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Mirando hacia atrás con cierto asombro…

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Cuando, en 1899, Vacher de Lapouge afirmaba que España era un cadáver, el Marruecos de Europa, y que podría ser presa fácil para cualquier otro país –entiéndase, país importante– estaba, a un tiempo, efectuando un análisis correcto e incurriendo en un típico error de extrapolaciónLa referencia a Vacher de Lapouge (L'Aryen. Son role social, Albert Fontemoing, París, 1899, pág. 343), un racista en la línea de Gobineau y al que, sin duda, leería Rosenberg, no tiene otra intención que poner de manifiesto un estado de opinión que, a finales del siglo XIX, prevalecía en determinados países europeos. Su aportación científica es nula y, en realidad, basa su afirmación en el razonamiento siguiente: el «hombre europeo» –cuyo estadio superior es la raza aria– abundaba en España antes de la conquista de América; tras la conquista, se desplazó a los países conquistados y en la metrópoli quedó un colectivo de inferior capacidad que provocó el declive del país hasta situarlo en los límites de su desaparición..

Efectuaba un análisis correcto porque en poco más de cien años, los que mediaban entre el último tercio del siglo XVIII y finales del siglo XIX, España había pasado de ser una potencia mundial –todavía, durante el reinado de Carlos III, era la primera potencia colonial del mundo, con una fuerza naval sólo superada por Inglaterra y una fortaleza militar situada en la tercera posición mundialVéase, sobre este aspecto, «La política exterior de Carlos III» en el tomo XXXI de Historia de España Menéndez Pidal, dirigida por José María Jover, Espasa Calpe, Madrid, 1996.-a ser un país de tercer orden, que acababa de sufrir una derrota humillante a manos de Estados Unidos y que se retrasaba continuamente respecto de sus principales vecinos.

En realidad, el desastre de Filipinas y Cuba no había hecho sino cerrar un siglo de conflictos permanentes que se había iniciado con la larga guerra frente a Napoleón, una guerra cruenta y destructora que no sólo resultó muy costosa en vidas y riqueza sino que cercenó los incipientes esfuerzos industrializadores y acostumbró a muchas gentes a vivir del contrabando y el pillaje. España, con decisiva ayuda de Inglaterra –los ingleses, como es lógico, suelen narrar la historia al revés y sin dar mucha importancia al esfuerzo españolPara muestra, baste el opúsculo de R. J. Wilkinson-Latham titulado «The Peninsular War», Shire Publications, 1973. Leyéndolo da la impresión de que las fuerzas españolas, las regulares y las guerrillas, sólo sirvieron para estorbar las acciones de los generales ingleses y, especialmente, del duque de Wellington. Más objetiva parece la opinión de Raymond Carr: «España hubiera sido abatida sin la fuerza expedicionaria de Wellington, y Wellington no hubiera podido actuar, con un ejército pequeño, sin los efectos de diversión de la resistencia española». En España 1808-1939, Ariel, Barcelona, 1969, pág. 116.–, expulsó a las tropas de Napoleón pero quedó exhausta, en todos los terrenos, y en manos de un monarca despótico que se ocupó, durante su reinado, mucho más de mantenerse en el poder que de mejorar la suerte de sus súbditos. Sin marina de guerra –casi toda se había perdido en Trafalgar, luchando, curiosamente, al lado de Napoleón– y con una economía atrasada, era imposible mantener las colonias americanas que, en un corto espacio de tiempo (1810-1825) se independizaron, no sin antes drenar, notablemente, los escasos recursos españoles. La invasión de los denominados Cien mil hijos de San Luis – reclamados por el propio Fernando VII en 1821, llegados en 1823 y acantonados, como ejército de ocupación, hasta 1828– y las tres guerras carlistas fueron conflictos adicionales que también sirvieron para debilitar el país y dividir a sus gentes. Pero, con todo, ninguno de esos conflictos tuvo el efecto desmoralizador que caracterizó el enfrentamiento con Estados Unidos, calificado, usualmente, de «desastre». Por razones simples: porque las escuadras de Montejo y Cervera sufrieron una derrota humillante frente a las flotas americanas –sus barcos, anticuados y mal artillados, poco podían hacer frente a navíos bastante más modernos y dotados de cañones de superior alcance– después de un intenso período de patrioterismo barato y de desdén por lo que podría suponer, militarmente, un país de mercaderes; y porque las condiciones de los tratados de paz resultaron especialmente duras, dado que Norteamérica exigió, y obtuvo, la entrega de Filipinas y Puerto Rico.

