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Materiales para una utopía liberal

EN BUSCA DE MONTESQUIEU. LA DEMOCRACIA EN PELIGRO

Pedro Schwartz

Encuentro, Madrid

456 pp.

24 €

LIBERALISMO. UNA APROXIMACIÓN

David Boaz

Gota a Gota, Madrid,

Trad. de Ana Lladó Sánchez

470 pp.

26€

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Es significativa la aparición simultánea en nuestras librerías de dos obras que, desde perspectivas similares pero con distinto alcance, proponen una misma reflexión en torno al liberalismo político, a saber: la conveniencia de su mejor conocimiento público y la necesidad de su reivindicación práctica. Tanto David Boaz, vicepresidente del norteamericano Instituto Cato, como Pedro Schwartz, suerte de decano oficioso del pensamiento liberal español y prologuista de aquél, sostienen en estos notables trabajos ese doble propósito. Y ello a pesar de dirigirse a públicos distintos y, todo hay que decirlo, en diferentes momentos, toda vez que el libro de Boaz apareció originalmente hace ya diez años. En principio, ese empeño parecería más perentorio en nuestro país, donde el lenguaje político ha privilegiado tradicionalmente la simple oposición entre izquierda y derecha, traducida a su vez como antagonismo entre la socialdemocracia y el conservadurismo, a diferencia de un mundo anglosajón que parece llevar el liberalismo en sus entrañas. A este respecto, de hecho, la frecuencia con que últimamente se invoca al liberalismo en el debate intelectual y político español apuntaría en esa dirección: el intento de realineamiento ideológico de una parte de la derecha española trae aparejada una necesidad didáctica que monografías de este tenor vienen a cubrir, hasta el extremo de incluir, como en el libro de Boaz, un sonrojante test con el que el lector puede determinar cuán liberal es o deja de ser. Sin embargo –¡oh, sorpresa!–, sucede que es esa misma obra la que alerta de la facilidad con que el liberalismo se diluye también allí, en el planeta estadounidense, ante la aparente robustez conceptual de conservadurismo y socialismo, entendido este último, eso sí, de manera más templada. Nadie, en fin, parece contento.

Ahora bien, ¿es entonces el liberalismo un gran desconocido, cuando existe acuerdo acerca del hecho de que las nuestras son, precisamente, sociedades liberales? Paradójicamente, y al modo de la carta robada de Allan Poe, nadie parece reparar en un liberalismo que constituye la estructura institucional básica de las sociedades occidentales, pero no recibe crédito alguno por sus conquistas. Hay, sin embargo, una razón más clara para explicar el tono que, a pesar de sus diferencias, ambas obras adoptan, y que se sitúa entre la pedagogía académica y el ensayismo de combate: la convicción de que las nuestras son sociedades liberales incompletas, contaminadas por desviaciones del ideal liberal clásico que es imprescindible recuperar. Desde este punto de vista, el liberalismo está condenado a la insatisfacción permanente, a estar siempre en guardia, tan lejana parece la consecución de lo que bien podríamos llamar la utopía liberal. Y de ahí la educada beligerancia de los autores.

Es convienente aclarar que se trata de trabajos de diferente intención y hondura, aunque igualmente satisfactorios en la proximidad de sus intenciones y resultados. Mientras David Boaz ofrece algo parecido a un manual básico y bien razonado acerca de qué sea el liberalismo, quizá demasiado propenso a ofrecer ejemplos propios del escenario político y social norteamericano, Pedro Schwartz plantea una summa de sus reflexiones políticas, históricas y aun antropológicas sobre la filosofía liberal, a la que trata de dotar de una sólida arquitectura teó­rica. No obstante esa disparidad, los problemas y gran parte de las soluciones son comunes, porque común es el tema: la fundamentación del liberalismo. Y, por esa razón, ambos empiezan por el principio, esto es, por la libertad individual y su defensa frente al Estado. Porque es bien sabido que, para el liberalismo, un orden social justo debe asentarse en la primacía de la libertad individual; y que la máxima amenaza para ésta proviene de la coerción estatal. De acuerdo con la formulación clásica, además, la libertad es un derecho natural del hombre. Ahora bien, al liberalismo no le interesa tanto proponer una explicación trascendente de los derechos, indiferente a su contenido histórico y social, como poner de relieve la importancia decisiva del orden preestatal, e incluso paraestatal. Tanto Schwartz como Boaz, inspirándose en los pensadores liberales clásicos, desde Locke a Hayek, vuelven una y otra vez a esta anterioridad de los derechos individuales, que opera como un canettiano corazón secreto del reloj liberal, y lo hace en un doble plano: normativo y pragmático. Pero vayamos por partes.

