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¿Descansará en paz Hong Kong?

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(Ad limina. Con el título de esta serie de blogs –El Ruido y la Furia-, me había propuesto dar cuenta regular a los lectores de mi interés por lo que, a falta de mejor expresión, solemos llamar geopolítica, es decir, los grandes asuntos de la política internacional sin más adornos. La periodicidad semanal de la sección me ha obligado a ser muy selectivo, al tiempo que a atarme a acontecimientos de dimensión indiscutible. De ahí -aunque también por curiosidad personal- mi atención preferente hacia las cosas de China, un país aún poco y mal conocido entre nosotros. Pero tengo también la intención de ocuparme de Estados Unidos (y con mayor distancia, de la Unión   Europea). Ese deseo, sin embargo, se ha visto truncado por la irrupción de la Ley de Seguridad Nacional impuesta a Hong Kong por los dirigentes comunistas chinos. Así pues, vuelvo hoy a ocuparme de China en el bien entendido de que, en adelante, me afanaré en evitar que se me cuente entre los especialistas y demás fauna sinóloga).

Xi Jinping, el presidente de la República Popular China y Secretario General de su Partido Comunista, tenía prisa, así que  a las 23:00 de junio 30, 2020, hora de Pekín, el Congreso Nacional del Pueblo -nombre del organismo legislativo que estampilla las decisiones previamente adoptadas por el Partido Comunista Chino- aprobó la inmediata entrada en vigor de la Ley de la República Popular de China para Salvaguardar la Seguridad Nacional en la Región Administrativa Especial de Hong Kong, al tiempo que sus procónsules en Hong Kong la incorporaron a la Ley Básica del territorioVer traducción al inglés aquí http://www.ecns.cn/news/politics/2020-07-01/detailifzxrvxc0874078.shtml

Tanta premura a corto plazo resultaba inevitable porque el día siguiente -julio 1, 2020- marcaba el vigésimo tercer aniversario del traspaso de Hong Kong a la soberanía de la República Popular en 1997, una decisión adoptada sobre la base de la Declaración Conjunta Chino-Británica que ambos gobiernos firmaron en 1984. La Declaración es un tratado internacional registrado ante la ONU en 1985 en el que se reconocía que Hong Kong mantendría un régimen institucional propio hasta 2047. La Ley Básica o mini-constitución de Hong Kong establecía, pues, un régimen legal diferente del que regía en el resto de la República Popular -menos Macao- y que puede resumirse en dos conceptos clave: economía de mercado e imperio de la ley. Es decir, Hong Kong ha contado hasta el pasado junio 30 con un amplio abanico de libertades públicas y con tribunales independientes que aseguraban su tutela.

Ya desde los inicios del traspaso de soberanía había tratado Pekín de interpretar de forma restrictiva la Ley Básica. El primer intento se dio en 2003 con una eventual propuesta de reforma de su artículo 23 para garantizar -invocando la seguridad pública de la excolonia, como se ha hecho en junio 30, 2020- que las libertades públicas en Hong Kong no excedieran los límites estrictos que el régimen comunista impone a sus súbditos en el resto del país. La maniobra fracasó ante una manifestación masiva -la mayor registrada hasta entonces en la ciudad desde la matanza de Tiananmen en 1989.

A partir 2003, julio 1 ha sido una fecha próvida en protestas, aunque la participación haya variado con los años. Pero no pararon ahí las tiranteces entre Pekín y buena parte de la población de Hong Kong. En 2014, el distrito administrativo de la ciudad -conocido como Central- fue ocupado durante 79 días por un gran número de manifestantes que protestaban por las restricciones al sufragio pasivo -derecho a presentarse como candidato electoral- impuestas por Pekín para evitar que un eventual opositor fuese elegido para el gobierno de la ciudad en las elecciones de 2017. Desde junio 2019 hasta el confinamiento que siguió al virus de Wuhan, las protestas contra el intento de aprobar una ley de extradición a China de supuestos criminales fueron masivas, continuas y en ocasiones violentas.

Desde entonces el Partido Comunista Chino ha buscado una salida intermedia sin encontrarla y, finalmente, ha decidido tirar por la calle de en medio y con mayor ambición temporal. En 2021 se celebrará el centenario de la fundación del PCC y no era cosa de permitir que un puñado de enemigos de China -así los llaman los dirigentes del país- estropease esos fastos ante el mundo y, en especial, ante el resto de los chinos. Había que evitar que las protestas perviviesen.

Esto es precisamente lo que Xi se ha propuesto con su nueva ley que, lejos de evitar una confrontación abierta con los críticos, ha optado por afrontarlos sean las que fueren las consecuencias internas e internacionales de esa maniobra. Impedir nuevas manifestaciones en julio 1, 2020 era primordial; las eventuales consecuencias de una falta de reacción lo eran aún más. Conviene no perder de vista ambos calendarios.