Tras el desastre, muchos españoles cobraron conciencia clara de la muy débil posición en que el país quedaba y del peligro de desmembramiento que lo acechaba: se habían perdido los restos del imperio pero nadie podía asegurar que Baleares, Canarias, Ceuta y Melilla se mantuvieran al abrigo de las ambiciones de los grandes países. Lo que explica, en parte, por qué se vendieron a Alemania las Marianas (salvo Guam, entregada a Estados Unidos), las Carolinas y las Palaos a finales del mismo año de 1898, y por qué el gobierno español se esforzaba por concertar acuerdos internacionales que asegurasen su integridad territorialVéase Emilio de Diego: «España de 1898 a 1998: un apunte de historia política», en 1900-2000. Historia de un esfuerzo colectivo. Cómo España superó el pesimismo y la pobreza, coordinado por Juan Velarde. Fundación BSCH, Planeta, 2000, págs. 208-210..

La debilidad militar y política era, en buena medida, reflejo del retraso económico que nos alejaba, continuamente, de los principales países europeos, como se desprende, en términos generales, de las cifras siguientes: en paridad de poder adquisitivo, la renta media de los españoles era, en 1830, el 82% de la media ponderada de Gran Bretaña, Francia y Alemania; en 1860 se había reducido al 63% y en 1910 al 58%Leandro Prados de la Escosura: De imperio a nación. Crecimiento y atraso económico en España (1780-1930), Alianza Universidad, 1988, pág. 51..

Vacher de Lapouge, por tanto, no andaba muy desencaminado cuando efectuaba esa despectiva apreciación sobre la realidad española de finales del siglo XIX, pero su prognosis resultó totalmente desacertada porque toda extrapolación, aplicada a la trayectoria de una sociedad, equivale a escribir en la arena: el tiempo borrará lo escrito. Cien años más tarde, y pese a las múltiples convulsiones que todavía depararía la mayor parte del siglo XX, pese a una lacerante guerra civil, seguida de varias décadas de un régimen dictatorial y anacrónico, España se había convertido en un país radicalmente distinto: en una democracia desarrollada, miembro de la Unión Europea y la Unión Monetaria, con un producto per cápita igual al 80% de la media de Gran Bretaña, Francia y Alemania, en paridad de poder adquisitivoDatos de European Economy, n.° 70, 2000.; en un país de inmigración y en una sociedad sobre la que no pesaban varios de los fantasmas del pasado porque el problema de la tierra, el problema militar y la confrontación religiosa habían dejado de atenazarla y no constituían, siquiera, temas de debate político.

¿Qué ha sucedido en esos cien años? ¿Qué ha permitido la transformación? La respuesta primera es simple: la prosperidad económica, porque, en términos muy crudos, «el dinero es un sorprendente vehículo de cambio»Stephen Hugh-Jones: «Spain. A country of many faces», The Economist, 25-11-2000.. No es, a nuestro entender, el único agente de transformación, pero no cabe desconocer su enorme influencia: España ha cambiado porque, de 1960 al 2000, ha quintuplicado su Producto Interior Bruto, en pesetas constantes, y casi cuadruplicado la renta familiar disponible, también en pesetas constantesLas cifras proceden del cuadro 25 de las «Series históricas españolas, 1898 a 1998» de Julio Alcaide Inchausti (incluido en el libro coordinado por Juan Velarde) y completadas, para 1999 y 2000, con las de la Contabilidad Nacional de España. Como es sabido, el PIB mide el valor de la producción final generada en un país durante un año y la Renta Familiar Disponible expresa la renta de las familias, una vez satisfechos los impuestos directos.. El gran cambio económico se inicia, desde nuestra óptica, en 1960 – hasta entonces la economía española seguía aletargada y mostraba las características del subdesarrollo– y es en el período 1960-1974 cuando se produce el primer salto, al lograrse una tasa de crecimiento media del 7% anual, un ritmo de expansión que no ha vuelto a alcanzarse hasta el momento y que difícilmente volverá a lograrse porque entonces se partía de cotas muy bajas y porque el Plan de Estabilización de 1959 enlazó la economía española con un entorno de expansión generalizada.

