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La buena muerte (y II)

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Llámenme convencional, o incluso cobarde si quieren, pero yo soy de la opinión de que para la inmensa mayoría de los asuntos humanos en el punto medio o en el equilibrio se halla la virtud. Con respecto a esto que ahora estoy tratando, tan contrario soy a no querer mencionar siquiera la muerte como a solazarme morbosamente en ella. Trato de afrontar su realidad, sabedor de lo que todos sabemos, pero me parece absurdo hacer del breve trecho de mi existencia una continua mediatio mortis. Por eso, en el fondo, me hacen mucha gracia los pusilánimes e hipocondríacos, pero no tanta como aquellos que, en el extremo opuesto, alardean de despreocupación absoluta sobre su condición mortal. Muchos de estos incurren en la sobreactuación de tener a la muerte como amiga del alma, casi como compañera de farras y alardean de una familiaridad con ella que desemboca en el esperpento. En el libro que me sirve de referencia, De aquí a la eternidad. Una vuelta al mundo en busca de la buena muerte, hay sobrados ejemplos de esos chalados que han hecho un modus vivendi de su estrechísima relación con la muerte, hasta el punto de que parecen sentirse más a gusto con los cadáveres y las tumbas que en la vida cotidiana usual.

La verdad, todo sea dicho, es que esa propensión a lo macabro parece que ha contagiado también a la autora del volumen, Caitlin Doughty. Puede admitirse sin reparo alguno que, por su profesión en la industria funeraria –aunque sea sin ánimo de lucro–, Doughty se encuentre obligada a pensar más en la muerte que los demás mortales. Pero esta eximente no puede llegar al punto de que pase por alto algunos de sus desvaríos. Pongo un ejemplo que bien pudiera encuadrarse en una modalidad de pensamiento que me atrevería a calificar de tanatofeminismo. El punto de partida es el habitual en el feminismo militante, es decir, la denuncia del machismo omnipresente. La mirada masculina es siempre per se invasora y agresiva: «Los cuerpos de las mujeres son objeto constante del escrutinio masculino, ya sea al respecto de los órganos reproductivos, la sexualidad, el peso o la forma de vestir». Bueno, vale, no estoy de acuerdo, pero ya nos hemos acostumbrado a eso, a que se nos meta en el mismo saco a todos los hombres por el mero hecho de serlo. Pero ahora no me quiero detener en ello, sino en lo que sigue, que es mucho más sabroso.

La venganza femenina ante el susodicho acoso del macho es ¡la disolución del cuerpo en la nada! Sí, han leído bien, es como un reciclaje del «ser para la muerte» heideggeriano, pero en versión cutre. Como supongo que creen que tergiverso o exagero, cito textualmente: «En la descomposición hallamos libertad: no es sino un cuerpo que se vuelve caótico, desordenado, salvaje. Yo me solazo a menudo en la imagen de lo que podría ser de [sic] mi futuro cadáver». La crítica a los modernos servicios funerarios también se hace en clave feminista, pues han «arrebatado a la mujer» la labor de atender a los cadáveres para adscribirla a la esfera masculina, convirtiendo así el cuidado femenino de los muertos, de raíces ancestrales, en una nueva ocupación profesional «desempeñada por varones bien pagados» (p. 112).

