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La brecha irónica

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Decíamos la semana pasada, tras asistir con disimulado asombro a una ceremonia de hipnosis colectiva durante un concierto a orillas del océano, que la imposibilidad de reconciliar la totalidad de las conciencias individuales con el orden colectivo –sea éste cual sea– constituye una brecha trágica insalvable que constituye el punto de partida de la vida política. Tratar de salvarla es peligroso. Sólo podemos aspirar a crear órdenes democráticos, donde los individuos tienen cierto margen para dar forma a sus universos personales, cosa que no pueden hacer en sociedades cerradas gobernadas por regímenes dictatoriales. Siempre habrá alguien dispuesto a decir que no, según la conocida definición del «hombre rebelde» acuñada por Albert CamusAlbert Camus, El hombre rebelde, trad. de Luis Echávarri, Madrid, Alianza, 1996.: no, podríamos glosar nosotros, a esa dolorosa distancia entre lo que yo quiero y lo que la sociedad me proporciona. De hecho, no sólo hay disidentes que arriesgan su vida para decir que no a los totalitarismos en nombre de la democracia, que es lo que el escritor francés tenía en mente; también hay quienes dicen que no a las democracias en nombre de la religión o la ideología, arriesgando con ello su vida o solamente su reputación. Quiere decirse que no todas las disidencias son heroicas, aunque debamos reservar su nombre para las que verdaderamente lo sean.

En cualquier caso, también los críticos de la democracia representativa que son, a su vez, defensores de formas más abundantes y directas de participación ciudadana, actúan movidos por el deseo de salvar esa brecha: la brecha que media entre las preferencias individuales y el resultado de su agregación colectiva a través del voto y demás mecanismos aglutinadores. En puridad, esa distancia sólo podría salvarse mediante una deliberación orientada al consenso y con la efectiva obtención del mismo: que todos queramos lo mismo. Ya se ha señalado aquí que Jean-Jacques Rousseau, santo patrón de la pureza política, no especifica el modo en que se produce esa mágica convergencia de todos los ciudadanos en una sola voluntad; sí que tiene claro, en cambio, que la soberanía individual es «indelegable»: porque desde el momento en que otros deciden por nosotros, se abre la puerta del descontentoJean-Jacques Rousseau, Del contrato social, trad. de Mauro Armiño, Madrid, Alianza, 2012.. Por su parte, Jürgen Habermas y su influyente teoría de la acción comunicativa propone un ideal deliberativo según el cual será dialogando con respeto común a las reglas del diálogo como reconoceremos la llamada «fuerza del mejor argumento» expuesto en el curso del debate y convergeremos en torno a élJürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa, trad. de Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Taurus, 1988.. ¡Hablando se entiende la gente!

Es evidente que ni la magia rousseauniana ni el rigorismo habermasiano pueden lograr su objetivo. También lo es que Habermas está proponiendo un ideal normativo, un conjunto de reglas hacia cuyo seguimiento deberían orientarse nuestras instituciones y conductas; el filósofo alemán no es tan ingenuo como para pensar que podamos acostarnos hobbesianos y levantarnos kantianos. Sin embargo, la crítica de sus tesis ha puesto de manifiesto que los individuos –no digamos ya los grupos humanos– no siempre tienden a la racionalidad, ni son permeables a argumentos persuasivos: si la brecha es insalvable, el conflicto es inerradicable. Que es precisamente lo que subrayan los partidarios de la «democracia agonística», como Ernesto Laclau y Chantal MouffeErnesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy, Londres, Verso, 1985., padres intelectuales de los fundadores de Podemos; bien podría decirse que éstos, descreídos del consenso, renuncian explícitamente a cerrar la brecha entre conciencia individual y orden social. Pero una cosa es renunciar a lo imposible (crear el Reino de los Cielos en la Tierra, como hacían los mismísimos Marx y Engels cuando sugerían que no habría necesidad de política en la sociedad sin clases, en la que, en cambio, bastaría con la simple «administración de las cosas» sugerida ya por Saint-Simon), y otra reforzar lo indeseable (acentuar la dimensión conflictiva de las sociedades enfatizando las diferencias entre sus distintos grupos). Pero hay otras maneras de gestionar esta permanente fuente de insatisfacción individual, cuya expresión desordenada puede paralizar el funcionamiento del orden colectivo.

La respuesta quizá se encuentre en la ironía, es decir, en la institucionalización de la ironía. Una ironía entendida aquí como distancia: como la pacífica aceptación de la inevitable incompatibilidad de los distintos valores en juego, que para empezar, y sin necesidad de entrar en conflictos ulteriores –entre, por ejemplo, la libertad y la igualdad– son las distintas perspectivas del individuo y la colectividad. Ya hemos vivido tantos episodios, trágicos y cómicos, en la historia de las sociedades humanas, que deberíamos estar vacunados contra la tentación del entusiasmo. Sin ir más lejos, vemos ahora mismo en España un insólito rebrote de la ilusión, que será saludado por todos aquellos que lamentaban en los últimos años su ausencia en unos ciudadanos cada vez más desafectos. Pero no se ve por qué la ilusión haya de ser un requisito de la vida pública, cuando su fuerza en la vida privada va decreciendo a medida que integramos en el entendimiento los datos de la experiencia biográfica: quien muere ilusionado, no se ha enterado de nada, o se ha librado de enterarse. Por lo demás, en ningún sitio está escrito, ni puede garantizarse por ningún medio, que el entusiasmo ciudadano vaya a canalizarse a favor de las causas más nobles: la historia está llena de entusiasmos que ahora encontramos repulsivos.