Hasta esa fecha, 1959, nuestra economía se había caracterizado por la notable protección exterior, una protección que alcanzó dimensiones patológicas durante el período de autarquía (1939-1959), un experimento muy al gusto de las dictaduras, y desde luego de la de Franco, y que hubo de ser abandonado al acercarnos, a finales de 1958, a la quiebra exterior. Con el plan de 1959, la primera gran apertura al exterior, la muralla protectora de la economía española empezó a resquebrajarse –los lazos, económicos y financieros– con el bloque OCDE, se intensificaron y la competencia se acrecentó. Los mercados, por decirlo sucintamente, se abrieron de forma gradual y la economía creció durante catorce años al ritmo mencionado, provocando un cambio radical en la economía y la sociedad españolas: en 1960, la agricultura y la pesca suponían el 20% del valor de la producción total, al tiempo que la industria, la construcción y los servicios representaban el 80%; en 1974, el sector primario significaba el 10% y el secundario y servicios el 90%; el poder de compra de las familias se había duplicado con creces; y los segmentos de clase media se habían ensanchado notablementeCifras de Julio Alcaide: «La renta nacional de España y su distribución. Serie años 1898 a 1998», incluido también en el libro coordinado por Juan Velarde.. Ese cambio no se operó sin traumas, de los que son muestra la amplitud de las migraciones interiores y de la emigración –unos cinco millones de personas trasladaron su residencia en España, casi todas hacia el área de Madrid y las regiones más prósperas del norte y nordeste y casi un millón de personas emigró para buscar trabajo en los países más ricos de Europa occidentalLas cifras de migración interior proceden del trabajo de Arlinda García y Rafael Puyol: «Las migraciones interiores en España», incluido en Dinámica de la población española, coordinado por Rafael Puyol, Síntesis, 1997. Se refieren al período 1961-1974. Las de emigración figuran en la tabla III.3 de Efectosdemográficos de la sociedad postindustrial, de Daniel Mollá, Tirant lo Blanch, Valencia, 2000. Corresponden al período 1962-1974.–, pero se operó: la realidad económica y social de la España de 1974 era muy distinta de la de 1960 porque sus rasgos se asemejaban mucho más a los de un país desarrollado que a los de uno en desarrollo. Y es, precisamente, ese cambio el que posibilitó, y fue, a nuestro juicio, decisivo en la transición política: pese a que muchas gentes, muchas más de las que los observadores distantes advertían, querían poner fin a un sistema político que perseguía cualquier movimiento o idea discordante con la concepción de lo que España debía ser –mitad cuartel, mitad convento–, el paso de la dictadura a la democracia hubiera resultado mucho más difícil si los impulsores del cambio, de entre los que destaca el propio Rey, no se hubieran visto apoyados por clases medias de notable amplitud, que aseguraban una evolución sin traumas porque ni añoraban el tiempo pasado ni se sentían atraídas por cualquier tipo de transformación violentaEn realidad, la expresión «mitad cuartel, mitad convento» corresponde al primer franquismo, que abarca los años cuarenta y cincuenta; a partir de la primera gran apertura, la del Plan de Estabilización del 59, la represión política se suavizó y la sociedad española comenzó a integrarse en la europea occidental porque las libertades sociales fueron toleradas, no así las políticas. La afirmación de Adolfo Suárez de convertir en oficial lo que era real –la democratización de la sociedad española– responde a la evolución mencionada. De todas maneras, y para gran parte de los españoles –los que vivieron los años de la dictadura– resultan irritantes muchas de las consideraciones efectuadas por analistas extranjeros, según las cuales el paso formal a un sistema democrático hizo evolucionar a una sociedad distinta de las europeas occidentales. Ni la sociedad era distinta –aunque no pudiera expresarse– ni las nuevas leyes, las de la democracia, hubieran podido asentarse si la sociedad hubiera sido distinta. Ese fue el gran error que cometieron muchos de los gobernantes de la Segunda República, con Azaña a la cabeza –la sociedad no cambia, de la noche a la mañana, por muchas disposiciones que aparezcan en el Boletín Oficial del Estado– y el que cometieron, en 1981, los que prepararon la asonada de Tejero: no era posible dar marcha atrás al reloj de la historia, precisamente porque la sociedad había experimentado, desde hacía muchos años, transformaciones profundas. No todos los análisis cometen ese error y, como muestra, puede citarse a Howard Wiarda: Spain 2007: A Normal Country, Center for Strategic and International Studies, 1999..

De 1975 a 1985 el crecimiento se detuvo por razones varias: por la doble explosión de los precios del petróleo, que succionó buena parte de la renta real española; por la lentitud con la que se adoptaron las medidas de ajuste, al coincidir la crisis mundial con la transición política, amplificadora de un sinfín de reivindicaciones económicas; por la debilidad y rigidez de su mecanismo productivo e institucional, en el que permanecían muchas de las adherencias del período de autarquía: y porque la recesión mundial que siguió a la segunda crisis del petróleo recortaba, necesariamente, la capacidad de crecimiento de una economía, la española, mucho más ligada ya al pulso de los mercados internacionales. En ese decenio, el Producto Interior Bruto sólo creció un 9%, en términos constantes –su ritmo de crecimiento medio fue, por tanto, inferior al 1% anual–, y la renta familiar disponible real se redujo un 5%No olvidemos que la renta disponible excluye los impuestos directos y que éstos habían aumentado considerablemente en ese período. Las cifras proceden también del trabajo de Julio Alcaide..