Bueno, al margen de estos arrebatos tanatofeministas, el libro de Doughty resulta de un innegable interés cuando se limita a dar cuenta de las, para nosotros, exóticas o incluso estrambóticas maneras de encarar la muerte, atender a los muertos, rendirles homenaje de cariño o proceder al adiós definitivo en distintas regiones del globo. Por eso precisamente al lector español no puede por menos de sorprenderle la mención a España –un capítulo entero centrado en Barcelona– entre las «variedades culturales». ¡Diantre! ¿Qué tenemos nosotros de extraordinario –con respecto al resto del mundo occidental– para que se nos dedique todo un apartado en esta «vuelta al mundo» de especificidades? La lectura del capítulo resulta en este aspecto decepcionante, simplemente por lo previsible. En el fondo, las cosas que sorprenden a Caitlin Doughty del tanatorio barcelonés Áltima (al que considera con excesivo desparpajo representativo de España entera) son bien poca cosa: en primer lugar, su moderno diseño, «un cruce entre las oficinas de Google y la sede de la Iglesia de la Cienciología»; segundo, el uso de mamparas de cristal para separar los cadáveres expuestos de sus deudos en las salas de visita; y, en tercer lugar, el hecho de que los nichos sean ocupados temporalmente y, al cabo de unos años, los huesos del finado se trasladen a una fosa común. Problemas de espacio, como bien pueden comprender. En realidad, hay dos cosas que Doughty critica de las prácticas tanatorias españolas y las dos proceden de la misma fuente: «España, y en particular Barcelona, es la tierra del casi». «Casi» quiere decir, desde su punto de vista, que todo el esfuerzo ecológico en el tratamiento de los muertos ha quedado incompleto, primero porque no se permite el contacto directo de los familiares con el cadáver y, segundo, porque el proceso parece acelerado, como si profesionales y familiares tuviesen mucha prisa en terminar todo. Una de las hipótesis para explicar esa aceleración no puede por menos de despertar la sonrisa del lector español pues remite al ¡peso de la influencia islámica en la España actual! (por aquello de que los musulmanes deben proceder al entierro rápido del muerto).

En el capítulo sobre Japón hay tres cosas que destacar. La que menos me llama la atención, por lo previsible, es la relativa al grado de tecnificación que han alcanzado los japoneses en algunas de sus instalaciones mortuorias. Así, por ejemplo, la autora visita un –llamémoslo– cementerio que, en realidad, poco o nada tiene que ver con lo que convencionalmente entendemos por tal y que se parece mucho más a un moderno y fastuoso complejo de oficinas que incorpora un diseño ultramoderno y una tecnología punta. Todo o casi todo puede recrearse en forma virtual, menos las cenizas de los difuntos, que están agrupadas ordenadamente en urnas y nichos impolutos. De este modo, «la lápida virtual de tu ancestro aparece en pantalla ante una pradera verde. El usuario puede, según sus gustos, encender una varilla de incienso virtual, colocar flores, rociar la lápida con agua o dejar fruta o incluso un vaso de cerveza». Hasta es posible rendir homenaje al finado «frente a una pantalla de ordenador». La autora dice que «está todo limpísimo» y su anfitrión le contesta que, en efecto, «todo lo que tiene que ver con la muerte se ha hecho más limpio […], lo hemos aseado todo mucho». Uno está tentado de pensar que lo menos limpio de todo es el ser humano que sigue teniendo el mal gusto de morirse, como siempre, en forma de descomposición. En esto hemos avanzado poco, hay que reconocerlo.

La segunda cosa que quiero destacar tiene en cierto modo ribetes antitéticos a la asepsia y virtualidad antedichas. Más bien nos devuelve brutalmente a la realidad física, corporal. Humano, demasiado humano, que diría Nietzsche. En contraposición a los crematorios occidentales, los japoneses no reducen todo a ceniza, sino que dejan incólume el esqueleto, fragmentado pero básicamente completo. Más o menos como si te comes un pescado pero dejas –naturalmente– la raspa. O como cuando damos buena cuenta de los muslos y las pechugas del pavo de Navidad, dejando sobre la mesa el esqueleto mondo y lirondo del que fue un buen ejemplar. De modo que, después de pasar por el crematorio –e imaginamos que, inevitablemente, todavía calentito–, el esqueleto en cuestión se devuelve a familiares y allegados para que de manera paciente y cuidadosa vayan ordenando los huesos en la urna que finalmente los contendrá. La ceremonia se hace con unas pinzas diseñadas al efecto y tiene varias particularidades. Menciono algunas. Como algunos huesos, y en especial la calavera, son demasiado grandes para el recipiente en cuestión, hay que hacer algo parecido a lo que hacemos los españoles en las marisquerías con las langostas y bogavantes: con unos palillos metálicos se trocean las partes más voluminosas para que queden pedacitos más pequeños y manejables. Si, aun así, no consiguen meterse todos los huesos en la urna, es decir, que sobran huesos o falta espacio, la solución sigue siendo parecida –perdonen la comparación– a lo que hacen algunos cuando no pueden terminar el plato en algunos restaurantes: que me lo pongan en una bolsita de plástico y me lo llevo a casa. Ya sé que parece que estoy de coña, pero, quitando las comparaciones irreverentes –que son de mi cosecha– todo lo demás es literalmente como lo describe Doughty en el libro (véanse pp. 139-140).