Bien podría pensarse que el antónimo de la ilusión es la desilusión, de forma que está proponiéndose aquí el modelo de una ciudadanía depresiva, abúlica, que bien podría conducir con su inacción a males mayores que los provocados por su entusiasmo. Pero el escepticismo que nace de la ironía no está reñido con una voluntad constructiva, que es, sin embargo, consciente de sus propias limitaciones. Por expresarlo visualmente, se trata de que el ciudadano no se haga fuerte en la trinchera, listo para saltar con la bayoneta calada en pos del enemigo, sino que pasee por campo abierto después de terminada la batalla. El ciudadano democrático tiene que partir de la derrota, no aspirar a la victoria: porque ésta, entendida como la completa reconciliación del sujeto con la sociedad, de todos los sujetos con el entero orden colectivo, es un imposible. La felicidad está en otra parte.

Si queremos poner música a este modesto ideal, especie de épica democrática inversa, podríamos echar mano de Is that all there is?, la gran canción escrita por Jerry Leiber y Mike Stoller, grabada por multitud de artistas, pero popularizada por Peggy Lee en 1969. La narradora va relatando su decepción ante una serie de experiencias vividas, como una visita al circo o un enamoramiento, que deberían haber provocado en ella unas emociones fuertes que nunca llegan: la realidad queda por debajo de las expectativas. Estas eran tales que la experiencia misma no podía sino conducir a la decepción. Su conclusión, que da pie a una última repetición del estribillo, resume toda una filosofía de vida nacida del aprendizaje:

Ya sé lo que estaréis pensando.
«Si se siente así, ¿por qué no acaba con todo?»
Oh, no; yo no.
No tengo prisa por llegar a esa decepción final.
Porque sé que, así como estoy ahora aquí delante de vosotros,
cuando llegue el momento final, ante mi último suspiro,
me estaré diciendo a mí misma…

¿Es esto todo lo que hay?
¿Es esto todo lo que hay?
Si esto es todo lo que hay, amigos,
entonces sigamos bailando,
tomemos un trago y bailemos,
si es que esto es todo lo que hay.

Una actitud así, que los anglosajones describirían con ese memorable adjetivo que es nonchalant, designando con ello una disposición flemática y despreocupada, pero no necesariamente indiferente, se caracteriza por su reflexividad, por no «perderse» en el laberinto de las propias pasiones sin conservar al menos una idea sobre cuál es el camino de salida. Y aunque, desde luego, la vida privada no sería tan entretenida sin el imperio de las emociones, quizá la vida pública podría pasar sin ellas. Eso no quiere decir que ésta pueda organizarse sin su concurso, como ha quedado claro a estas alturas; pero sí que éstas han de matizarse a través de la ironía; una ironía, insisto, que tiene aquí como función facilitar la comprensión primero y la aceptación después de un hecho inalterable: que no hay manera posible de salvar la brecha trágica entre sujeto y orden colectivo. Es decir, que la política no es una religión ni una práctica terapéutica.

En ese sentido, ¿no podemos interpretar las instituciones democráticas liberales como dispositivos irónicos que tratan de neutralizar el conflicto entre el individuo y la colectividad mediante su canalización razonable? Dado que las decisiones políticas espontáneas son imposibles, creamos cuerpos representativos; y comoquiera que si deseásemos representar en ellos todos los puntos de vista imaginables, el parlamento subsiguiente se parecería –borgianamente– a la sociedad que trata de representar, limitamos artificialmente el pluralismo allí contenido. Del mismo modo, creamos partidos políticos capaces de canalizar intereses sociales y articular identidades, a sabiendas de que sólo unos pocos de ellos pueden entrar en el parlamento y de que nuestra adhesión a sus propuestas será habitualmente parcial o aproximada: si cada ciudadano hubiera de poder votar por un partido que reflejase exactamente sus preferencias, de nuevo tendríamos tantos partidos como ciudadanos. Asimismo, las instituciones contramayoritarias, como los tribunales constitucionales o los bancos centrales, son el reconocimiento de que incluso las decisiones adoptadas por los parlamentos pueden atentar contra bienes básicos del corpus constitucional que, por eso, han de aislarse en lo posible de la competición electoral. Es la misma razón que aconseja limitar el uso del referéndum, una herramienta de inaudita tosquedad si la contemplamos en relación con el problema aquí glosado.

