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La especie accidental

The Accidental Species. Misunderstandings of Human Evolution

Henry Gee

Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 2013

224 pp. $15

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El mínimo contenido del concepto de evolución biológica, a la vez necesario y suficiente, se resume en el incesante cambio espacio-temporal experimentado por la composición de los acervos genéticos de las poblaciones de distintas especies mediante la acción de unas fuerzas que son, en sí mismas, inmutables. Así lo anunciaba Darwin en la frase final de El origen de las especies: «mientras este planeta ha gravitado de acuerdo con la ley inalterable de la gravedad […] innumerables formas más bellas y más maravillosas han estado, y están, evolucionando»Charles Darwin, On The Origin of Species, Londres, John Murray, 1859, p. 490..

El sujeto directo de ese cambio es una entidad (el acervo) que funciona como un archivo de información sobre el entorno, cuya condición hereditaria le proporciona cierta continuidad a lo largo de las generaciones, y su alteración se produce por la intervención de tres agentes, dos de ellos inevitables (mutación y azar) y otro oportunista (selección natural). En primer lugar, la mutación, simple producto de los errores de copia del material genético, que son raros gen a gen, pero no tanto si se refieren a conjuntos de genes, hasta el punto de que cada uno de nosotros somos portadores de varias mutaciones nuevas, en su gran mayoría perjudiciales o sin efecto apreciable aunque, excepcionalmente, unas pocas puedan ser ventajosas. En segundo lugar, la fluctuación aleatoria de la composición del acervo (deriva genética) causada por el número, más o menos grande pero siempre finito, de los individuos reproductores en la población pertinente. Por último, la selección natural, fuerza privativa de la hipótesis darwinista, cuya intensidad está directamente determinada por la magnitud de la variación hereditaria del éxito reproductivo (eficacia biológica) y que es capaz de promover indirectamente la adaptación de los organismos al ambiente. El mecanismo selectivo depende de la aparición aleatoria de mutaciones para poder operar y, por así decirlo, planifica la constitución genética de la población de «mañana» de acuerdo con la información disponible sobre las circunstancias de «hoy», de manera que su éxito o fracaso estará dictado por la mayor o menor semejanza existente entre el medio actual y el futuro, esto es, dependerá de la caprichosa secuencia histórica en que se produzcan las fluctuaciones ambientales. Puesto que la adaptación a un medio sujeto a continua alteración no puede ser perfecta, el sino de las especies es, a la larga, la extinción, cuya probabilidad en cada momento será independiente de la amplitud del período de supervivencia previo. En este escenario, la evolución se reduce a la conversión incesante de las diferencias genéticas entre individuos de una misma población en diferencias entre distintas poblaciones de la misma especie y, por extensión, entre especies y entidades taxonómicas superiores.

Según el autor, no debe hablarse de dirección ni perceptibilidad en la evolución biológica, en particular en referencia al hombre

Es fácil caer en la tentación de interpretar los distintos estados de un sistema, caracterizados por la distinta composición de sus correspondientes acervos genéticos, siguiendo un criterio de orden que sólo puede establecerse por comparación con unos modelos preconcebidos que atribuyan a la constitución de cada acervo un grado diferente de organización. Únicamente en esta tesitura podría hablarse de especies superiores o inferiores, o más o menos evolucionadas, ignorando que la mayor complejidad estructural de un organismo no implica necesariamente una capacidad fisiológica más adecuada, ni representa un almacenamiento más eficiente de información sobre el medio circundante. En otras palabras, todas las especies, vivas o extintas, no son otra cosa que efímeros estados diferentes de la vida, distintos resultados de la acción conjunta de los tres agentes antedichos. Pero si se aceptara el criterio de orden, sería fácil postular a continuación la existencia de una secuencia direccional de estados caracterizada por un grado de ordenación creciente, cuyo recorrido evolutivo determinaría el progreso temporal del linaje pertinente y permitiría, incluso, incorporar a éste un elemento utópico: la perfectibilidad de la meta alcanzadaA mi juicio, la exposición más precisa de estas materias sigue siendo la formulada por Richard C. Lewontin en su artículo «The concept of evolution», en David L. Shils (ed.), International Encyclopedia of the Social Sciences, vol. 5, Nueva York, Macmillan, 1968, pp. 202-210..