***

La nueva ley dedica un amplio espacio a legitimar su oportunidad. Al cabo, China es un país de leyes o así quieren hacerlo creer sus dirigentes. Lo ha sido históricamente porque a lo largo de los siglos la sociedad estamental confuciana ha estado habitualmente acompañada por lo que suele conocerse como la cobertura legalista. El Hijo del Cielo y sus adláteres de ocasión decían no actuar por capricho, sino dentro de las normas de las que se dotaban… según las circunstancias. Hacían leyes de obligado cumplimiento para sus súbditos, pero no eran definitivas ni estaban abiertas a controles externos. Podían decir hoy lo contrario de lo que dirían mañana, pero lo hacían según algunos procedimientos establecidos, aunque fueran tan poco exigentes como la tornadiza voluntad imperial.

Los historiadores buscan el origen del legalismo en la atroz era de los Estados en Lucha (481-221 AC) y en sus ardores guerreros, que alimentaron la pasión por el despotismo. A los legalistas no les interesaba discutir de filosofía -si el bien o el mal son tendencias innatas entre los humanos y esas cosas-, sino coartar los malos impulsos a los que las masas se entregaban -y se entregan, siguen pensado sus herederos comunistas- con inveterada porfía. Sólo así se apaciguarían y harían gobernable a la tianxia (todo bajo los cielos), es decir, la sociedad en su conjunto.

En resumen «lo decisivo [para los legalistas] es (1) que una mayoría abrumadora de hombres y mujeres es egoísta y ambiciosa; (2) que ésa es una realidad estable e inmune a los efectos de la educación; y (3) que el gobernante puede hacer valer en su favor ese egoísmo innato de los humanos» .

¿Cómo? La gente ambiciona riquezas y honores, una tendencia persistente según atestiguan, como diríamos hoy, los big data. Y, para evitar su conversión en anarquía, nada mejor que su control mediante leyes muy severas en sus castigos. Aún me acompaña en mis pesadillas aquel potro de tortura con forma de eso, de un espléndido potro de bronce en tamaño natural, a cuyos lomos cubiertos de púas de acero de unos diez centímetros de largo hacían cabalgar los magistrados de la localidad bancaria de Pinyao, en la provincia de Shanxi, a los acusados renuentes a aceptar sus culpas.

Esta concepción -tan distante del alocado optimismo rousseauniano como del más templado self-interest de Adam Smith- acuñó el despotismo sin ilustrar de que hicieron gala numerosas dinastías imperiales y que ha heredado hoy el comunismo chino, convencidas unas y satisfecho el otro con ese pesimismo antropológico que parte del predicado de que el poderoso conoce mejor que el vulgo los intereses de la tianxia y, si ésta no lo entiende así, tanto peor para ella.

Leyes, pues, había y sigue habiéndolas en China. Demasiadas. Pero la existencia de leyes positivas no es lo mismo que la supremacía -el imperio- de unas leyes adoptadas directamente por el pueblo soberano (democracia directa) o por sus representantes debidamente elegidos (democracia representativa). Ninguno de esos dos arquetipos existe en la China actual, pero el título primero de la nueva ley pretende lo contrario aludiendo a su aprobación por el Congreso Nacional del Pueblo -en donde no hay un solo representante que se haya sometido a una verdadera elección popular- y a su inclusión en el régimen de la Ley Básica local cuyos representantes fueron elegidos en 2017 por una asamblea de notables entre candidatos designados por Pekín. 

Para tranquilizar a los críticos, la nueva ley recuerda que se inspira en la política de Un País, Dos Sistemas; en el afianzamiento de la prosperidad y la estabilidad de Hong Kong; y en la protección de los derechos e intereses legítimos de sus residentes. Las garantías habituales de los sistemas democráticos que hasta ahora imponían los jueces locales (propiedad privada, libertad de expresión y manifestación, juicio por un tribunal imparcial, presunción de inocencia y demás) se mantendrán… siempre que -llega el matiz decisivo- no pongan en peligro la seguridad nacional.

En las sociedades abiertas el contenido semántico de ese último sintagma está directamente relacionado con la defensa interior y exterior de las instituciones del régimen democrático, pero no es ése el caso de la China popular, donde la democracia no ha existido ni existe. En la República Popular might is right: el poder político otorga algunos derechos, siempre escasos y maleables -negociables que les dicen los progres- a unos súbditos que nunca pueden contarlos realmente como garantías si tienen un conflicto con los poderes públicos. La seguridad nacional, pues, no es allí nada más que lo que en cada caso decida la cúpula del Partido Comunista y, por tanto, el perfecto anverso de una inseguridad jurídica generalizada.