Desde el punto de vista normativo, esa anterioridad significa que los derechos básicos del hombre son indisponibles por la autoridad estatal, que no los otorga y cuyo cometido esencial vendría a ser, de hecho, su protección: «Los hombres crean gobiernos para proteger los derechos que ya poseen» (Boaz, p. 106; la cursiva es mía). Esa indisponibilidad supone también un límite al ejercicio del poder, ya que la legislación estatal no puede menoscabar la ley natural que ya se manifestaba en las normas consuetudinarias antes de la existencia del Estado. Esta garantía está bellamente expresada en la prosa de Benjamin Constant, citado por Schwartz: «Es poco que el poder ejecutivo no tenga derecho a actuar sin el concurso de una ley, si no se declara que hay cuestiones sobre las que el legislador no tiene derecho a hacer una ley» (p. 82). El aparato metafórico del liberalismo funciona aquí a pleno rendimiento, por cuanto se niega al Estado la condición creadora de unos derechos para cuya sola protección, sin embargo, ha nacido. Justo es mencionar que la desconfianza de los liberales hacia el Estado constituye un reflejo de su desconfianza general hacia el ser humano. No en vano, tiende éste a abusar de un poder que, por eso mismo, es necesario restringir: una restricción que, como insiste Schwartz reivindicando a Montesquieu, pasa primordialmente por su división y por la afirmación de la neutralidad moral del Estado respecto de las concepciones del bien de sus ciudadanos. Es interesante anotar aquí, en cualquier caso, cómo el liberalismo combina distintas expectativas morales para los distintos planos de la vida social: desconfianza hacia la naturaleza humana; escepticismo acerca de la existencia de verdades absolutas o formas de vida correctas; y, ¡ale hop!, optimismo sobre el progreso general de las sociedades. Esto es más curioso que chocante, porque una mirada desprejuiciada a la realidad parece confirmar semejante pronóstico: eppur si muove. Y conduce al aspecto pragmático de la mencionada anterioridad del orden social frente al estatal.

Sucede que, para el liberalismo, no sólo es más justo que los individuos y las sociedades se organicen conforme a un principio de mínima interferencia estatal, sino que es además más eficaz: en realidad, la única forma verdaderamente eficaz de orden social. La planificación centralizada está condenada al fracaso en la provisión de bienes y servicios a los ciudadanos, por no mencionar la radical falta de legitimidad que supondría todo intento de dirigir la felicidad de los mismos. En diversas ocasiones, Schwartz culpa al utilitarismo inglés de sembrar en el liberalismo clásico la «semilla de pudrición» del intervencionismo estatal (p. 202), que parece borrar la nítida separación trazada por Boaz: «En una sociedad civil, uno toma las decisiones sobre su vida. En una sociedad política, son otros los que toman estas decisiones» (p. 43). Es en este punto donde cobra toda su fuerza un concepto clave para la filosofía liberal: el de orden espontáneo. Por supuesto, hablamos aquí sobre todo del mercado, tal y como fuera explicado por Adam Smith, primero, y Hayek después; pero también de la sociedad civil que, aunque íntimamente ligada a aquél, representa una forma más amplia de autoorganización social. En ambos casos se produce una óptima distribución de los recursos en ausencia de planificación racional, cuya posible sobrevenida arruinaría el mecanismo: la mano invisible del orden espontáneo se opone a la mano muerta de la organización. Digamos que el elogio clásico del mercado y del comercio internacional, como instrumentos más eficaces que tiene el bienestarismo estatal para terminar con la pobreza, se combina aquí con el encomio de la civilidad que ya rea­lizara Adam Smith. Y es muy revelador que ambos autores –Boaz más superficialmente, Schwartz recurriendo a la psicología evolucionista– propongan una antropología del capitalismo en la que, digamos, se refuta el pesimismo hobbesiano: en la especie humana, la competencia coexiste con la cooperación, la búsqueda del propio interés con el altruismo. Es una lástima, sin embargo, que esta ponderación de la naturaleza humana no resulte en una mayor atención hacia las dimensiones simbólica, e incluso narrativa, del hombre, demasiado reducido aquí, en ocasiones, a la condición de mero elector racional.