La obra que aquí se reseña es un alegato en contra de la inclusión de la noción de orden –y sus secuelas de dirección, progreso y perfectibilidad– en el concepto de evolución biológica, en particular de la humana. Su autor, Henry Gee, es el editor de la revista Nature que tiene a su cargo los temas de paleontología, taxonomía, sistemática y evolución del desarrollo, actividad que compagina con frecuentes colaboraciones en el diario británico The Guardian. Incorporado a esas tareas desde poco antes de presentar su tesis doctoral en la Universidad de Cambridge, no es un investigador activo, aunque su labor editorial le proporciona una relación de primera mano con el motor del conocimiento científico, como se ha puesto de manifiesto en sus numerosas obras de divulgación, entre ellas Before the Backbone (1996), sobre el origen de los vertebrados; In Search of Deep Time (1999), que explora la relación entre el registro fósil y la historia de la vida; A Field Guide to Dinosaurs (2003); y Jacob’s Ladder (2004), donde se analiza el significado de la secuenciación del genoma humanoDos de ellas han sido traducidas al castellano: Dinosaurios: guía de campo, trad. de Juan Tafur, Barcelona, Océano, 2003, y La escalera de Jacob: la historia del género humano, trad. de Yolanda Fontal, Barcelona, Paidós, 2006.. Gee es un decidido adversario de cualquier idealización en materia científica y, quizás para dotar de una válvula de escape a la tendencia a fantasear que todos llevamos dentro, es editor de la revista Mallorn, órgano oficial de la Tolkien Society, y autor de una trilogía de ciencia ficción, The Sigil (2012), situada en el inframundo fantástico de El señor de los anillos.

La primera mitad de The Accidental Species está dedicada a examinar, con solvencia y lucidez, lo que se ha dicho de la evolución basándose en el registro fósil, para remachar que la ciencia no es otra cosa que la cuantificación de la duda, que toda conclusión es provisional, y que, a la luz de lo que actualmente sabemos, el proceso evolutivo se reduce únicamente a un cambio que no sigue caminos predeterminados, ni menos aún aquél que, en versiones populares y otras que no lo son tanto, propulsaría inexorablemente al linaje de los homínidos hacia la posición hegemónica reservada a nuestra especie.

Aunque los restos fosilizados constituyen la prueba más directa de la realidad de la evolución en el pasado, la documentación que proporcionan es extremadamente incompleta, en el sentido de que la inmensa mayoría de los organismos que han existido alguna vez no han dejado rastro alguno de su presencia, bien porque no fosilicen, bien porque el tipo de roca en que lo hicieron haya desaparecido por completo, mientras que aquellos otros cuyos residuos se han conservado parcialmente –en general los acuáticos o los terrestres que vivían en zonas próximas al agua, como los dinosaurios o los homínidos– sólo componen un minúsculo fragmento de la historia de la vida cuya naturaleza dista mucho de ser aleatoria y representativa, lo cual condiciona peligrosamente su interpretación, sobre todo, como Gee se ocupa eficazmente de recalcar, si se pretende utilizarlo para substanciar nociones de progreso. Más aun, no se han encontrado precedentes arcaicos de muchas criaturas actuales, incluyendo algunas de las que nos son evolutivamente más próximas, como el gorila, cuyo registro durante los últimos ocho millones de años es una hoja en blanco, o el chimpancé, del que solamente se dispone de unos pocos dientes cuya antigüedad no va más allá del medio millón de años. Por el contrario, el descubrimiento del famoso yacimiento canadiense de Burgess Shale en 1909 ha revelado la existencia, hace unos quinientos millones de años, de extraordinarias formas cuya anatomía no permite siquiera incluirlas en alguno de los filos taxonómicos actuales, como Opabinia de cinco ojos, o Anomalocaris de mandíbula circular. Poco debe extrañarnos, pues, que los enciclopedistas dieciochescos especularan con la posibilidad de que las criaturas fantásticas del bestiario, como grifos, sirenas, unicornios o basiliscos, pudieran aún prosperar en algún confín remoto del planeta.

