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La crisis catalana y el auge del radicalismo

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La épica goza de más prestigio que la sensatez y el diálogo. En el origen de las naciones casi siempre hay acontecimientos épicos, reales o imaginarios. Cuando son reales, se recurre a la hipérbole para lograr un efecto dramático en las masas, movilizando sus pasiones más elementales. Si son imaginarios, no hace falta exagerar, pues la mentira posee mayor plasticidad que la verdad y puede modelarse de acuerdo con los intereses de cada momento. Afirmar que Cataluña sufre la ocupación de una potencia extranjera desde 1714 constituye una mentira tan grotesca como asegurar que Alemania perdió la guerra de 1914 por culpa de los judíos y los bolcheviques, artífices de una conjura orquestada para asestar a la nación una puñalada por la espalda. Actualmente, esa hipótesis nos parece mezquina, absurda y malintencionada, pero durante el período de entreguerras se convirtió en un dogma de fe gracias a la retórica nacionalista.

Las mentiras siempre son dañinas y, en el terreno de la política, alimentan los radicalismos que conspiran contra la convivencia pacífica. De hecho, la crisis catalana ya ha provocado la reaparición de una ultraderecha hasta hace poco marginal y ha envalentonado a la izquierda anticapitalista. La CUP ha pedido declarar al rey Felipe VI «persona non grata» en Barcelona. Esta reivindicación no sólo constituye una ofensa para los españoles que, sin considerarnos «súbditos», nos sentimos representados por la monarquía parlamentaria, sino que, además, fortalece el discurso de la extrema derecha, cuya hostilidad hacia la Casa Real no es un secreto. Que la izquierda radical y la ultraderecha coincidan en este punto sólo pone de manifiesto que las dos facciones, aficionadas a dirimir sus diferencias con escaramuzas callejeras, comparten el mismo anhelo de dinamitar el sistema.

Nunca se había vivido un clima de angustia e inseguridad tan acuciante como el actual. Ni siquiera los atentados de ETA lograron acorralar al Estado democrático con tanta eficacia. En esta tragedia con tintes de comedia, por utilizar las palabras de Josep Borrell, la izquierda populista ha desempeñado un papel decisivo. La crisis económica de 2008 dio alas a la izquierda radical, que hasta entonces ocupaba un lugar pintoresco y marginal. En las encuestas de hace unos años, Podemos llegó a ser la segunda fuerza política en intención de voto. Es un dato sorprendente para un partido que hunde sus raíces en el marxismo-leninismo. Sus referencias no son los grandes líderes de la socialdemocracia europea, como Olof Palme o Willy Brandt, sino dictadores y demagogos como Fidel Castro y Hugo Chávez. Su hoja de ruta ha incluido desde el principio el propósito de desmantelar la monarquía parlamentaria, a la que despectivamente ha llamado «Régimen del 78», propagando la ficción de una supuesta continuidad entre la dictadura de Franco y la actual democracia española. Desmantelar la monarquía parlamentaría significaría desmontar el Estado español, nunca España, pues mencionar el nombre de una nación con quinientos años de historia constituye –desde su punto de vista– un acto de exaltación fascista. El bochornoso espectáculo de la corrupción y las calamidades causadas por la crisis económica (paro, pobreza, precariedad, salarios raquíticos, desahucios, riesgo de suspensión de pagos) proporcionaron una amplia base social a su proyecto político, que está a medio camino entre el peronismo y el socialismo bolivariano. Su discurso atrajo a todos los que soñaban con una regeneración democrática de la vida española, pero muchos de sus adeptos ya han empezado a preguntarse si Pablo Iglesias, líder de la formación, puede ser aspirante a la presidencia de una nación que pretende despedazar y liquidar.