El tercer punto en que quiero detenerme es en el Lastel, acrónimo de Last y Hotel. Ya se pueden imaginar por dónde van los tiros. Lo han adivinado, claro: son hoteles para cadáveres. Imaginen que a un pariente o amigo no le da tiempo a acudir al velatorio o los funerales. La gente se muere sin previo aviso muchas veces y uno puede estar lejos, o trabajando, o resfriado. Total, que no llega. Pues para eso está el Lastel. Es un lugar para recibir visitas, pero cuando uno ya está muerto. La media de la permanencia en el hotel es de cuatro días. Cuando llega el visitante, se hace aparecer al muerto dentro de su ataúd, bien arreglado y acicalado. Por si están interesados, como usuarios o de cualquier otra manera, la habitación sale relativamente económica, unos ochenta y cinco dólares al cambio. Y, por supuesto, con todas las facilidades, pues puede visitarse al muerto todas las veces que uno quiera sin que el finado diga o muestre el menor fastidio. Si uno es un familiar muy cercano o tenía gran confianza con el muerto, puede cumplir la ceremonia del yukan, la limpieza o baño ritual. Doughty se hace portavoz entusiasta de esta filosofía y lo expresa de esta manera: «No dejas que mamá desaparezca sin más en el horno crematorio, sino que te sientas con ella y das las gracias a su cuerpo –y a ella misma– por los servicios prestados como madre. Sólo entonces la dejas marchar» (p. 144).

Todo ello lleva a reflexiones que, evidentemente, desbordan el marco en que nos movemos aquí: ¿qué es mejor: vivir completamente de espaldas a la muerte, como sucede habitualmente en nuestra sociedad occidental, o tener con ella una cercanía que roza la familiaridad? ¿Qué es mejor: ocultar pudorosamente el cadáver o, por el contrario, acariciarlo, besarlo y abrazarlo como el ser que fue? No me considero experto en el tema y, por tanto, no me atrevo a tomar partido, sobre todo si tengo que elegir entre opciones extremas. Como les dije al principio, yo soy más bien de buscar un discreto término medio, sobre todo en estas cuestiones delicadas. Pero no puedo silenciar un par de datos que la propia autora, Caitlin Doughty, pone en boca de uno de sus interlocutores japoneses: en Japón, la tasa de suicidios está por las nubes (en efecto, según las estadísticas, la tasa japonesa es una de las más altas entre los países desarrollados); y, segunda cuestión, todavía más preocupante, «hay niños quitándose la vida sin haber cumplido los diez años» (se sobreentiende, por el contexto, que no se alude tan solo a casos absolutamente excepcionales). Yo no me atrevo a sacar conclusiones, pero dejo ahí esos apuntes para quien sea capaz de urdir todos los hilos.

Comprenderán que, después de todo eso, lo de las ñatitas de Bolivia me llame bastante menos la atención. Las ñatitas son calaveras que algunos atesoran en sus casas como quien colecciona otros cachivaches. He dicho algunos, pero tendría que haber dicho algunas, no por imperativo de género, sino sencillamente por exactitud, porque quienes se afanan en esos menesteres son mujeres o, por lo menos, eso es lo que sugiere Doughty. Precisamente esta cuestión del género le induce a uno de sus característicos desvaríos, como el que mencioné párrafos atrás: «Las mujeres como doña Ana y doña Ely [las coleccionadoras de ñatitas] representan un peligro para la Iglesia católica. A través de la magia, la fe y las ñatitas, facilitan un contacto directo y no mediado con los poderes del trasmundo, sin intermediarios masculinos. Me hacen pensar en la Santa Muerte mexicana, que es descaradamente femenina». Que no es un arrebato pasajero se confirma poco después, al final del capítulo, cuando la autora enfatiza su fascinación por estas mujeres utilizando el mismo argumento: «se valen de su relación de cercanía con la muerte para arrebatar el privilegio de la línea directa con lo divino a los líderes varones de la Iglesia católica». Yo no sé qué me desconcierta más de esta reivindicación, si el tanatofeminismo o esa alusión a la «línea directa» con la trascendencia: ¿será vía Internet? Lo que sí tengo claro a estas alturas es que el libro podrá ser todo lo interesante que se quiera, pero a su autora se le va la pinza con cierta frecuencia. Ello me da pie para hacer un poco de filosofía barata: quizá hace falta estar un poco así cuando uno se pasa toda la vida pensando en la muerte.