Charles Darwin de pie junto a las Islas GalápagosEn su acepción más simple, el árbol de la vida puede tomarse como una descripción de la diversificación de los seres vivos a partir de un origen común, algo que no se desprende del estudio del registro fósil, sino del hecho probado de que la base molecular de la herencia es la misma para todos los organismos. Sin embargo, sólo se conocen fragmentos de ese árbol cuyas conexiones son hipotéticas y están, por tanto, sujetas a continua revisión. Recordaré, a título de ejemplo, que hace escasamente cuarenta años nadie barajaba la posibilidad de que la cuna del Homo sapiens fuera africana, algo que hoy está sólidamente establecido otra vez mediante datos genéticos. Por otra parte, demasiado a menudo se han propuesto ramificaciones que proporcionan un recorrido ficticio que sólo satisface a determinados prejuicios, presentándolas como evidencia de tendencias que conducen gradualmente a una mayor perfección, máxime en el caso de nuestra propia especie. Gee insiste con toda razón en que raramente pueden evidenciarse relaciones filogenéticas entre distintas especies fósiles, ni mucho menos establecer una secuencia gradual de estados caracterizada por un grado de ordenación creciente que determine un recorrido direccional que parta de unas formas «primitivas» para arribar a otras más «avanzadas», puesto que, por puro azar, siempre será factible asignar direccionalidad a alguna característica concreta cuya trascendencia es imposible de demostrar a priori, aunque su detección permita especular sobre ella a posteriori. En su fundada opinión, el concepto de «eslabón perdido» no pasa de ser una arbitrariedad más, fruto de esa noción preconcebida de progreso lineal que suele adjudicarse a muchos linajes evolutivos. Así ocurrió con Archaeopteryx, considerado desde su descubrimiento en 1861 como una muestra de la transición entre el estado «primitivo» de los reptiles, de los que aún conservaba la dentadura y una larga cola ósea, y el más «avanzado» de las aves, caracterizado por la presencia de alas plumadas y huesos semihuecos. Sin embargo, el descubrimiento de dinosaurios dotados de estas dos últimas características en 1998, condujo a resituarlo entre éstos, aunque no faltaran quienes siguieran atribuyéndole la condición de «avanzado», puesto que, al fin y al cabo, el Archaeopteryx volaba o, al menos, planeaba. No obstante, poco más tarde se estableció que los dinosaurios plumados y voladores eran más antiguos de lo que se creía, mientras que los grupos más modernos habían perdido esa particular capacidad de desplazarse cuya pretendida condición progresiva quedaba así en entredicho. Es más, muchas características de las actuales aves comúnmente interpretadas como adaptaciones para el vuelo, como huesos ligeros fusionados que mantienen la rigidez estructural del cuerpo, sacos conectados a pulmones que permiten un sistema eficiente de intercambio de gases para la refrigeración corporal, y un plumaje protector, también eran propias de pesados dinosaurios. Para el autor, los recorridos evolutivos no tienen propósito ni conducen a una mayor complejidad, aunque permiten establecer las adquisiciones y pérdidas incurridas en el trayecto y utilizarlas en la elaboración de hipótesis provisionales, como expondré en el ejemplo siguiente, dejando para más adelante algún comentario sobre mi sospecha de que la formulación de muchas de estas hipótesis permite la entrada en el razonamiento a la noción de orden, aunque sea por la puerta trasera.