Algunos consideran que la constitución de una república federal constituiría una alternativa pacificadora, capaz de normalizar la relación entre las regiones de España y acabar con la pobreza, el paro, los bajos salarios y otras desgracias. Se trata de un planteamiento utópico e infantil, pues la transformación de la forma política del Estado no desmovilizaría al separatismo, ni resolvería los problemas sociales. Los independentistas catalanes no quieren negociar ni convencer. Sólo quieren vencer, imponer su voluntad de separarse definitivamente de los españoles. No quieren una república federal, sino una república soberana e independiente. En cuanto a los problemas sociales, la izquierda radical ha fomentado la quimera de un escondido cuerno de la abundancia, custodiado por una minoría de privilegiados. Asaltar los cielos implicaría expropiar la inagotable riqueza de unos pocos, liberando un fabuloso caudal de prosperidad que remediaría todos los males. Se olvida que España es un país relativamente pobre y con recursos limitados. Ese presunto cuerno de la abundancia se transformaría en un caudal ridículo si se distribuyera entre la totalidad de los ciudadanos. Al margen de una fiscalidad razonablemente progresiva y una lucha implacable contra el fraude, la evasión de capitales y la corrupción, todo indica que la creación de riqueza pasa por mejorar la productividad, eliminar las trabas administrativas que frenan a las pymes, incentivar la inversión de capital extranjero, regular un sistema crediticio responsable, combatir el déficit comercial, controlar la inflación y la deuda exterior, luchar contra el fracaso escolar, impulsar las nuevas tecnologías, poner en marcha programas de innovación e investigación, proteger el medio ambiente y promover la cultura. Sólo si se consigue obtener buenos resultados en estas variables podrá garantizarse y extenderse la protección social, evitando los cuadros de exclusión social. Espantar el turismo, una de nuestras principales fuentes de riqueza, revela de forma inequívoca la irresponsabilidad de unos políticos que prometen lo inalcanzable, empleando argumentos que no soportan el contraste con la realidad objetiva.

¿Por qué la izquierda radical y los independentistas atacan a la monarquía con tanto ensañamiento? Suecia, Noruega, Bélgica, Reino Unido y Dinamarca son monarquías parlamentarias. Se trata de países prósperos y modernos, con un escrupuloso respeto por las libertades y los derechos humanos. Sería ridículo crear nuevas dinastías, pero la monarquía española merece ser preservada, pues –ente otras cosas– permitió que la Transición se completara pacíficamente, impulsando la reconciliación y el diálogo. Derribar al rey sería el primer paso para ensayar una confederación de repúblicas populares de carácter tercermundista. El cambio de la forma política del Estado sólo beneficiaría a los separatistas y a quienes anhelan reemplazar la democracia parlamentaria por un inviable modelo asambleario. Conviene recordar que los famosos círculos de Podemos han desaparecido y la dirección del partido ha silenciado a los disidentes, concentrando el poder en una pequeña cúpula. Si se observa el fenómeno desde lejos, la combinación del populismo de izquierdas y el separatismo regional dibuja un inquietante camino hacia ninguna parte. En ese viaje, la ultraderecha no se resignaría al papel de espectador y aprovecharía la oportunidad para agitar sus banderas e incrementar sus filas, reanimando su viejo sueño de conquistar el Estado. En la historia reciente de Europa, la conjunción de esos factores condujo a dos guerras mundiales.

La aplicación del artículo 155 de la Constitución cada vez parece más inevitable. Se ha criticado la pasividad de Mariano Rajoy, presidente del Gobierno, y Soraya Sáenz de Santamaría, vicepresidenta, pero yo celebro su prudencia y su resistencia a recurrir a medidas que despertarán una contestación social de consecuencias imprevisibles. Todos cuantos les acusan de indecisión y cobardía no parecen reparar en el respaldo social de los independentistas. Aunque sean una minoría, poseen una indudable fuerza y no es fácil predecir hasta dónde podría llegar el caos alentado por su estrategia de tomar las calles. Hay que evitar una nueva Semana Trágica, pero también hay que asumir que restablecer la legalidad no tendrá un coste cero. Hay que dialogar, sí, pero dentro de la ley. Hay que actuar, sí, pero dentro de la sensatez. ¿Se producirá antes o después una tragedia? ¿O soportaremos una inacabable comedia, con un guion plagado de golpes de efecto y artimañas? Cuando la historia soporta un alto grado de incertidumbre, se hace evidente que el tedio asociado al funcionamiento normal de la sociedad no es sinónimo de mediocridad, sino de virtud.

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Ficha técnica

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