortega y Gasset en quien fue durante varios años, en la década de los noventa, presidente de la fundación que lleva su nombre. De todas formas, más allá de esta circunstancia de su propia biografía, el pensamiento de Ortega está presente desde fecha muy temprana en su biblioteca y en su aprendizaje personal, como lo estuvo en general en la formación de la clase política de la transición española.

Su experiencia como gobernante sale a relucir inevitablemente a lo largo de estas más de quinientas páginas, sobre todo en su conversación con Charles Powell sobre historia y política y en el ensayo de cincuenta páginas que el historiador angloespañol dedica a esta parte de su biblioteca. No era la política algo de lo que el expresidente guardara muy buen recuerdo. Probablemente por ello mismo, Calvo-Sotelo tiende a establecer una barrera, a su juicio difícilmente superable, entre la lectura y la actividad política. Y no solo por la dificultad de repartir el tiempo entre dos actividades tan absorbentes –gobernar o leer–, sino por el escaso fruto, por no decir los efectos contraproducentes, que, en su opinión, obtiene del mundo de los libros quien pretenda dedicarse a la política. El ejemplo más claro fue su predecesor en la presidencia del Gobierno, Adolfo Suárez, de quien se decía que no había leído un libro en su vida: «Era –asegura Calvo-Sotelo– un político de verdad […], que no ha perdido el tiempo leyendo, el tiempo que yo he pasado leyendo, millares de horas. Suárez andaba hablando con la gente, que es lo que tiene que hacer un político […]. El político no tiene que leer». Si fuera así, disfrutaríamos hoy en día de una clase política de excepcional categoría, al ser, con toda probabilidad, la menos leída de la historia de España. El planteamiento deliberadamente reduccionista de Calvo-Sotelo lleva hasta el absurdo una supuesta incompatibilidad entre política y cultura, pasando por alto que el éxito de la Transición se debió en parte a la ósmosis entre la intuición de políticos de raza como Suárez, González y Carrillo y la notable preparación de muchos de sus colaboradores, como el propio Leopoldo. No le falta razón, sin embargo, cuando señala el fracaso de los intelectuales que actúan en política o que pretenden convertir sus propias fantasías en los sólidos pilares de un mundo feliz. «No hay más que leer –le dice a Jaime de Salas– las barbaridades que hizo Platón en Siracusa». Casi más elocuente, porque la frase anterior, como tantas otras suyas, tiene mucho de boutade, es su reconocimiento de la escasa utilidad política del pensamiento de Ortega y Gasset, admirable e incluso decisivo, sin embargo, por tantos otros motivos.

Diletante, autodidacta, mariposeador, Calvo-Sotelo se define sin ambages al hacer balance de su convivencia con los libros, que sitúa en el plano de la más estricta intimidad, lejos, por tanto, de su dimensión de hombre público que un día gobernó España. Toda biografía es siempre la historia de un fracaso y en el caso de Leopoldo Calvo-Sotelo salta a la vista su fallida relación con la política, que impregnó sus memorias de una amarga ironía. Lo mismo puede decirse de este libro cada vez que el protagonista se asoma a estas páginas, en lo que tienen de autobiografía póstuma a través de sus lecturas, sobre las que reflexiona con los distintos especialistas que tuvieron en su día ocasión de conversar con él sobre libros y autores. Hay algo fallido también en su vida de lector, si es cierto, como él mismo insinúa, que en el origen de su relación con los libros hay una búsqueda, seguramente inútil, de la verdad y la felicidad. Las buscó principalmente a través de la filosofía, de la religión y de las matemáticas –«sólo el matemático es feliz», afirma recordando una frase de Novalis– en su afán por llegar a saber, a su paso por el mundo, «de qué va la cosa», como dice él mismo. Fue también un gran lector de poesía –mucho más que de novela–, sobre la que conversa con Jaime Siles, que dedica el último capítulo del libro a esta parte de su biblioteca y a los autores más representados en ella y más leídos y apreciados por él, entre los cuales se encuentran Lope de Vega, según su propia confesión, y Antonio Machado, a juzgar por los numerosos subrayados que contienen sus obras.

Jaime Siles vio en Leopoldo Calvo-Sotelo un «político con alma de escritor». Un compañero suyo del primer Gobierno de la Monarquía, Juan Miguel Villar Mir, lo definió como un «ingeniero humanista», y otro ministro de la Transición, Carlos Bustelo, al estudiar su biblioteca de economía, concluye que fue un «socialdemócrata inteligente y liberal». Político singular, con escasa o nula vocación por el poder, su peripecia intelectual y profesional responde, sin embargo, a un patrón generacional fácilmente reconocible en temas y episodios que aparecen de forma recurrente a lo largo de este libro: las conversaciones de Gredos en los años cincuenta, la importancia del Banco Urquijo como plataforma de modernización empresarial y cultural, la fascinación por Ortega y Gasset, el afrancesamiento cultural como ruptura con la autarquía intelectual del franquismo o la temprana lectura de Keynes, que el propio Leopoldo señaló como un rasgo compartido con «muchos de mi generación». Consagrado a un personaje, sin duda, distinto y distante, hay mucho en este libro de retrato colectivo de una clase política y de una generación que hoy es inevitable recordar con un punto de nostalgia.

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