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Cuadros a la antigua usanza

LA CIUDAD DEL DIABLO

Ángela Vallvey

Destino, Barcelona

366 pp.

19 €

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Ya en su momento escribió Galdós sobre la novela dinámica y de caracteres, que creaba acciones y personajes complejos, para distinguirla de la literatura costumbrista de su época, que se sustentaba en escenas, en cuadros estáticos y en personajes tipos o representativos. Ha pasado ya mucho tiempo, pero desde hace unos diez años, lejos de desaparecer, el costumbrismo ha cobrado nuevos bríos en la narrativa española, bien para reflejar lo peculiar y pintoresco de la sociedad urbana actual, o bien para proponer, como en el caso que nos ocupa, la revisión de alguna franja temporal más o menos cercana que ha sido determinante para el discurrir histórico del presente.

La ciudad del diablo recrea la crónica de la vida cotidiana durante los veinte primeros días de noviembre de 1975 (hasta la muerte de Franco) en una pequeña localidad situada en el alfoz de Toledo. Esta crónica, que pretende ser testimonial, y por tanto fiel al recuento de unos hechos históricos y de unas costumbres que remiten a la memoria de unas formas de vida ya casi olvidadas hoy, sigue un esquema narrativo claro y fijo, ya que, a lo largo del texto, y tomando como hilo conductor del relato el salvaje asesinato de una mujer y las pesquisas policiales correspondientes, la autora va combinando y alternando las noticias de esos días (los partes médicos de la enfermedad del dictador o los acontecimientos políticos, como la Marcha Verde sobre el Sáhara español) con las anécdotas diarias de las gentes del pueblo.

Con la excepción del sucinto esqueleto narrativo ya citado (la aparición del cadáver y las indagaciones que realizan para el esclarecimiento del crimen un cura joven y su monaguillo, que, sorprendentemente, y al igual que los demás niños, incluida su hermana de cinco años, habla como los adultos), la novela carece de movimiento dramático, de acción dinámica, ya que cada capítulo se va centrando en un personaje concreto para configurar o completar su retrato físico o moral. De modo que los capítulos se presentan ante el lector como cuadros estáticos y escenas costumbristas, más atentos a los rasgos folclóricos y pintorescos de los hábitos y las peripecias cotidianas de los personajes que a su caracterización novelesca como tales.

Así, y para dar mayor credibilidad al asunto, Ángela Vallvey recoge con minuciosidad y añade a las noticias históricas todos aquellos elementos que pudieran conformar la crónica (a saber si nostálgica o crítica) del tiempo recreado, o lo que es igual, aquellas pequeñas cosas que mucha gente vivió y puede recordar ahora con un extraño placer. No faltan, pues, referencias constantes a la vida escolar y familiar de entonces, a los conflictos religiosos e ideológicos, a los programas populares de televisión, a los grupos y cantantes musicales, a los modelos de coches o productos de limpieza y alimentación de uso diario que promocionaba entonces la publicidad, y a un largo etcétera.

La recensión minuciosa de las costumbres llega a su mayor extremo cuando la autora describe con detalle (y sólo recordamos algún ejemplo de los muchos que hay en la novela) los ritos religiosos o las distintas piezas que componen los ropajes eclesiásticos para oficiar la misa (la estola, el alba, la casulla, el manguito, el cíngulo, etc.) y los contenidos de algunos libros (véase la Mitología para niños) o de algunos anuncios publicitarios (véase «el fabuloso mundo de los Monos de Mar»).

La consecuencia inmediata de este modo de contar es el escueto tratamiento de los personajes. La ciudad del diablo no crea caracteres novelescos, sino prototipos fácilmente reconocibles en un fotograma social. Por la novela, aunque se quiera dar protagonismo a los dos personajes ya citados, desfilan auténticas categorías genéricas, y en consecuencia carentes de profundización psicológica, como son el cura viejo tradicional y el cura joven progresista, los niños y adolescentes estereotipados, la madre abnegada y católica, la tía solterona beata, el abuelo adinerado y republicano, la madre soltera, el empresario y su querida, etc.

Una novela ataviada con tales prendas sólo puede tener una lectura inequívocamente plana, al igual que el lenguaje que la identifica: la contemplación de una época concreta y de sus rasgos típicos, sin que al lector se le ofrezca la posibilidad de interpretarlos. Ángela Vallvey ha escrito un texto, por tanto, no para construir una ficción verosímil novelando la historia, sino para reflejar con veracidad qué fue de nuestro pasado reciente o qué hubo en él de curioso y añejo, de la misma manera que se ha hecho en alguna película y en alguna serie popular de televisión.Y eso, se quiera o no, atrae y gusta a mucha gente.

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Ficha técnica

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