La nueva regulación de los delitos de secesión, subversión, actividades terroristas y colusión con países extranjeros no los define en la forma estricta con que hasta ahora lo había hecho el poder judicial de la excolonia. Hábilmente interrogada, cualquier conducta de cualquier reo podrá en adelante declararse delictiva. Por el contrario, las penas para los acusados y sus cómplices son abrumadoras, con eventuales condenas a cadena perpetua para los casos -nunca bien definidos- de mayor gravedad. Aunque la jurisdicción sobre esos delitos corresponderá, en principio, a los tribunales de Hong Kong, en realidad la nueva ley pulveriza su autonomía. Si aparecen discrepancias en materia jurisprudencial, el artículo 65 impone que «la interpretación final corresponderá al Comité Permanente del Congreso Nacional del Pueblo».

Como suele ser también norma en los regímenes totalitarios, la debilidad del poder judicial se compensa con un poder incontrolado de las fuerzas de policía. A quienes conocimos el franquismo, por más que no nos resulten llamativas, las nuevas disposiciones hielan la sangre. En la persecución de los delitos contra la seguridad nacional, la policía podrá hacer toda clase de registros sin autorización judicial; confiscar documentos de viaje; exigir a los periodistas que identifiquen sus fuentes; otrosí a las organizaciones (fundamentalmente ONGs) extranjeras que trabajan en el país; con autorización del titular del Poder Ejecutivo (actualmente lo es una mujer, la Sra. Carrie Lam Cheng Yuet-ngor, que ha saludado la imposición de la nueva ley porque refleja la opinión del gobierno y de la población local; y a quien, por cierto, nadie había dado a conocer el texto de la ley hasta muchas horas después de su aprobación); interceptar las comunicaciones o espiar a los sospechosos de estar envueltos en actividades contrarias a la seguridad nacional; exigir la entrega de informaciones o materiales relevantes a los sospechosos de esas mismas conductas (artículo 43).

En Hong Kong, pues, se aplicarán las mismas normas de indefensión típicas del Estado policial que actualmente se imponen al resto de los mil trescientos millones de chinos.

Por si la autonomía de la excolonia no hubiese quedado radicalmente triturada, el artículo 48 determina que «el gobierno popular central establecerá en la Región Administrativa Especial de Hong Kong una Oficina encargada de salvaguardar la seguridad nacional. Esa Oficina […] ejecutará sus mandatos […] de acuerdo con la legislación vigente». La consecuencia lógica de esa opción no puede ser otra que neutralizar a cualquiera de los poderes que actualmente gobiernan Hong Kong en el caso, difícilmente probable, de que se decidan a mantener actuaciones que se desvíen un milímetro de las directrices de Pekín. Esa Oficina, a petición del gobierno local o por su propia autoridad, podrá ejercer directamente su jurisdicción en algunos casos delictivos que pongan especialmente en peligro la seguridad nacional (artículo 55).

En suma, en junio 30, 2020 la Ley de Seguridad Nacional extendió el certificado de defunción de la autonomía de Hong Kong que, de acuerdo con las disposiciones del traspaso de soberanía de 1984, tendría que haberse mantenido hasta el año 2047. Desde ayer (escribo este blog en julio 2), con diferencias mínimas, los ciudadanos de Hong Kong serán tratados jurídicamente de forma similar a cualquier alma buena de Sichuán y, si se encabritan, con los mismos miramientos que recibió Liu Xiaobo, el Nóbel de la Paz 2010, hasta su muerte en la cárcel.

***

Indudablemente Xi Jinping tenía prisa por imponer su solución. Pero ¿ha sido la suya una decisión acertada?

¿Por qué no?, responden sus defensores.

Preguntas parecidas se hizo el propio Deng Xiaoping cuando decidió desencadenar la matanza de Tiananmen en junio 1989. «Deng creía necesaria una decisión inflexible», cuenta uno de sus biógrafos. «En ese momento -señaló- la policía de Pekín no bastaba para restaurar el orden: hacían falta tropas. Las tropas tenían que intervenir de forma rápida y decisiva, aunque, por el momento, sus planes de despliegue debían permanecer en secreto. Cuando algunos de los presentes expresaron su preocupación porque en el exterior se reaccionase negativamente al uso de la fuerza, Deng replicó que debía ser una intervención relámpago y que “los occidentales acabarían por olvidarla”» (Ezra Vogel, Deng Xiaoping and the Transformation of China, Harvard UP: Harvard, Mass. 2011, loc. 12529). Es muy probable que fuera Deng el espejo en que se miró Xi a la hora de imponer su Ley de Seguridad Nacional en Hong Kong.

Pero ¿son acaso las circunstancias actuales las mismas a que se enfrentó Deng? A mi entender la respuesta tiene que optar por un pesimismo en condicional.