Se ha querido ver un elemento de progreso en el incremento temporal de la complejidad de los organismos, desde los unicelulares a los que, como nosotros, están compuestos por más de un billón de células, pero la complejidad puede medirse de muchas maneras y no cabe tomar su aumento como señal de progreso. Al fin y al cabo, las criaturas más abundantes son las más simples y, en muchas ocasiones, son capaces de crecer y multiplicarse en condiciones que serían tóxicas para cualquier otro ser vivo. Se viene diciendo de antiguo que la sencillez inicial de la vida no dejaría abierto otro camino evolutivo que el marcado por una complejidad creciente. No obstante, los organismos pueden ganar o perder complejidad evolutivamente si con una u otra disposición aumenta su eficacia biológica y, como atinadamente señala Gee, varias detracciones han llegado a alcanzar, en la práctica, el límite inferior de la vida. Un ejemplo que, a primera vista, pudiera parecer extremo es el de los virus, formados por unos pocos genes empaquetados en una cubierta proteica, que deben utilizar para reproducirse la maquinaria bioquímica de las células que infectan. Pero el ahorro armamentista no acaba ahí: los elementos genéticos transponibles (transposones) que componen alrededor de un quinto de nuestro genoma provienen de retrovirus, pero sólo son capaces de multiplicarse insertándose en el genoma de un hospedador, operación que corre a cargo de sus dos únicos genes. Más aun, las secuencias «Alu», posiblemente derivadas de un gen ribosómico, ya no poseen genes, sino una corta cadena de ADN que utilizan para subsistir incorporados a transposones. En paralelo, el autor analiza el caso de las aves que han perdido la capacidad de volar cuando las circunstancias lo permitieron, es decir, cuando las ventajas derivadas no compensaron el enorme gasto energético incurrido. Aunque todas descienden de antepasados voladores, dos de sus órdenes (avestruces y pingüinos) han prescindido de esa propiedad, además de muchas otras especies nativas de islas libres de depredadores y los extinguidos phorusrhacos, aves gigantes carnívoras que sucedieron a los dinosaurios como los más voraces depredadores terrestres. En definitiva, no es nada fácil establecer qué organismos son «primitivos» o «avanzados» a la luz de su grado de complejidad.

La complejidad puede medirse de muchas maneras, y no cabe tomar su aumento como señal de progreso

En las primeras páginas de La ascendencia del hombre (1871), el manifiesto inaugural de la aplicación de su hipótesis evolutiva a la especie humana, Darwin exponía la siguiente declaración de principios: «Mi propósito […] es únicamente mostrar que no existen diferencias fundamentales entre las facultades mentales del hombre y los animales superiores […] con respecto a los animales que ocupan un lugar muy inferior en la escala, proporcionaré algunos datos […] alegando que sus poderes mentales son más elevados de lo que cabría esperar […] aunque ese inmenso intervalo esté compuesto por innumerables gradaciones»Charles Darwin, The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex, Londres, John Murray, 1871, vol. I, pp. 34-36.. El texto continúa proporcionando analogías en apoyo de la continuidad evolutiva de aquellos rasgos que en la época se consideraban privativos de nuestra especie, como el uso de instrumentos, la inteligencia, el lenguaje articulado y el pensamiento consciente del que surge el arte, la ciencia y la religión. Sin mención explícita, la segunda mitad de The Accidental Species está dedicada a enmendar las opiniones del maestro sobre cada uno de los atributos mencionados. Desde luego, lo que se pone en tela de juicio no es la conexión evolutiva anunciada por las semejanzas interespecíficas de dichos atributos, de las que la obra reseñada ofrece variados ejemplos, sino el otro lado de la moneda: la naturaleza de las diferencias entre unas especies y otras. Si para Darwin aún había organismos superiores e inferiores, para Gee, que no admite el concepto de orden, todos los organismos son equivalentes en tanto que productos de unas particulares presiones selectivas orientadas exclusivamente a maximizar la eficacia biológica de cada uno de ellos y su consiguiente adaptación al medio en que viven. Esto implica la negación de la supuesta preeminencia de la especie humana que, a juicio del autor, no pasa de ser una de tantas, un simple producto de la casualidad no «más especial que un cobaya o un geranio» (p. XI). Aunque es inevitable que The Accidental Species no contenga el veredicto definitivo sobre tan vidriosa controversia, interesa averiguar cuál es el alcance de su discurso prescindiendo de frases efectistas. En mi manera de ver las cosas, buena parte de los razonamientos expuestos a lo largo de la segunda mitad de la obra distan de ser convincentes, y pienso que pueden ser decepcionantes para un lector ecléctico que se prometiera una discusión más objetiva.