En todos estos casos, se reformula un pluralismo social potencialmente ilimitado y se lo convierte en un pluralismo manejable que, inevitablemente, sacrifica la diversidad de puntos de vista en beneficio de la gobernabilidad. La diversidad «aumentada» que se reproduce incesantemente dentro del cuerpo social –en las sociedades abiertas– cumple su función en la esfera extrainstitucional: en la cultura. Y en el proceso de formación de la cultura, ahora mismo, desempeñan un papel determinante las redes sociales.

Sería menester interrogarse, precisamente, por el cambio que provoca la digitalización en este delicado terreno. Sobre todo, en la medida en que proporciona un instrumento para la expresión directa del descontento, sin que éste pueda ser ya contenido por unos medios de comunicación tradicionales que servían de filtro moderador. A eso hay que sumar la plena consolidación de una ideología –en sentido lato– individualista que domina toda nuestra tardomodernidad y que, con el concurso de la publicidad y el pop, nos impele a la permanente exhibición romántica de nuestra singularidad personal: sé tú mismo, no te conformes, exprésate. Un vocabulario naturalizado al que ya nos hemos acostumbrado, pero que no por ello ha perdido su eficacia.

En un mundo hiperconectado en el que se multiplican las oportunidades para la autoexpresión, el contraste entre la libérrima conciencia individual y el tedioso cuerpo institucional es mayor que nunca, o al menos es percibido con más claridad. De ahí la mayor frecuencia de las protestas y la impaciencia que las caracteriza: dos claras expresiones de este fenómeno son el aumento de la fragmentación partidista, reflejada en el aumento de los partidos protesta, y la aceleración del desencanto democrático, que afecta a los gobernantes electos mucho antes de que hayan transcurrido los cien días de gracia que la costumbre aconseja observar. En suma: nadie está nunca contento. Y no hay que sobrestimar la capacidad de la democracia para responder al desafío que le plantea un hiperpluralismo al que parece faltarle ironía y sobrarle literalidad.

En fin de cuentas, nadie es más literal que un activista; nadie se toma a sí mismo más en serio, aun cuando puedan emplear la ironía como rasgo de estilo de su protesta. Y son los activistas, acompañados de los sujetos más politizados dentro de una sociedad, quienes más participan; quienes, por ello, dan el tono a la conversación pública. Ni que decir tiene que los activistas y los ciudadanos más politizados son, también, quienes persiguen fines más radicales en un contexto democrático: para bien y para mal. Su visibilidad, en la era digital, ha aumentado exponencialmente para quienes están mirando. Simultáneamente, las posibilidades conversacionales abiertas por las redes digitales están provocando un aumento de la polarización ideológica, sin que la persuasión racional haya conseguido ganar terreno ante la expresividad emocional. El problema reside, por tanto, en la dificultad que entraña aumentar el número de ironistas, entendidos como aquellos que toman conciencia de la brecha trágica y la imposibilidad de suturarla.

Así pues, ahora que disfrutamos de una tecnología que facilita el acceso a cantidades ingentes de información y nos permite «visualizar» la conversación pública de una forma inédita, además de participar en ella, se echa en falta más que nunca esa disposición irónica –a la vez liberal y democrática– que constituye la mejor receta para gestionar el pluralismo en sociedades avanzadas. Este nos parece más intenso que nunca y crece con ello la tentación de desesperarse ante un desorden acaso inmanejable. Pero no es así: la política posideológica sólo puede consistir en la cautelosa búsqueda de soluciones imperfectas para problemas insolubles. ¡Si pudiéramos abrazar ese ideal! Se trata de una forma de organización colectiva que desvía los anhelos de autorrealización a la esfera personal, porque la política no puede darles cauce: no hay armonía posible, o solamente en ocasiones excepcionales. Pero maticemos: no es posible una armonía de cuño rousseauniano, severa y virtuosa, que exige el acuerdo de todos en todo. Distinto es que podamos encontrarnos, conscientes de nuestros defectos y nuestras pasiones, en un espacio donde no demandemos de la política más de lo que puede darnos –que, por cierto, es mucho– y renunciemos de antemano a molestarnos porque no responde a todas nuestras exigencias.

Esta utopía cívica nunca tendrá lugar, porque la propia dinámica de la competición electoral da la oportunidad de cobrar ventaja a quienes empleen formas populistas que prometan la reconciliación colectiva, arma propagandística que lleva funcionando desde que la primera religión encontró a su profeta. Si, no obstante, creciera lo suficiente el número de escépticos dispuestos a abrazarla, bien podría adoptar como himno los versos de Leiber y Stoller:

Si esto es todo lo que hay, amigos,
entonces sigamos bailando,
tomemos un trago y bailemos,
si es que esto es todo lo que hay.

Porque es todo lo que hay. Y el paraíso sobre la tierra que prometen, a mayor o menor escala, quienes creen poder salvar la brecha entre conciencias y sociedades, eso, justamente, es lo que no hay.

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Ficha técnica

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