Pesimista. Las noticias que llegan de Hong Kong no son alentadoras. En julio 1 se produjo una manifestación no autorizada a la que asistió un considerable número de resistentes, pero «a finales del día […] las protestas se habían disipado y la policía había detenido a 370 personas, diez de ellas bajo la preceptiva de la nueva ley». Antes incluso de que se conocieran sus detalles, un manto de aprensión había caído sobre muchos de los grupos de oposición. Demosisto, un partido político fundado por Joshua Wong, un conocido activista, notificó su disolución luego de que Wong y otros dirigentes lo abandonasen. Algo similar sucedió en el Frente Nacional de Hong Kong, Studentlocalism y la Unión Independentista de Hong Kong, que anunciaron su intención de continuar las tareas de oposición fuera del territorio. Muchas de las librerías amarillas (taquigrafía para oposición) empezaron a liquidar sus stocks y a limpiar sus estanterías. Son reacciones dictadas por una sana precaución pero que ya han servido a los partidarios de Pekín para escarnecer a los resistentes.

Por el momento no ha corrido la sangre, pero la resistencia tendrá que empezar a organizarse en la clandestinidad y su lucha será larga, dura y amarga. A corto plazo, pues, Xi parece haber ganado el primer set. En el medio y en el largo, empero, las aguas no corren tan claras y la reacción de los occidentales de Deng no parece que vaya a ser tan frágil de memoria como lo fue en 1989.

Condicional. A diferencia de Deng, a Xi le va a costar el salir sin daños de esta situación autoprovocada. La respuesta más resuelta e inmediata partió de Gran Bretaña, donde el primer ministro, Boris Johnson, ha anunciado su intención de facilitar la emigración a los habitantes de Hong Kong que tengan o puedan obtener un pasaporte británico -unos tres millones de personas o 40% de la población local-. La medida será posible gracias a algunos cambios en el estatus de los llamados BNO (British Nationals Overseas o Ciudadanos Británicos de Ultramar). Hasta ahora los BNOs de Hong Kong tenían derecho a un pasaporte del Reino Unido que automáticamente les permitía obtener allí un visado de seis meses -sin derecho a residencia ni permiso de trabajo-. Con el nuevo sistema, los pasaportes BNO extenderán el permiso de estancia a un año sin limitaciones laborales y, tras ese plazo, sus tenedores podrán optar a la nacionalidad británica. Aunque es difícil pronosticar cuántos habitantes de la ciudad se decidirán por el nuevo sistema, la medida animará a muchos jóvenes titulados a cambiar de residencia en perjuicio de Hong Kong . Gran Bretaña ha expresado su deseo de que la medida se extienda a otros países del área cultural anglosajona como Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda y el Congreso USA ha iniciado los trámites para establecer un régimen similar.

Más allá de estas oportunas soluciones para problemas individuales, la clave para China estará en los efectos que la desaparición de la autonomía de Hong Kong tenga sobre su futuro político y financiero.

Hasta el momento la administración Trump ha optado por la precaución. El presidente nunca ha ocultado su renuencia a poner la causa de los derechos humanos por delante de una solución a los desequilibrios comerciales y financieros, pero su actitud ha sido algo más beligerante al anunciar que revocaría los privilegios comerciales de Hong Kong para equiparar al territorio con el resto de China y prohibiría la concesión de visados  a destacados individuos del territorio y de la República Popular por su participación en la Ley de Seguridad . Por su parte, el Senado aprobó por unanimidad un proyecto de ley para imponer sanciones a los funcionarios que erosionen la autonomía de Hong Kong y a los bancos y compañías que hagan negocios con ellos

Por más que los propagandistas del régimen chino insistan en las posibilidades de que Shanghái pueda sustituir a la excolonia como centro financiero internacional, todo el mundo sabe que a medio plazo eso es un imposible. Las numerosas compañías internacionales que han elegido Hong Kong como sede de negocios no lo han hecho por el buen clima local, ni por los atractivos de su vida nocturna, ni por el dim sum, sino porque ofrecía garantías legales contra la corrupción, una justicia independiente y libre acceso a las fuentes de información que la Gran Muralla Digital impide en el resto de China. Las élites económicas locales -los crazy rich Asians de las novelillas de Kevin Kwan- no se quedarán de brazos cruzados si sus oportunidades de negocio se reducen dramáticamente. Y hasta los capitalistas rojos de la República Popular verán amohinados cómo en ese hasta ahora munífico refugio sus mal adquiridos capitales quedarán menos protegidos.

El presidente Xi ha considerado que la desaparición de la autonomía de Hong Kong era imprescindible para su futuro político y ha abierto la puerta del chiquero. Suerte tendrá si ese morlaco no acaba por empitonarle.

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