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La comunidad contra el capitalismo

Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital

César Rendueles

Madrid, Capitán Swing, 2013

206 pp. 15 €

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Desde que se publicó hace unos meses, este ensayo no ha hecho más que venderse, hasta agotar sus dos primeras ediciones, encontrando además un considerable eco en los medios de comunicación especializados de nuestro país. Su tesis principal es que el capitalismo es un sistema de organización socioeconómica profundamente injusto, que ha destruido los vínculos comunitarios tradicionales, vínculos deseables que las tecnologías de la información sólo simulan restaurar; lo simulan, porque lo que en realidad hacen es extender los dispositivos del mercado a todas las esferas de la vida social. Acaso pueda resultar chocante que tesis tan radicales cosechen este relativo éxito, pero quizás este tenga mucho que ver, precisamente, con el juego de la oferta y la demanda en el mercado de las ideas: este libro dice cosas que una buena parte del público quiere leer, porque desea que sean ciertas. Que lo sean o no, sin embargo, es una cuestión distinta, que la obra misma no logra resolver.

Vaya por delante que, a pesar de la formación del autor, doctor en Filosofía y profesor del departamento de Teoría Sociológica de la Universidad Complutense, no estamos ante una monografía académica, sino ante un ensayo orientado al pequeño gran público. No solamente se trata de una opción legítima, sino saludable: el ensayo político sólo logrará un cierto eco si aligera su aparato erudito. Y las editoriales son las primeras en saberlo. Dicho esto, la obra habría necesitado de un mayor sostén bibliográfico, porque muchas de sus afirmaciones así lo exigen. Sostiene Rendueles, por ejemplo, que alimentar a la población mundial nos obliga a destruir el mundo tal y como lo conocemos; que el desarrollo tecnológico está correlacionado con un aumento de la desigualdad material a lo largo de la historia; que las pruebas empíricas sugieren que Internet limita la cooperación y la crítica políticas (pp. 31, 43 y 53). En ningún caso, sin embargo, se aporta ni una sola referencia que justifique tan discutibles argumentos. Se echa de menos, en fin, un trabajo de edición más riguroso.

Estos ejemplos nos ponen en la pista del estilo desplegado por su autor, una suerte de ironía tremendista cuya función es llamar la atención del lector sobre las iniquidades del capitalismo como premisa mayor de su ensayo. Así, se nos informa de que el mero hecho de llamar por un teléfono móvil nos convierte en cómplices inconscientes de la muerte de miles de personas en las guerras del coltán, que la industria del libro está integrada plenamente en la economía de casino, que lo que determina quién gana qué en la economía cognitiva global es la lucha de clases y no una evaluación ciega en la revista Nature, e incluso aprendemos que «si muere un hermano o un amigo no podemos buscar otro en una base de datos para reemplazarlo» (pp. 134, 63, 59 y 94). Pocas dudas caben de que esta clase de afirmaciones cosecharán el aplauso de su público objetivo, pero difícilmente servirán para que quienes se sitúen fuera de éste se interesen por las tesis principales del autor; y es una lástima. En realidad, la mayor parte de esas tesis podrían haber sido defendidas sin necesidad de elevar una enmienda a la totalidad de las democracias capitalistas contemporáneas, pero Rendueles ha elegido arrancar de una caricatura de nuestras sociedades en lugar de hacerlo de su retrato fidedigno. De alguna manera, su capitalismo es un hombre de paja, un antagonista imaginario creado por el autor.

Fiel a sus postulados, Rendueles plantea una crítica frontal del capitalismo. Por una parte, este «ha destruido las bases sociales de la codependencia instaurando un proyecto socialmente carcinógeno y nihilista» (p. 146), para sustituirlo por una utopía mercantil que promete satisfacer nuestros deseos «sin necesidad de atravesar una tupida red de conexiones familiares, religiosas, afectivas o estamentales» (p. 26). Rendueles es aquí seguidor de una larga tradición de estudios sociológicos, que, desde Durkheim a Weber, viene señalando el desmantelamiento de la comunidad tradicional a manos de la modernidad como uno de los aspectos decisivos de la segunda. La vieja contraposición, en fin, entre la Gemeinschaft y la Gesellschaft: añoramos la primera porque estamos a disgusto en la segunda; o eso creemos.

