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Finanzas y crisis

LA CRISIS FINANCIERA INTERNACIONAL.CUARTO AÑO

Antonio Torrero Mañas

Marcial Pons, Madrid

125 pp. 17 €

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Los bancos comerciales tradicionales se dedican a actividades de tipo recurrente, con un plazo dilatado entre la siembra y la recolección, y con preocupación por el seguimiento del cultivo, esto es, de la relación concebida a largo plazo. Los bancos de inversión se dedican a la caza, a la búsqueda de piezas, de operaciones concretas» (p. 88): sirva este párrafo como ejemplo del vigoroso y chispeante lenguaje en que está redactado este pequeño volumen dedicado a la actual crisis financiera internacional y a los problemas que la misma suscita.

Su autor, Antonio Torrero Mañas, catedrático de Estructura Económica de la Universidad de Alcalá, ha trabajado en el mundo financiero real y se le considera, desde hace años, un gran experto en Bolsa. Reúne, así, especialización académica y experiencia práctica, lo que se manifiesta en la concepción general de este trabajo y en la abundante bibliografía.
 

La crisis financiera internacional. Cuarto año es un libro breve, pero denso y preciso, con una inclinación pedagógica que evita los tecnicismos extremos, al tiempo que bien nutrido de apoyaturas bibliográficas que son de gran utilidad para el lector que valora el rigor, o el estudioso que quiere adentrarse con más profundidad en estos temas, donde la literatura especializada puede desbordar incluso al especialista más conspicuo.

En líneas generales, el libro puede dividirse en tres apartados: 1) Génesis y etapas de la actual crisis financiera; 2) Problemas asociados a la misma o puestos en evidencia por la crisis; 3) Revisión de algunas ideas teóricas sobre el papel de las finanzas, las crisis financieras y las críticas suscitadas a partir de la situación actual. A nuestro modo de ver, lo más interesante está en el punto segundo, esto es, en lo específico, y resulta menos convincente cuando se trata de elaborar una visión alternativa global, a la que se dedican algunas reflexiones en los dos últimos capítulos. En efecto, en general, hay dos enfoques de aproximación a las crisis financieras y, por consiguiente, dos campos en la literatura sobre estas crisis: el económico o financiero, de ambición más restringida, no por ello menos crítico; y el ideológico, de factura más flamboyant, decididamente más crítico, pero que no aporta soluciones –y yo diría incluso análisis–, a no ser del tipo: «el sistema ha hecho aguas», «la codicia de unos pocos es la causa de la crisis actual», «las innovaciones financieras están en el origen de la explosión del riesgo» y similares.

El libro alcanza sus mejores momentos cuando se circunscribe a problemas concretos, y de gran relevancia, por otra parte. No hace falta llegar a proponer soluciones: en algunos casos todavía no las hay, sinceramente el conocimiento económico no llega a tanto, y ya es mucho llegar a plantear con claridad las cuestiones, exponer de modo inteligible los problemas. En esta línea destacamos, en primer lugar, la exposición de los orígenes de la crisis hasta el umbral de diciembre de 2010; y, en segundo lugar, el capítulo titulado «Balance de situación de la crisis financiera: Doce puntos», donde se abordan –para no cansar, sólo citaremos algunos– temas como «Banca ordinaria y Banca en la sombra», «Entidades demasiado grandes para quebrar», «Déficits públicos masivos y bajos tipos de interés», «El control de los fondos de inversión libre (Hedge Funds)», «El control de los productos derivados» o «Burbujas y valoración de activos».

No trate el lector, pues, de encontrar respuestas definitivas, pero sí argumentos razonados y apoyaturas doctrinales en un sentido o en otro. El campo es tan amplio que no es este el lugar de detenerse a pormenorizar cada uno de estos temas. La crisis financiera ha tenido la virtud de revolver toda una serie de tópicos financieros, descubriendo la debilidad e intrínseca inestabilidad del sistema financiero. Inestabilidad –«volatilidad», en la jerga económica– con la que hay que convivir, pero también saber controlar o tratar de controlar dentro de parámetros más o menos tolerables. En esto consiste el arte, más que la ciencia, de la regulación financiera. Y, en este sentido, es cierto que la crisis financiera actual ha puesto en serias dificultades el axioma de los mercados eficientes, apéndice particular del enfoque macro de las expectativas racionales, la mayor innovación teórica en materia macroeconómica desde Keynes. Si los mercados son eficientes, el regulador tiene un reducido papel, ya que los precios incorporan toda la información y esta es disponible universalmente.

Estas reflexiones encuentran acomodo en lo que hemos denominado tercer bloque de cuestiones tratadas en este trabajo, las relativas al análisis e influencia de la crisis en las ideas económicas en el ámbito académico, el tratamiento de la incertidumbre asociada a los mercados, de su operativa, de las teorías explicativas a partir de la hipótesis de los mercados eficientes y su corolario, la modelización matemática extrema. La exposición es lúcida y rigurosa, confirmando una vez más que sólo explica bien quien bien comprende, y que el oscurantismo es sinónimo de desconocimiento.

La confianza en la autorregulación de los mercados ha sufrido con la crisis un serio revés. Y su consecuencia implícita, la racionalidad, el equilibrio en términos de información transparente, parece incompatible con los excesos, las burbujas o sobrevaloraciones del precio de los activos, que se han observado tanto en mercados financieros como en mercados reales, principalmente inmobiliarios. De ahí la «resurrección» de las teorías de Minsky, por ejemplo, o el descrédito de las modelizaciones extremas, tan en boga en los medios académicos estadounidenses, tanto en el campo financiero como en el macroeconómico en general.