La segunda gran apertura de la economía española –la incorporación a las Comunidades Europeas, firmada en 1985– supuso el comienzo de un nuevo período de expansión espoleado por cuatro elementos, dos de carácter global y dos de índole nacional. En aquel año, tanto el dólar como el precio del petróleo experimentaron una notable caída lo que, para una economía como la nuestra, muy dependiente de los precios internacionales de la energía –y, en concreto, de los del petróleo –, significó una inyección de renta real, puesto que el petróleo se paga en dólares, y menores tensiones inflacionistas. Los planes de ajuste de las empresas habían dado ya sus frutos por esas fechas lo que, sumado a los efectos dinámicos que desencadenó el ingreso en las comunidades –en forma de intensos procesos de inversión, interior y exterior, y de preparación para mercados mucho más amplios y competidos–, generó el impulso interno que, junto a los externos, dieron lugar a que, de 1985 a 1991, el producto total, a precios constantes, aumentara un 32% y la renta familiar disponible un 34%La aparente discrepancia entre el crecimiento del producto total y de la renta familiar se debe a que, desde su incorporación a las Comunidades Europeas –Unión Europea en la actualidad–, España ha sido siempre receptora neta de fondos.. El ciclo no fue más largo –en 1992 el crecimiento se había detenido, en realidad se había producido un decrecimiento respecto del año anterior – porque la política económica seguida durante esos años, dio preferencia a la distribución sobre la producción lo que, al dilatar los desequilibrios básicos del mecanismo productivo, y en especial el déficit de las cuentas públicas, echó arena en las ruedas de la economía y terminó por detener su crecimiento.

A partir de 1994 –los dos años anteriores son años perdidos, por lo que al crecimiento se refiere– la economía recibe un nuevo impulso, derivado, en gran medida, de la necesidad de cumplir las condiciones de convergencia exigidas para incorporarse a la Unión Monetaria: la estabilidad macroeconómica se convierte en objetivo prioritario y obliga a recortar el déficit público, el nivel de inflación y los tipos de interés se reducen, todo lo cual da como resultado que, en 1998, España se encuentre en la Unión Monetaria como socio fundador y que, además, recoja los frutos de la estabilidad alcanzada, en forma de ritmos de crecimiento elevados y reducciones continuas de la tasa de desempleo. Esa tercera apertura –probablemente la más exigente, puesto que supone renunciar a la política monetaria autónoma, admitir restricciones sustanciales en el manejo de las cuentas públicas y hacer frente a niveles desconocidos de competencia para las empresas españolas– ha supuesto que, de 1994 al 2000, el Producto Interior Bruto, a precios constantes, haya crecido un 24% y la renta familiar disponible un 21%Datos del Banco de España..

He ahí las muestras de la prosperidad –el agente de cambio ya mencionado– que, a nuestro juicio, han sido efecto muy directo de la apertura constante de la economía española a partir de 1960 y, por tanto, de la necesidad de renovar, con frecuencia, el mecanismo productivo, para adaptarlo a niveles de competencia cada vez mayores; del abandono gradual de las intervenciones públicas, firmemente enquistadas en la teoría y práctica de la política económica desde tiempos lejanos; y, desde mediados de los noventa del siglo pasado, de la búsqueda pertinaz de un clima de estabilidad que asegure sendas de crecimiento estables o, lo que es igual, el alargamiento del ciclo expansivo.

Pero la prosperidad no ha sido el único motor de transformación, porque la recuperación de las libertades democráticas, operada a partir de 1977 y consagrada en la Constitución de 1978, ha constituido, asimismo, otro agente de cambio de singular importancia. Sin esa recuperación, nuestro panorama actual, económico y político sería claramente distinto.

No olvidemos que, sin el cambio político, sin la construcción de una democracia similar a las de nuestro entorno, la incorporación a la Europa Comunitaria y a la Unión Monetaria no se hubiera producido, porque, por alambicado que resultase cualquier argumentación al uso de los políticos del franquismo, la democracia resultaba conditio sine qua non para integrarse, de pleno derecho, en las Comunidades europeas. Hubiéramos ampliado y extendido los acuerdos comerciales de 1970 –ampliación y extensión que hubieran resultado notablemente costosas para los intereses económicos españoles puesto que los negociadores comunitarios, conscientes del interés español por recibir un espaldarazo que pudiera asimilarse a la aceptación del régimen por parte de los gobiernos de Europa occidental, no hubieran dudado en exigir compensaciones muy onerosas por la ampliación de los acuerdos–, pero nunca hubiéramos formado parte de la Europa comunitaria. Nunca ha sucedido ni nunca sucederá porque, de suceder y admitirse como socio a un país no democrático, el área político-económica se desnaturalizaría. Es probable que, aún a estas alturas, alguien piense que la incorporación a Europa ha planteado, del lado económico, no pocos problemas pero, sin olvidar la existencia de esos problemas –consustanciales a un proceso que suponía, para España, adherirse a un club mucho después de que se hubiera formado y tener que aceptar, por tanto, unas reglas que no siempre le beneficiaban –, conviene recordar que la presencia en las Comunidades, y en los organismos de decisión comunitarios, ha supuesto poder defender, desde dentro, intereses mucho más amplios que los puramente comerciales y haber recibido, en los catorce años que han transcurrido desde nuestra incorporación, un volumen de transferencias netas cercano a los ocho billones de pesetasLos datos figuran en las sucesivas presentaciones de los proyectos de presupuestos generales del Estado. El resumen del período 1994-1999 aparece en Relaciones financieras entre España y la Unión Europea, Ministerio de Hacienda, Madrid, 2001..

