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La delictiva oposición al arroz dorado

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La última vez que tuve el placer de charlar despacio con mi colega Ingo Potrykus fue en 2007; cenamos en un cigarral de Toledo durante la celebración de la reunión anual de la Academia Europæa, que organizamos bajo el lema de «Las tres culturas». Este alemán de facciones amables y barba bien esculpida, vive con serenidad la injustificada oposición a la difusión de su mayor aportación científica, a la que ha dedicado las últimas décadas de su vida profesional y la docena años que lleva jubilado. Se trata del desarrollo del «arroz dorado», una variedad de arroz rica en caroteno o provitamina A que recibe dicho nombre por su deslumbrante coloración.

Superando nada desdeñables dificultades técnicas y la más perversa de las incomprensiones, Ingo y su colega Peter Beyer han conseguido introducir en el arroz los genes necesarios para que este fabrique de forma abundante la importante vitamina. Más que su interés científico, lo que singulariza esta contribución es su manifiesto propósito humanitario, ya que este arroz podría resolver un problema de dimensiones globales, como es el de los daños que causa la carencia de la mencionada vitamina a decenas de millones de seres humanos. Las cifras aproximadas son elocuentes: entre una y dos millones de muertes infantiles al año; más de un millón de niños con ceguera total; cinco millones de niños con ceguera nocturna; y en torno a ciento veinte millones de personas con deficiencia de vitamina A.

El problema afecta principalmente a poblaciones cuyo alimento básico es el arroz y, dentro de ellas, a las capas sociales más desfavorecidas, que se ven forzadas a consumir casi exclusivamente este alimento, que prácticamente carece de esta vitamina. Potrykus y Beyer han negociado que las semillas de este arroz queden exentas de la protección por patentes y que puedan llegar a sus destinatarios sin costes adicionales con respecto al arroz normal. Desde el año 2002, el arroz dorado está listo para llegar a los que podría beneficiar, habiendo superado todas las pruebas de inocuidad para el ser humano y para el medio ambiente. Doce años después, el arroz no ha llegado a destino por la irracional, anticientífica y antihumanitaria oposición de toda suerte de organizaciones, con Greenpeace a la cabeza, que se ha permitido hasta destruir los cultivos experimentales de la nueva variedad en Filipinas. La oposición, que se basa en el origen transgénico de la variedad, es meramente ideológica, pero absolutamente eficaz en el plano publicitario.

Desde Scientific American, David Ropeik, experto en percepción de riesgos de la Universidad de Harvard, pide cuentas ahora a los opositores al arroz dorado en términos inequívocos. Ropeik basa su acusación en una investigación publicada por dos economistas (Justus Wesseler y David Zilberman, «The economic power of the Golden Rice opposition», Environment and Development Economics, vol. 19, parte 2 (abril de 2014), pp. 1-19), el primero de la Universidad Técnica de Múnich y el segundo de la Universidad de California en Berkeley, quienes estiman el impacto de la omisión de socorro en términos de muerte, ceguera y otros daños causados a millones de personas. Solamente respecto a la India, donde la mayoría de los afectados han sido niños, estaríamos hablando de hasta la pérdida de 1.424.000 años de vida desde 2002. Estiman en torno a los doscientos millones de dólares anuales los costes del daño causado. Se trata de muertes y enfermedades reales y perfectamente cuantificables y prevenibles, frente a los nebulosos efectos adversos que causaría el consumo del nuevo arroz en opinión de los opositores, efectos que, una vez investigados, han demostrado ser falsos y sin fundamento científico.

Ropeik concluye que los opositores a la difusión del arroz dorado deben dar cuenta de su irresponsable delito y que la sociedad tiene el derecho a demandar a quienes causan daños por poner la ideología por delante de la razón. Pedir cuentas –añado yo– por delitos inexistentes parece ser la profesión de los opositores profesionales al arroz dorado. Desde aquí, mi apoyo y simpatía para Ingo Potrykus y Peter Beyer.

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