A eso añade Rendueles otra crítica de largo recorrido: reformula la declaración profética de Marx, según la cual todo sería mercancía algún día, de manera rotunda: «La compraventa ha colonizado nuestros cuerpos y nuestras almas» (p. 21). Por cierto que Michael Sandel, en su último libro, denuncia abiertamente el mismo proceso. Y no cabe duda de que le mercantilización se ha intensificado en el último siglo, a medida que el capitalismo organizado del fordismo mutaba en un capitalismo desorganizado basado en el consumo de masas y la hiperdiferenciación de la oferta de bienes y servicios, a la que han respondido con entusiasmo unos ciudadanos siempre dispuestos a ocupar su ocio yendo de compras. ¿Significa esto que estamos entregados, en cuerpo y alma, al intercambio mercantil? Se antoja exagerado, aunque bien puede verse así.

Más original es Rendueles cuando expone su idea principal: la crítica al ciberfetichismo dominante en nuestros días. Su noción de ciberfetichismo es una extensión del fetichismo de la mercancía enunciado por György Lukács, es decir, la deificación de la red como solución tecnológica a los problemas sociales. Para nuestro autor, el utopismo digital es una forma de autoengaño: «Nos impide entender que las principales limitaciones a la solidaridad y la fraternidad son la desigualdad y la mercantilización» (p. 35). ¿Y no podría ser que las limitaciones de la solidaridad y la fraternidad se expresen en la desigualdad y la mercantilización? La ideología de la red sería un obstáculo para lo que, a su juicio, debería servir la vida en común: cuidar los unos de los otros. De alguna manera, el auge de las tecnologías de la información opaca el debilitamiento de una comunidad tradicional cuya existencia es precondición para el compromiso social, la participación política y el cuidado mutuo: «Internet sirve para intercambiar series de televisión, pero no cuidados» (p. 148). Rendueles rechaza la idea de que las tecnologías de la comunicación tengan una capacidad intrínseca para facilitar la sociabilidad. Y de ahí la sociofobia del título, que parecería ser el producto de otra forma de fetichismo –fetichismo de la eufonía– antes que una descripción rigurosa del contenido.

Se diría que la lectura que Rendueles hace del impacto social de las tecnologías de la información es demasiado simplista, o, si se quiere, está condicionada en exceso por su deseo de llevar hasta el final su defensa de una comunidad altercapitalista. Desde luego, estas tecnologías poseen una capacidad intrínseca para facilitar la sociabilidad, en la medida en que conectan con extraordinaria facilidad a unas personas con otras. Cuestión distinta es el uso que se dé a este formidable instrumento comunicativo; tal vez la sociabilidad resultante no cumpla los estándares de cuidado demandados por el autor. (Ahora bien, dejando aparte el hecho de que hay formas del cuidado que no toleran la mediación, tampoco es evidente por sí mismo que Internet no sirva para intercambiarlos.) ¿O es que nos consta que nadie, en las redes sociales, se embarca en acciones empáticas? ¿No pueden unos padres primerizos encontrar consejo y consuelo a sus cuitas en webs y chats dedicados al particular? ¿No facilitan estas tecnologías, desde WhatsApp a Skype, el mantenimiento del contacto frecuente entre familiares o amigos que viven en países distintos? ¿No es la red en sí misma una fuente extraordinaria de consuelo y entretenimiento para quienes viven solos o en zonas rurales aisladas? Y eso, omitiendo las innumerables ventajas que proporcionan las tecnologías de la información en todos los campos de la vida social, facilitando la cooperación y amasando datos que sirven tanto al avance de la medicina como a los analistas de mercados.

Para el autor, Internet también reduce la cooperación y la crítica política, al tiempo que es incapaz de generar compromiso ético. Pero parecería más bien que sucede justo lo contrario. Por un lado, la cooperación entre sujetos, instituciones y empresas nunca fue más fácil ni abundante, por la sencilla razón de que los costes de oportunidad se han visto dramáticamente reducidos. Si empleásemos una fórmula del estilo de las que abundan en el libro, podríamos decir que Internet va más allá de Facebook. Hay toda clase de proyectos cooperativos que se originan en la red o se benefician de ella, haciendo uso de toda clase de instrumentos digitales, desde las wikis hasta las plataformas. Ahí está el fenómeno del llamado consumo colaborativo para ejemplificarlo, u otros instrumentos informales de cooperación, como las webs que permiten viajar con alguien que va en la dirección que nos conviene a cambio de contribuir al combustible, dormir en el sofá de un desconocido haciendo coach surfing, o diseñar una plaza de Nueva York. En todos estos supuestos, el contacto cooperativo facilitado por Internet da paso a un encuentro personal que no tiene nada de sociofóbico.

