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Somos monos pero menos

La especie elegida. La larga marcha de la evolución humana

JUAN LUIS ARSUAGA, IGNACIO MARTÍNEZ

Ediciones Temas de Hoy, 1998

344 págs.

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Aquí tenemos una historia más de los seres humanos desde el enfoque del ultradarwinismo más reciente (para abreviar, la unidad de selección es el gen y no el individuo). El desenlace, como de costumbre, va desde un origen un tanto incierto, pero acotable en el tiempo y en el espacio, hasta un presente señalado por el «triunfo relativo» de esa Especie Elegida –en su dominio cognoscente, se induce–. Asimismo, se contempla, en esas páginas, el advenimiento de un futuro en el que en principio puede ocurrir cualquier cosa. Pero una serie de transiciones propuestas (véase el epílogo) por el conocido teórico de la evolución Maynard Smith y el/la menos conocido/a E. Szathmáry, y apoyadas sin reservas por los autores del libro, Arsuaga y Martínez, sugieren que se puede esperar lo mejor (es decir, un control supuestamente más firme de nuestra relación con el medio).

Para los autores, como es de rigor según los cánones científicos vigentes más generales (al menos a pie de obra), los hechos hablan por sí solos, por lo que «lo realmente importante no es el nombre que se dé a las hipótesis, sino que puedan ser cotejadas por los hechos, modificadas e incluso rechazadas si no son compatibles, ya que es esto lo que las convierte en hipótesis científicas y no meras opiniones o fantasías. Sólo los dogmas permanecen inmutables» (pág. 18). El libro es, en efecto, un cúmulo de hipótesis, como no podía ser de otra manera cuando lo que se está reconstruyendo es el pasado.

Paradójicamente, este último aserto de la parrafada justamente citada sería un dogma, aparte de que un conocimiento somero de la historia de las ideas muestra lo contrario de lo que ahí se estipula, es decir, los dogmas mutan, se transforman y se convierten en otros dogmas, vengan o no amparados por los «hechos». Así, en cierto sentido, todas las hipótesis son dogmas, vengan o no avaladas por los «hechos». Por añadidura, los supuestos hechos son compatibles con tantas hipótesis como el hombre se empeñe en construir, de otra manera, las hipótesis están infradeterminadas (véanse los problemas del mismo Darwin cuando algunos naturalistas de su estima, el botánico Asa Gray por ejemplo, incluían la teoría de la selección natural en una cosmovisión teogónica; el cambio, por Darwin, de su eslogan «selección natural» por «supervivencia del más apto», tomado de Herbert Spencer, se remite a esa problemática teísta). Los actuales, y ya rancios, disidentes «pautacionistas», Gould y Eldredge, amén de otros que no se especifican, contemplan para sus esquemas heterodoxos los mismos hechos que Arsuaga y compañía.

Entonces, puesto que de hipótesis va el cuento, ¿qué propicia que unas hipótesis sean más verosímiles que otras? Simplemente, las propensiones personales de los actores implicados. Los que están en desacuerdo, estarían sesgados por sus propios prejuicios, cuando no henchidos de crasa ignorancia, de tal modo que anteponen a la autoridad de los hechos otro tipo de autoridad que no merece crédito alguno. Por ejemplo, para Galileo –oficialmente uno de los progenitores de la ciencia moderna–, Aristóteles había dejado de tener autoridad epistémica, puesto que «era obvio» que la realidad estaba escrita en el lenguaje de las matemáticas. Galileo, empero, estaba cambiando de autoridad acreditada y, como para Copérnico, Kepler y tantos otros «modernos», el camino recto volvía a pasar por Pitágoras y Platón. Ahora, en el caso que aquí se comenta, se prescinde de Lamarck como autoridad referencial y de otros supuestos direccionalistas, vitalistas o no, y posiblemente de un remanente, no mencionado en el libro, de neutralistas varios (véase «La evolución sin Darwin» en Revista deLibros, septiembre de 1997). La cuestión se centra en ese «azar y necesidad» tan popularizado por Jacques Monod, cuando lo que prevalece es la autoridad de Darwin, como representante de otras autoridades anteriores que no tiene aquí objeto precisar, y a cuya vera prospera la hermenéutica retóricamente factual que presentan los autores encausados (que para que no haya malentendidos, es también la mía).

La, por otra parte, excelente, exhaustiva y, hasta el punto indicado, esclarecedora exposición que nos ocupa (capítulos cortos muy bien delimitados, que casi no dejan cabos sueltos y narrados en un excelente castellano) es así una historia actualizada –escrita además por científicos que la están viviendo de primera mano– y que acopla el lenguaje de los fósiles a la teoría de la selección natural en sus múltiples manifestaciones (ecológica, locomotriz, social, nutricional, etc.), en su versión sintética (y no realmente neordarwiniana, «oficialmente» esa fue la versión de Weismann) con el mínimo número de incoherencias posibles. Es cierto que, en algún momento, surge un tema ligeramente espinoso que no se presenta de un modo especialmente afortunado en el escrito que nos ocupa. La referencia es a propósito de la anomalía, más aparente que otra cosa que, dentro del ultradarwinismo al uso, representa el posible comportamiento altruista de ciertas situaciones humanas. Pero, bueno, tampoco existe un consenso claro entre los especialistas de este asunto (véase «Del código genético al código moral» en Revista de Libros, marzo y abril de 1999).

Quedan pues «claros», con la intención de serlo de una vez por todas, nuestros orígenes animales, así como la especial y, al mismo tiempo, creíblemente explicable naturaleza de lo que nos distingue de todo ser vivo, nuestra inteligencia. El conjunto se sazona con algo de mecánica cuántica y otro poco de teoría del caos a la Prigogine, y queda todo bastante bien atado para una comprensión naturalista a satisfacción de sus autores, mentores y simpatizantes.

En resumen, desde la perspectiva evolucionista de última hornada (principalmente en la versión del pautacionista Gould que en esta tesitura estaría bien encaminado) «estamos» aquí por casualidad y somos «una especie única entre otras muchas especies únicas, aunque eso sí, maravillosamente inteligente» (pág. 336). O sea que, después de todo y a pesar de los pesares, ¡sorpresa!, somos monos pero menos.

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Ficha técnica

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