La fe ciega en la posibilidad de cuantificar el riesgo y obtener beneficios de «fricciones en el mercado» ya tuvo un serio y muy sonado revés en la crisis de 1998: el Fondo LTCM (Long Term Capital Management), que fue rescatado en 1998 y se liquidó como consecuencia de su posición insostenible en el año 2000, contaba en su nómina con dos premios Nobel de la especialidad: Myron Scholes y Robert Merton. Uno de los bancos de inversión afectados entonces fue Goldman Sachs, y en la crisis resultante fue nombrado presidente Henry Paulson, el mismo que en 2006 fuera secretario de Finanzas con el presidente Bush (hijo). Sin duda esta experiencia serviría a Paulson para relativizar las bondades del mercado, apoyando el primer programa de ayuda estatal al sector financiero y, al tiempo, imponer cierta disciplina, quizá más brusca de lo que en un principio se pensó, permitiendo la caída de Lehman Brothers en septiembre de 2008.

Por un lado, la conjunción de la prosperidad de la posguerra, con un enorme excedente de renta sobre consumo corriente y, en consecuencia, una gran acumulación de activos financieros materializados en diferentes instrumentos, y el juego que esto da a los intermediarios financieros; por otro, el avance tecnológico, aumentando enormemente las capacidades de modelización y la operativa en tiempo real; todo ello ha llevado a imponer un modelo de liberalización extrema y, sobre todo, al «complejo de inferioridad regulatorio» basado en el desprestigio del sentido común, relegado por la creencia en la cuantificación científica del riesgo al amparo de un instrumental financiero cada vez más complicado, que muchas veces entienden, si acaso, sólo unos pocos. En esto parece que hay, con excepciones, cierto consenso.

Donde no lo hay es en la medicina que debe aplicarse a estos excesos. Aquí discrepamos –modestamente, claro– de lo que aparece como crítica más radical en el libro de Torrero y que, en líneas generales, sigue o se aproxima a lo defendido por Joseph Stiglitz en Freefall: America, Free Markets and the Sinking of the World Economy (2010), que es un ejemplo paradigmático de lo que antes llamamos «enfoque ideológico» de la crisis financiera actual. Porque una cosa es un saludable escepticismo en cuanto a los mecanismos de mercado y la operativa de los agentes financieros y otra bien distinta poner en cuestión el conjunto del sistema.

Poner el sistema en cuestión conduce bien a negar avances tecnológicos inevitables, bien a favorecer posiciones intervencionistas extremas. Lo primero es negar la evidencia; lo segundo puede ser todavía más peligroso que lo que tenemos. La quiebra de Lehman Brothers pudo ser traumática, pero a la larga ha sido, muy probablemente, beneficiosa. El mercado precisa disciplina, esto es, posibilidad de fracaso. Es cierto que existe el riesgo sistémico y que el tejido financiero es muy sensible, pero de lo que se trata es de diseñar reglas claras y concretas, evitando tanto el exceso regulatorio y la intervención casuística como la autocomplacencia o negligencia que se esconde muchas veces en las teorías de mercado ultraliberales. Si no hay procedimiento de corrección y ajuste, los errores terminan remediándose casi siempre con el recurso monetario, validando situaciones insostenibles y provocando otras en el futuro. El resultado es bien conocido: más inflación, el impuesto más fácil, más general, más injusto y menos democrático.

Un moderado escepticismo general –repetimos– es más que asumible: es perfectamente saludable. Tal vez hubiera sido de más utilidad una mayor elaboración en algunos puntos concretos, aunque el libro –ya lo hemos dicho, y no se trata de una crítica– no tiene vocación de ser un programa de reformas. Su enfoque es clínico, no taumatúrgico. Esto es de agradecer, pues, como señalábamos más arriba, la dificultad estriba en detectar los fallos antes de proponer los remedios y no escudarse en críticas globales bajo el pretexto de evitar al lector las aburridas e incomprensibles technicalities. Cuestiones tales como si un banco central debe comprar deuda de un Estado soberano; o si deben, y cómo, regularse las agencias de rating; o si debe un Estado salir al rescate de una entidad financiera en apuros y bajo qué condiciones; o si más bien deben ser los acreedores mayoristas y, en menor medida, los depositantes por encima de un cierto montante los que sufran la pérdida; o cómo reducir los desequilibrios internacionales, son todas ellas cuestiones en el centro del debate financiero y no tienen por qué ocultarse al lector formado, que es, en definitiva, el lector mayoritario de esta clase de libros.

La literatura radical, el ya mencionado «enfoque ideológico», tiene mejor prensa –en ámbitos no especializados–, pero no deja de ser algo demagógica. El proceso tecnológico no puede ni debe frenarse, incluso en el ámbito financiero. Ello no quiere decir que las finanzas se transformen en un casino, ni que creamos que el riesgo es siempre cuantificable de acuerdo con modelos hipersofisticados. Lo más urgente, quizá, sea encontrar un paradigma alternativo a los excesos de la hipótesis de los mercados racionales y eficientes que valide conceptualmente una vuelta razonable a mecanismos de control y supervisión enfocados hacia la defensa del consumidor, evitando estrangular o, cuando menos, encarecer innecesariamente la intermediación financiera y, al tiempo, mejorar la estabilidad del sistema reduciendo su proclividad a crisis cíclicas.

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