En cuanto a la participación política, tampoco parece lógico pensar que Internet la restringe, en lugar de potenciarla. Por una parte, la proliferación de toda clase de asociaciones y movimientos sociales, capaces ahora de conectarse entre sí en forma de redes regionales, nacionales o internacionales, obedece en gran medida a los recursos organizativos proporcionados por las tecnologías de la información, que hace mucho más sencillo organizarse, movilizarse y formular demandas sustantivas en la esfera pública. Y si nos limitamos a los ciudadanos no comprometidos con proyectos colectivos, ¿participan menos ahora que antes? Difícilmente. Sobre todo, porque la participación política puede entenderse no solamente como una acción directa (manifestaciones, asambleas, protestas), sino también como una panoplia de acciones indirectas (obtención de información, participación en el debate público, expresión no institucionalizada de las opiniones políticas propias). Y resulta difícil pensar que Internet ha reducido la posibilidad de llevar a cabo estas últimas; sería, más bien, al revés. Si entendemos la política en términos de deliberación pública e influencia de los ciudadanos sobre el gobierno, la multiplicación digital de las conexiones de los ciudadanos sólo puede ser tener efectos positivos. Otra cosa es que podamos expresar decepción ante la calidad de esa participación; pero esa decepción sería el fruto de unas expectativas absurdas acerca del interés y competencia del ciudadano medio.

Pero, ¿es el ciberfetichismo incapaz de generar compromiso ético? No está claro. Movimientos como el 15M, Occupy Wall Street, o el Cinque Stelle liderado en Italia por Beppo Grillo no habrían podido tener éxito sin las herramientas organizativas digitales. De hecho, no está muy claro por qué Internet habría de influir directamente en el volumen de compromiso ético adquirido por los ciudadanos, cuando lo que hace, primeramente, es facilitar el contacto entre ellos. Rendueles sugiere que Internet nos vuelve más egoístas, porque los vínculos establecidos en su interior difieren de los tradicionales y, al ser más abstractos y distantes, constituyen una versión paródica de los lazos comunitarios. El paradigma de ese comportamiento desapegado sería la solidaridad de coste cero consistente en pulsar me gusta en el botón de cualquier iniciativa solidaria condenada a ser olvidada de inmediato. Pero estas prácticas no vienen a reemplazar otras más virtuosas, sino que siguen coexistiendo con ellas al igual que sucedía antes del florecimiento de las tecnologías digitales. En Internet, por otra parte, el compromiso ético adquiere a menudo formas oblicuas, porque la constante producción de apps de todo tipo contiene un buen número de invenciones que hacen la vida más fácil: desde la organización del hogar o el control de la factura energética al préstamo de bienes o habilidades entre vecinos que no vivan a más de media hora de distancia a pie unos de otros, pasando por el acceso automático a diccionarios de lenguas extranjeras o listas de comercios de producción local. La solución de problemas expresa un compromiso, aunque no sea político ni radical.

Son significativas, a este respecto, las páginas que el autor dedica al proyecto socialista. Porque otra de sus tesis es que la izquierda se ha equivocado al abrazar el ciberfetichismo. Estaría abrazando un espejismo o, peor, un holograma proyectado sobre las verdaderas causas de la desigualdad y la anomia contemporáneas. Que el socialismo realmente existente renunciase a la moral en nombre de la revolución tiene, para Rendueles, su lógica: porque no puede combatirse un sistema injusto con la moral en la mano. Frente a éste, el socialismo es una propuesta ética sustantiva, ya que propone «un proyecto de organización social considerado preferible» (p. 138); aunque para quién sea preferible es menos evidente. Rendueles lo expresa a su manera: «Uno no hace la revolución para asentir plácidamente a un ideal de vida basado en los zapatos Manolo Blahnik, el paintball y los cruceros Disney» (p. 138). Paradójicamente, el autor admite que el hombre nuevo socialista fue un completo fracaso, que, sin embargo, apunta en una dirección interesante: la necesidad de fundar cualquier cambio político en el respeto a nuestros rasgos antropológicos, aquellos, justamente, que el socialismo revolucionario quiso dejar a un lado. ¿Y cuál es la conclusión esencial que se deduce de esos rasgos? «Sencillamente, no podemos vivir sin la ayuda de los demás» (p. 143). Naturalmente. De hecho, quien se compra unos zapatos de Blahnik busca la aprobación de los demás, igual que quienes juegan al paintball o hacen un crucero Disney persiguen su compañía. Si esas prácticas nos disgustan por su frivolidad o vulgaridad, es un problema distinto, aunque no sea un problema menor. Pero, por otro lado, podría decirse que el principio según el cual el ser humano no puede vivir sin la ayuda de sus semejantes está consagrado en las constituciones de los países desarrollados, adoptando en ellas una expresión muy precisa, en forma de políticas redistributivas y redes estatales de protección social. Esto puede considerarse un paliativo; quizá la vida sería más agradable si se pareciese a una película de John Ford. Pero quizás entonces no existirían la igualdad de género, los derechos de los homosexuales o el arte de vanguardia.