En líneas generales, la exposición de pruebas oscila entre una rigidez argumental extrema en lo que respecta al lenguaje y la conciencia, aduciendo la imposibilidad de llevar a cabo una comparación interespecífica de estos rasgos porque cualquier interpretación humana estará viciada por un subjetivismo insalvable, y una excesiva permisividad resolutiva en lo referente a la tecnología y la inteligencia, donde, partiendo de unas definiciones ad hoc de estos atributos, pretende acreditarse la equiparación de animales y humanos apoyándose en reduccionismos simplistas. Citaré, a este último respecto, un par de ejemplos que no creo que precisen comentarios. En primer lugar, Gee opina que las tecnologías complicadas no son otra cosa que productos de la combinación de otras previas mucho más simples, aunque tanto unas como otras permitan hacer algo que sería imposible sin su ayuda. Dicho así, parece que lo importante son las habilidades básicas y que, en caso preciso, su integración sobrevendría por añadidura. De ahí que se permita afirmar lo siguiente: «¿por qué la bella y útil tecnología creada por los humanos podría implicar un productor más inteligente o deliberado que, digamos, un cuervo [que se sirve de hojas para hurgar] o un pinzón tejedor [que fabrica los nidos más elaborados]?» (p. 128). En segundo lugar, Gee estima que la inteligencia puede medirse por la velocidad y eficiencia con que se utiliza la información disponible para dar respuesta a determinados interrogantes y que esta facultad está más ligada al comportamiento social interactivo que al volumen y la estructura cerebrales. Basándose en la última premisa, y sin mayores precauciones, no vacila en mantener que «lo que compartimos los humanos y los cuervos […] es una vida social activa […] [y, por tanto,] no cabe duda de que la capacidad mental de los cuervos es comparable a la de los humanos» (p. 137), para concluir que «los cuervos y los humanos, a pesar de tener historias evolutivas totalmente diferentes, son inteligentes en ese preciso sentido» (p. 145). Una de dos: si no pueden cotejarse los utensilios, la inteligencia, el lenguaje o la conciencia de los seres humanos con los de otros animales, porque es inadmisible ponerse en la piel del prójimo, lo único que cabe abordar es la descripción aséptica de las diferencias interespecíficas, prescindiendo de cualquier valoración, pero mantener que todos los organismos son equivalentes porque su comparación no es posible, o afirmar sin más que la tecnología o el raciocinio de los cuervos son equiparables a los humanos, es forzar el uso de las metáforas con el único propósito de llevar el agua al propio molino.

Exposición de monstruos en el Museo Natural de Historia (Kassel, Alemania)