Pero las consecuencias económicas del cambio político no son las más relevantes, porque las más importantes atañen a la textura misma de la sociedad española. Cierta o dudosa, la teoría de las «dos Españas» de Machado ha formado parte, durante mucho tiempo, de nuestro subconsciente colectivo y del ideario político del franquismo, aunque, evidentemente, la calificación de cada una de las dos Españas difiriera del poeta al dictador. Pero, curiosamente, el resultado venía a ser el mismo: la imposibilidad de convivencia porque una de las dos Españas predominaría sobre la otra y la aniquilaría, en sentido figurado o físico. Esa idea, y esa vía dolorosa, marcarían la guerra civil y muchos años de la posguerra y estuvieron, sin duda, presentes en el difícil proceso de transición, proceso que alguien ha calificado, con justeza, de «pacto entre miedos»: el de los vencedores de la guerra civil, porque temían que estallara otra guerra de la que no salieran vencedores, y el de los vencidos de aquella contienda, porque recordaban las consecuencias de perder una guerra civil. Afortunadamente, nada de eso ocurrió y no sucedió, en buena medida, porque las dos Españas se habían aproximado enormemente –la prosperidad había sustanciado ese cambio–, aunque el tamiz político del Régimen no permitiera observar la aproximación. La transición no fue simple pero si salvo brutales episodios aislados, incruenta, y las dos Españas advirtieron que podían diferir pero que podían, también, convivir. Trizado el espejo deformante de la dictadura, y recuperada, para todos, la condición de ciudadanos, el mito de las «dos Españas» comenzó a desvanecerse.

Los españoles de cierta edad, y que podían viajar al extranjero, recordarán, sin mucho esfuerzo, que, en el mundo occidental, nuestra cotización no era muy elevada. Primero porque, hasta los años setenta del siglo pasado – ¡la precisión cronológica nos resulta, todavía, sorprendente!–, procedíamos de un país pobre y atrasado, un país de emigrantes en busca de mejor suerte y que, oficialmente, alardeaba con frecuencia de un pasado glorioso sin querer aceptar su nada glorioso presente. Condiciones todas ellas que no generaban, salvo excepciones, un clima de entendimiento entre iguales. Pero, además, porque veníamos de un país bajo régimen dictatorial y, con óptica simplista, repetida en casos similares, nuestros vecinos del occidente europeo, ciudadanos de países democráticos, consideraban, con harta frecuencia, que todo español que no se hubiese exilado debía compartir los valores de la dictadura. A España se podía viajar como turista porque gozaba, en general, de buen clima; porque los precios eran, también por regla general, inferiores a los de sus países de origen; y porque se disfrutaba de una seguridad personal que el régimen reforzaba hacia el exterior; es más, al turista se le permitían ciertos comportamientos personales que al nacional le estaban vedados: al fin y al cabo, el turismo de masas equivalía a nuestro Plan Marshall particular. Pero una cosa era venir a España a hacer turismo y otra muy distinta ver, en los españoles, vecinos de similar condición porque, de haber sido de condición similar, ¿cómo podríamos haber aceptado, durante tanto tiempo, una dictadura político-religiosa que, además, se había alineado, durante la segunda guerra mundial, con las potencias del Eje? De ahí que, al morir Franco, fueran pocos los que, en nuestra órbita occidental, confiaran en la transición pacífica hacia una verdadera democracia y, asentada ésta, fueran muchos los sorprendidos.

La consolidación de las libertades democráticas, consolidación a la que ha colaborado el conjunto de las fuerzas políticas y sociales, todo hay que decirlo, ha hecho cambiar la situación y la sociedad española ha terminado por incorporarse, definitivamente, al área europeo-occidental. Podremos ser, en algunos aspectos, distintos a nuestros vecinos, tan distintos como éstos lo son entre sí, pero las relaciones, en la esfera política, son relaciones entre iguales. Sutil diferencia que los españoles más jóvenes no perciben pero que no escapa a los de más edad, los que han vivido las dos situaciones.

Y hay una tercera consecuencia del cambio político que no puede olvidarse: la recuperación de la autoestima. Nuestra literatura política y nuestra literatura a secas –nos referimos, en especial, a la del siglo pasado– muestran, con frecuencia, personajes que exaltan «su orgullo de ser español» y personajes que «son españoles porque no pueden ser otra cosa». Ambas consideraciones eran, por extremas, erróneas pero ponían de relieve, a nuestro entender, la disconformidad con lo que España era y con su posición en el concierto mundial. Los primeros la ocultaban bajo una exaltación patriótica de muy débil fundamento y los segundos bajo un complejo de inferioridad que tampoco respondía a la situación real del país. La autoestima social –definida, en este caso, como la aceptación positiva de lo que se es, como miembro de una sociedad – se había perdido, probablemente con las últimas colonias, y sólo se ha recuperado, en buena parte, con la instauración de la democracia y, naturalmente, con la mejora sustancial de los niveles de vida. Los españoles saben, ahora, que no son un pueblo predestinado al fracaso sino una sociedad dinámica que ha cambiado su rumbo histórico y que puede seguir cambiándolo. Por todos esos cambios, acaecidos en un tiempo relativamente corto, podemos mirar hacia atrás con cierto asombro pero, ¿qué ocurre al mirar hacia adelante?