Si existe una alternativa precisa a la mezcla de capitalismo y ciberfetichismo en que estaríamos instalados, no se encuentra detallada en el libro. Así suele suceder con las propuestas neorrevolucionarias: sus autores saben que no quieren estar aquí, pero no poseen un dibujo preciso de adónde habríamos de ir exactamente. La vaguedad de esa alternativa se pone de manifiesto en los intentos que hace Rendueles por bosquejarla. Así, discutiendo la actual organización de las industrias culturales, dice: «Es verosímil pensar que se podía haber desarrollado un sistema de producción, difusión y remuneración cultural en el que el mercado desempeñara un papel marginal o, al menos, no central» (p. 56). Más adelante, más oscuramente: «Una sociedad postcapitalista debería ser capaz de articular su entorno productivo mediante institucionalizaciones diferenciales dependientes del contexto» (p. 171). A esto añade la conocida demanda de que las instituciones económicas se sujeten a deliberación democrática. Hay que suponer que se refiere a la deliberación ciudadana o popular, porque, en la práctica, las instituciones económicas no están sustraídas a la deliberación democrática: el diseño de los mercados, las políticas monetarias, la consolidación fiscal y su alternativa keynesiana; hay un permanente debate público en marcha sobre ellas, aunque diste mucho de articularse rousseaunianamente.

En última instancia, lo que Rendueles lamenta es que la ética del cuidado no sea el pivote central de nuestras instituciones sociales. A su juicio, necesitamos una refundación moral basada en el retorno de la comunidad: «El cuidado mutuo es la base material de un vínculo político racional alejado del capricho individual o del formalismo contractual» (p. 146). La cursiva es mía: la caracterización de los vínculos comunitarios como «racionales» es bastante discutible. ¡Ahí está Cataluña! Y ahí están los fundamentalismos religiosos. Es probable que la vida en comunidad sea más confortable que fuera de ella, pero se diría que el sentido en que Rendueles habla de la comunidad es demasiado restringido y exclusivo. ¿No formamos parte de distintas comunidades, que van desde la familiar a la profesional, pasando por comunidades electivas tales como las de la amistad o la comunidad de lectores o botánicos a las que pertenecemos por ser esas –u otras– nuestras aficiones? Internet crea otro instrumento para la formación de comunidades, que, al carecer en muchos casos del elemento interpersonal, se nos antojan más falsas que las tradicionales. Pero no hace falta invocar Puerto Hurraco para saber que no es oro todo lo que reluce en la comunidad tradicional.

Hay varias formas de interpretar la lectura que el autor hace de Internet. Trasluce en ella cierta inclinación de la izquierda más crítica a la sospecha: la sensación de que el capitalismo está siempre dándonos gato por liebre. Y eso a pesar de que, como Rendueles mismo admite, empresas como Ikea, Zara o H&M tengan un aire socialista bastante marcado: ¡todos felices con el mismo mueble en el salón! Dicho esto, el libro presenta un argumento sobre el papel de las tecnologías de la información en nuestra imaginación política y en nuestras prácticas de socialización que merece ser debatido. En este sentido, de hecho, quizá podamos explicarnos las tesis de este libro y el deseo de los lectores por verlas formuladas como una expresión de la desorientación cultural que sigue a la irrupción de las tecnologías de la información. Y como reflejo del deseo generalizado de que cambien los valores en la dirección –faltaría más– de una mayor bondad, generosidad y afecto por parte de todos. A ver si hay suerte.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Berkeley y completado estudios en Keele, Oxford, Siena y Múnich. Es autor de Sueño y mentira del ecologismo (Siglo XXI, Madrid, 2008) y de Wikipedia: un estudio comparado (Documentos del Colegio Libre de Eméritos, núm. 5, Madrid, 2010). Su último libro es Real Green. Sustainability after the End of Nature (Londres, Ashgate, 2012).

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