Como estamos llegando al final, no quiero despedirme sin al menos una alusión a lo que tradicionalmente se ha considerado «buena muerte» en la civilización occidental, que es tanto como decir en el seno de la cultura cristiana. La buena muerte clásica no tenía mucho que ver con lo que aparece en este libro, aunque en el fondo las distancias no eran tantas como en apariencia. La buena muerte cristiana era, obviamente, estar en paz con Dios –no estar en pecado en el momento del deceso– y aceptar humildemente Su Voluntad, es decir, morirse con resignación. Sólo una vez cumplidos estos requisitos esenciales, podían añadirse otros, como encomendarse al Cielo, personificado en Jesucristo, la Virgen o algún santo, para que la muerte fuese lo más dulce posible. Al abandonar por completo la dimensión espiritual, Caitlin Doughty deja también en un segundo plano la vertiente psíquica, psicológica o intelectual. Para ella, la buena nuerte es la muerte que sea «lo más natural posible», entendiendo por tal una muerte ecológica, es decir, sin procedimientos artificiales ni productos químicos, adulteraciones, conservantes o cualquier otro elemento espurio. Doughty dice que una de sus muertes posibles (y deseables) podía ser «desvanecerse en el subsuelo», es decir, fundirse con la tierra de forma natural. Pero confiesa que su ideal es otro, el ritual parsi, que termina con el cadáver devorado en un dakhma («torre del silencio») por bandadas de buitres. Como pueden suponer, la justificación de esta «buena muerte» es una especie de justicia ecológica, el eterno retorno a la naturaleza: «Pasé los primeros treinta años de mi vida devorando animales. Cuando yo muera, debería ser su turno. ¿No soy yo acaso un animal?»

El libro termina con un epílogo en tono reflexivo que plantea materias controvertidas: «Esquivar la muerte no es un errado empeño individual, sino cultural». Obviamente, estoy de acuerdo, aunque con matices que luego detallo. Pero la frase siguiente se desliza por un camino no del todo congruente con esa premisa: «Los débiles de espíritu no pueden enfrentarse a la muerte». Pero, ¿no habíamos quedado en que no se trataba de un problema individual, sino cultural, es decir, social? Al seguir leyendo, comprendemos que el giro argumental no es tanto una inconsecuencia como un intento descarado de llevar el agua a su molino: «La aceptación de la muerte es responsabilidad de todos los profesionales del sector: directores de funerarias, administradores de cementerios, profesionales de la salud». Yo comprendo que, como «trabajadora del sector funerario», Doughty intente convencernos del protagonismo insustituible de dicho estamento, pero me resulta difícil aceptar que un asunto tan importante quede en manos de un entramado comercial con intereses legítimos pero muy particulares. Por el contrario, yo creo que la clave está en la antedicha dimensión cultural, entendiendo ésta en un sentido tan amplio que englobe tanto a creyentes como escépticos. Al fin y al cabo, la propia muerte no hace distingos entre unos y otros.

Sea lo que fuere lo que cada uno pensemos acerca del más allá, en el más acá el paso es igual para todos. La Parca es la gran niveladora social, como decían los clásicos. De este modo, en cada época puede haber un cierto consenso social –cultural– sobre cómo alcanzar una «buena muerte». Pero no es menos cierto que los seres humanos, aunque iguales a la hora de morirnos, somos también diferentes a la hora de afrontar el trance. Yo creo que estas son las cuestiones fundamentales, que tienen como denominador común el antes de. Acerca de todo lo demás, ¿qué quieren qué les diga? Doughty se detiene y hasta se recrea en el después: el cuerpo ya exánime, su tratamiento, su descomposición, el féretro, los ritos funerarios, la cremación, los enterramientos, etc. No sé lo que pensarán ustedes, pero yo soy de la opinión de que, después de muerto, me va a dar igual todo.

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