… Y MIRANDO HACIA EL FUTURO CON CIERTA DECISIÓN PRUDENTE

Aunque la economía española haya pasado a formar parte de las economías desarrolladas, sus niveles de riqueza y renta no la sitúan, en el ámbito europeo, entre las de primera línea: Alemania o Francia, por citar las de mayor envergadura, o Bélgica y Holanda, en tanto que economías de tamaño mediano. Somos la quinta economía de la Unión Europea por tamaño, pero nuestro producto per cápita –la magnitud que realmente importa, porque es la que mide, de forma aproximada, el nivel de vida– nos sitúa en el puesto decimotercero del conjunto de quince países. Queda, pues, mucho camino por recorrer para que alcancemos la media de la Unión Europea, en términos de producto bruto per cápita, medido en paridad de poder adquisitivo: en la actualidad ese indicador se encuentra en el 83% de la media. La convergencia real, el término de origen español con el que se define la búsqueda de niveles de vida similares a los medios de la Unión Europea, no está, por el momento, cerca, por mucho que nos hayamos aproximado en los últimos años. Constatación que nos remite a dos preguntas simples: 1) ¿Podremos conseguirlo, teniendo en cuenta que los demás países también crecen y que la situación de sus economías nos influye muy directamente? 2) De poderse conseguir, ¿cuáles son las vías para lograrlo? Puesto que otro país de la Unión Europea –Irlanda– lo ha conseguido, no hay por qué suponer que España no pueda seguir similar trayectoria. A principios de los años noventa del siglo XX, hace pocos años por tanto, Irlanda se encontraba por detrás de España en poder de compra por habitante; hoy se sitúa claramente por delante y ha superado la barrera de la media europea. No hay forma distinta de lograrlo que crecer más rápidamente que esa media europea, algo que ya hemos alcanzado en diferentes períodos pero que requiere, por lo menos, que pueda conseguirse durante casi todos los años de la presente década. Crecer a ritmos interanuales superiores al 3% debería permitir que nuestro atraso relativo se acortase notablemente y permitiría, además, que las tasas de desempleo se redujeran y que la población activa, una de las más bajas de la Unión Europea, aumentaraTéngase en cuenta que nuestra población activa –la población en edad laboral que tiene empleo o que lo busca– se encuentra varios puntos por debajo de la media de la Unión Europea..

Es posible que las condiciones generales de la economía mundial hagan muy difícil lograr ese objetivo, puesto que el pulso económico de nuestro país depende, en parte, del pulso de las tres grandes zonas –Estados Unidos, Japón y la propia Unión Europea–, y las dos primeras se encuentran al borde de la recesión. Pero, suponiendo que esas condiciones no bloqueen el crecimiento español, la vía fundamental para mantener una senda de crecimiento alta no es otra que conseguir elevar fuertemente la productividad del trabajo, precisamente una de las recetas aplicadas por Irlanda. Se puede aumentar la productividad mediante incrementos sucesivos del stock de capital, bien sea capital empleado directamente en el proceso productivo (máquinas, generadoras de economías internas) o capital social fijo (infraestructuras, generadoras de economías externas). Pero, independientemente de esos requerimientos, elevar la productividad depende, cada vez más, de lo que se denomina Productividad Total de los Factores: el aumento de productividad no explicado por la adición de factores y que se debe, muy directamente, a la innovación y a la reorganización de procesos productivos, tarea en la que las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) pueden desempeñar un papel preponderante. Lograr que las empresas españolas, sobre todo las de dimensión mediana, sean capaces de elevar su productividad, –y especialmente la productividad total de los factores– es el camino más adecuado para elevar su capacidad de competencia y, por esa vía, las posibilidades de crecimiento del conjunto de la economía. Y es en ese terreno donde deben concentrarse los objetivos de la política de crecimiento, habida cuenta de que la política monetaria está desnacionalizada y que la política fiscal, amén de tropezarse con las obligaciones derivadas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la Unión Monetaria, debe plantearse, como objetivo fundamental, reforzar la estabilidad macroeconómica. Un objetivo, el de aumentar la productividad, que debe perseguir que los aumentos sean procíclicos –se den en las fases expansivas– y no anticíclicos, como suele suceder en nuestro caso y puede observarse con los datos de los años noventa. Porque lograr que la productividad sea procíclica significa que la asignación de recursos mejora, mientras que los aumentos anticíclicos derivan, casi siempre, de la destrucción de empleo. Y un objetivo, el de lograr aumentar la productividad, que requiere mayor flexibilidad de los mercados para lograr que la asignación de recursos mejore sustancialmente.