Sucede que esta superioridad, tanto moral como pragmática, del orden espontáneo preestatal abre la puerta a un inesperado utopismo liberal, de raigambre libertaria. Por un lado, no sólo mueve a limitar al máximo los poderes y las funciones del Estado, sino que incluso desaconseja el empleo de ficciones como la rousseauniana soberanía popular. Y ello porque refleja «la idea de unidad metafísica, inalienable e indivisible, del organismo social constituido por el pacto social» (Schwartz, p. 101). No se concibe la democracia como un instrumento para la participación ciudadana en la toma de decisiones colectivas, sino como un medio para limitar al poder en beneficio de la libertad individual; tal como señala Schwartz a propósito de Hayek, esa libertad es «autonomía frente al mal, no oportunidad para el bien» (p. 237). En fin de cuentas, el liberalismo no es una ética general, sino un marco procedimental dentro del cual los individuos persiguen su concepción personal del bien; un marco, eso sí, no exento de sustrato moral, como demostraría la existencia de reglas tales como el respeto a la libertad y propiedad ajenas o el cumplimiento de la ley. La responsabilidad individual hacia la propia vida prima, en todo caso, frente al asistencialismo estatal. Así, la consiguiente limitación del gobierno debería ir acompañada de una reconsideración de la democracia capaz de limitar la incidencia de los buscadores de rentas públicas, el anquilosamiento de los intereses burocráticos y una restricción amplia de las materias que puedan ser decididas por mayoría, fomentando, por ejemplo, la regla de la unanimidad débil, conforme a la cual –sostiene Schwartz– todo acuerdo es válido si nadie se opone a él. Se trata de crear un marco político que evite la concentración del poder y libere, al tiempo, el máximo espacio posible para el desarrollo espontáneo del orden social. Por eso, la mejor división de poderes es aquella que se lleva hasta el final: «¡No cabe mayor división del poder que entregar a los individuos la exclusiva decisión sobre sus asuntos privados!» (Schwartz, p. 344). Y a ese individuo, sujeto responsable antes que ciudadano, corresponde la realización del ideal liberal: «Quizá algún día logremos esquivar el sistema gubernamental para obtener todos los bienes y servicios que necesitamos» (Boaz, p. 408). Es la utopía del liberalismo, la siempre aplazada madurez del cuerpo social. Pero, cabe preguntarse, ¿qué ha salido mal, por qué no hemos llegado ya a ese lugar?

Responder a esta pregunta es, a juzgar por la posición de los autores, muy sencillo: porque ni la libertad, ni la democracia, ni el Estado son lo que eran. O mejor, lo que deberían ser, dada la dificultad para fijar un momento de pureza liberal en la historia occidental: de nuevo, por tanto, el ideal conscientemente insatisfecho. En sus consideraciones sobre la libertad, Schwartz presenta una tesis tan atractiva como plausible: la de que la vieja libertad cívica de los modernos –que, conforme a la clásica argumentación de Constant, sustituyera a la libertad política de los antiguos– haya pervertido su sentido por obra de la doble influencia del romanticismo y el igualitarismo socialista. Veamos. Si, conforme al primero, la libertad pasa a entenderse como capacidad de goce y de expresión personal, conforme al segundo (representado por Amartya Sen, viejo maestro de Schwartz) hay que entenderla no como la libertad negativa que protege al individuo de la acción estatal, sino como una igualdad de oportunidades para todos, garantizada precisamente por el Estado. No distinguimos ya –sostienen ambos pensadores– entre derechos, valores y necesidades. Y ése es el problema.

Habría surgido así una suerte de liberalismo posmoderno que, en olvido de las esencias, se transmuta en una «política del bienestar en lo público y la deontología de la permisividad en lo privado» (Schwartz, p. 199). Por supuesto, principal responsable de esta deriva es el Estado de bienestar, organización en la que confluyen ambas tendencias al tratar de equiparar artificialmente las oportunidades de todos los individuos, subordinando la libertad a la igualdad y actuando, se diría, al modo de un Estado moral de derecho llamado a asegurar la realización personal de todos ellos. ¡La servidumbre voluntaria! No tanto, claro. Pero este obsoleto paternalismo impide la asunción individual de riesgos y fomenta el cultivo de una extravagancia sin costes ni consecuencias, como se refleja en alguna de las formas adoptadas por el activismo contemporáneo contra la globalización. Algo así como el liberalismo arruinado por el sentimentalismo.

Ahora bien, ¿no es esta forma de vivir la libertad una consecuencia de la generosa neutralidad moral del liberalismo y de la prosperidad facilitada por su triunfo? Hay, naturalmente, un cierto tremendismo retórico en estas imprecaciones contra el Estado, sobre cuya necesidad última parecen caber pocas dudas; también, no obstante, un justo reproche hacia una sociedad que ha olvidado las virtudes del mejor liberalismo y necesita recuperarlas. Distinto es que ello sea ya posible para una especie cansada que no parece querer su libertad más que para confirmar su redundancia. Estas obras constituyen dos vibrantes, aunque de­si­gua­les, alegatos en favor de lo contrario. 

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