Desde que Darwin proclamó que «el hombre no podría haber alcanzado su predominante posición actual en el mundo sin el uso de sus manos, tan admirablemente adaptadas para actuar obedeciendo a su voluntad»Charles Darwin, The Descent of Man, vol. I, p. 141., se ha considerado que la liberación de las extremidades delanteras de la función locomotora ha permitido su dedicación a otros propósitos, supuestamente de mayor utilidad y antes difíciles o imposibles de cumplir, tales como utilizar herramientas o facilitar la recolección de alimentos. A la bipedestación, que evolucionó gradualmente desde la parcial del Ardipithecus ramidus a la impecable del Australopithecus afarensis, también se han atribuido otras posibles ventajas, como la de permitir la vida fuera del bosque y otear el horizonte, o contribuir a la termorregulación corporal en zonas cálidas. Pero lo más importante es establecer si la adquisición de este atributo, prácticamente único entre los vertebrados actuales, fue el primer paso hacia un incremento del volumen cerebral y, en último término, una mayor inteligencia, o si bien, como mantiene Gee, no pasa de ser un rasgo más, discernible en el registro fósil por los cambios anatómicos implicados, pero no necesariamente progresivo, puesto que su carencia no ha impedido a muchos animales desarrollar funciones semejantes a la mencionadas, ni su posesión ha proporcionado esas pretendidas ganancias a otros. Sin embargo, en lugar de discutir el alcance de estas últimas alternativas a la luz de sus posibles contrastes en el registro fósil, el autor se centra, medio en broma y medio en serio, en considerar a la bipedestación como subproducto de un proceso de selección sexual cuyo fin sería hacer más visibles los órganos sexuales del macho y la hembra. Por más que insista en que con semejante proposición sólo trata de poner de manifiesto el desparpajo con que pueden elaborarse hipótesis evolutivas de todo tipo, algo con lo que no puedo estar más de acuerdo, no deja de sorprender que destine a la exposición de la suya la mitad del capítulo titulado «Nuestra forma de andar» sin aportar pruebas de mayor consideración en su favor. En todo caso, la cuestión queda en el aire, pues una cosa es que la bipedestación fuera una adquisición necesaria para acceder a otras más trascendentes, y otra que simplemente facilitara el acceso a éstas en el caso del linaje humano.

Factores emotivos aparte, no es fácil eliminar de un plumazo la adjudicación de una relativa excepcionalidad a la especie humana, a pesar de que para ello sea preciso introducir en el discurso evolutivo la noción de orden y sus secuelas de dirección y progreso, aunque esto sea sólo a efectos operativos y con un alcance limitado. Así ocurre, por ejemplo, con las hipótesis que tratan de relacionar la adquisición de la postura bípeda con el posterior desarrollo de una mayor capacidad mental utilizando datos extraídos del registro fósil. Dicho de otro modo, si la misión de la ciencia es poner límites a la ignorancia corriendo el riesgo de equivocarse, a lo más que podemos llegar es a proporcionar explicaciones plausibles del pasado, nunca exentas de un cierto grado de subjetividad por cuanto incluyen aspectos de orden y, por tanto, sujetas a continuo reexamen. Es cierto que somos un producto de la acción ciega de los agentes evolutivos en el pasado, pero hemos llegado mucho más lejos que otras especies en la capacidad de modificar el medio, lo cual nos ha conferido una mayor independencia de la información acumulada en nuestro acervo genético para sobrevivir. En gran medida, esto ha sido posible mediante la captación de información cultural, transmitida mediante mecanismos mucho más rápidos y eficientes que los hereditarios, por más que no sean independientes de ellos. Aunque la distinción entre el hombre y los demás animales con respecto a los atributos antes mencionados sea una cuestión de grado más que de esencia, no cabe ignorar su magnitud. Puede discutirse si la tecnología utilizada por el Homo erectus era o no producto de un instinto anclado en su genoma, pero la que ha desarrollado el Homo sapiens a lo largo de los últimos cuarenta y cinco mil años es fruto innegable de la coevolución biológico-cultural. En otras palabras, aunque no podamos alardear de las hazañas de nuestros antepasados, quizás podríamos adoptar el lema bordado en los cojines del sofá en la casa del abuelo de Gore Vidal: «Better nouveau rich than not rich».

Carlos López-Fanjul es catedrático de Genética en la Universidad Complutense. Es coautor, con Laureano Castro y Miguel Ángel Toro, de A la sombra de Darwin: las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003) y ha coordinado el libro El alcance del darwinismo. A los 150 años de la publicación de «El Origen de las Especies» (Madrid, Colegio Libre de Eméritos, 2009).

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