Bajo el supuesto de que esos propósitos – los de crecimiento y convergencia– vayan materializándose, y aumentando el peso económico de España en la Unión Europea y en el mundo, ¿todo lo demás se nos dará por descontado? Nos habremos convertido en lo que no hemos sido nunca, en un país moderno, entendiendo por tal el que pueda ofrecer, a la gran mayoría de sus ciudadanos, un nivel de vida razonable, un marco amplio de libertades personales y unas expectativas económicas reforzadas? Sí y no. Sí, porque, como ya se ha dicho, el dinero –los incrementos de renta disponible– es un eficaz vehículo de cambio. No, porque las rémoras de un pasado, jalonado de grandes fracasos y contados éxitos, perduran todavía en la psicología colectiva y en el entramado institucional y porque, en un mundo de cambios acelerados, la capacidad de adaptación es una condición necesaria del éxito como país. De ahí que nos permitamos insistir en una serie de recomendaciones, tendentes a disolver esas rémoras.

La primera tiene que ver con la apreciación social del trabajo. Es fácil percibir –en especial a través de los medios de comunicación de masas– una cierta concepción del trabajo como forma de financiar el ocio, como si, por tradición, lo siguiéramos considerando la esencia del pecado original. Obsérvese, si no, las veces que se repite la frase «las merecidas vacaciones» en un país, como España, donde abundan los períodos de vacaciones, lo cual convierte al trabajo en una maldición que hay que superar para tener derecho a descansar; y recuérdese que, en el lenguaje coloquial, «curro» y «currante» sustituyen a «trabajo» y «trabajador», y que son términos con un ingrediente despectivo. Pero el trabajo, en nuestro país y nuestro tiempo, no merece esa condición, dado que la sociedad no está estratificada, como lo estuviera antaño – aunque pueda parecer lo contrario, el mérito cuenta más que la posición familiar–, y que es posible elegir, entre muchos caminos, sin necesidad de dedicarse a ser funcionario, militar o cura. El trabajo es, en buena medida, la vía de realización personal y la vía del éxito, una vía, esta última, que no está abierta para todos pero que tampoco está cerrada para nadie. Sin necesidad de recordar a Max Weber, es fácil comprender que los países prosperan mucho más cuando existe una apreciación positiva del trabajo que cuando el esfuerzo resulta escasamente valorado.

La segunda atañe a la valoración individual de la libertad y a la necesidad de hacer comprender a los ciudadanos que sus problemas son, por lo general, sólo suyos y que el recurso a la intervención de las administraciones públicas debe ser la excepción y no la regla. Las sociedades se engrandecen cuando aumenta la capacidad de iniciativa individual y, por tanto, debemos desprendernos, gradualmente, del lastre de un largo pasado intervencionista y pavimentar nuestro presente y futuro con nuestras propias decisiones, bajo nuestra propia responsabilidad y con el menor recurso posible a la ayuda pública.

Nuestra sociedad, al igual que la mayoría de las europeas occidentales, descansa excesivamente sobre la acción de las administraciones públicas, a las que se solicita, con frecuencia, que intervengan –financiando o regulando– para resolver situaciones que pertenecen, casi por definición, a la esfera individual: cuéntense, si no, los racimos de empresas públicas, autonómicas y locales, que han surgido, en los últimos años, para dar solución a encrucijadas personales.

Desde el punto de vista institucional, son cuatro los obstáculos que conviene remover para que la sociedad se acomode al tiempo actual. Y el primero de ellos tiene que ver con la interpretación de la democracia. Tras veinticinco años de vida democrática, y por oscura que resulte nuestra historia, la democracia debe vivirse como hecho cotidiano que no admite ni matices ni esfuerzos de autoconvencimiento. España es una democracia igual a las de nuestro entorno, con las mismas grandezas y debilidades, y los partidos políticos y los ciudadanos deben olvidarse de los «déficit democráticos» porque no los hay, a menos que se entienda como «déficit democrático» aquella situación en la que el que así se expresa no consiga imponer su voluntad porque el juego de la propia democracia lo impide. No hay «déficit democrático» porque se esté en minoría; es que, en democracia, prevalece la voluntad de la mayoría.

Al igual que se predica la conveniencia de basar los comportamientos individuales en la responsabilidad personal, y no en el recurso a las administraciones públicas, éstas deben podar, sin pausa, la fronda de intervenciones que entorpecen, sobre todo, la vida económica, dado que la adaptación de nuestra economía a un entorno mundial de rápidos cambios depende, en gran parte, de ese esfuerzo liberalizador. El tejido empresarial, por ejemplo, experimenta cambios continuos, cambios que suponen la aparición de nuevas empresas y la desaparición de otras que no han podido ajustarse al pulso de mercados abiertos. Pero esos cambios se entorpecen y encarecen si, para crear una empresa, se necesitan de diecinueve a veintiocho semanas de tramitación y si cerrarla constituye un vía crucis lento y, finalmente, dañino para todosPese a la ventanilla única, los tiempos son muy similares, hoy, a los que recogía el cap. V del Informe de la OCDE de 1998..

La vida social, todos lo sabemos, se rige por normas de diferente rango que, en las sociedades democráticas, emanan de la voluntad popular, expresada, de forma indirecta, a través de los representantes elegidos. Son, por lo general, normas de convivencia que deben respetarse por todos, nos gusten o no las consecuencias de la aplicación de la norma. Una idea, la del respeto a la norma, que aún parece tropezar con la tradición española, poco dispuesta a aceptar un principio cardinal del juego democrático: que, al igual que las libertades deben estar firmemente protegidas por la ley y los poderes públicos, las restricciones y prohibiciones vigentes han de ser aceptadas sin cuestionar su pertinencia en cada caso, trátese de normas civiles, mercantiles, penales o, simplemente, de tráfico; y que no hacerlo así implica afrontar costes de diferente magnitud. Lo cual nos remite, de inmediato, a un tema de radical importancia: la necesidad de una justicia rápida ya que, de lo contrario, las consecuencias de no comportarse con arreglo a la norma se diluyen y los costes se difuminan. Una justicia lenta termina, las más de las veces, por ser injusta, lo que hace que el basamento de toda sociedad democrática –el respeto a los derechos del otro– se resquebrajePara comprender la importancia del tema –de agilizar la justicia– basta con leer la intervención del ministro de Justicia ante la Comisión de Justicia e Interior del 24 de mayo de 2001. De ahí el acuerdo entre los dos grandes partidos para modernizar algunos de sus elementos fundamentales..

La España actual aspira, con toda lógica, a intensificar su influencia mundial, influencia que, dado su tamaño, presente y futuro, logrará mejores resultados en los ámbitos culturales y económicos que en cualesquiera otros. Cuenta, para ello, con un instrumento poderoso: su idioma. El español es un megalenguaje puesto que, por difusión, es el segundo del mundo occidental –lejos, eso sí, del inglés – y porque crece, con cierta rapidez, el número de personas que lo habla. Es, por tanto, un activo que hay que cuidar, pero intensificar la influencia mundial del país requiere de algo más: requiere que las generaciones más jóvenes, actuales y venideras, se acostumbren a vivir en el mundo, es decir, a ser capaces de desarrollar una actividad en países distintos al propio y no necesariamente de igual idioma. Repasemos la historia y observaremos que los países influyentes presentan esa cualidad: la capacidad de sus ciudadanos para vivir y entender otros entornos y otras culturas, precisamente para que su entorno y su cultura sean conocidos y apreciados por los demás. Durante muchos años, demasiados, España fue un país de emigrantes en busca de mejor fortuna. Superada esa etapa, importa que también sea amplio el número de expatriados, que no emigrantes, que acerquen nuestro mundo a los demás mundos.

Y una última recomendación. Pese a que España esté integrada en la OTAN – cuyo artículo 5 señala que atacar a un miembro equivale a atacar al bloque–, y participe en los derechos y obligaciones que derivan de esa situación, no debe descuidar el fortalecimiento de su propia capacidad militar, precisamente en el momento en que deja atrás el sistema de reclutamiento para implantar el modelo de fuerzas armadas profesionales. Nuestro país no va a ser nunca una potencia militar, ni debe plantearse objetivo semejante, pero, en un mundo cargado de tensiones, limitadas pero continuas, y en una zona, la del Mediterráneo, de conflictos casi permanentes, se correrá siempre el peligro de no ser capaces de defender nuestros intereses más directos si no poseemos los medios para hacerlos respetar. Y, según todos los indicios, esos medios son, hoy, insuficientesSobre este aspecto se recomienda la lectura del Libro Blanco de la Defensa, 2000, del Ministerio de Defensa, y el artículo de Juan Velarde «La evolución desde una economía castiza a una globalizada: sus consecuencias para los planteamientos defensivos españoles», Economistas, n.° 85, 2000.: reforzar la capacidad militar, con la vista puesta en nuestros intereses más inmediatos, resultará siempre un esfuerzo menos costoso que olvidar que, ahora como siempre, potestas terrae finitur ubi finitur armorum vis. A nuestro entender, y salvo circunstancias inesperadas, España se encuentra ante el gran recodo de su historia: el que puede conducirla, transcurridos unos años, a ser un país próspero e influyente; pero doblar el recodo requiere no olvidar de dónde venimos y no perder de vista las metas, económicas y políticas, que debemos alcanzar. El objetivo del presente trabajo no es otro que servir de recordatorio en esos dos campos.

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