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Kurt Vonnegut en el cielo

Cronomoto

Kurt Vonnegut

Barcelona, Malpaso, 2015

Trad. de Carlos Gardini

235 pp. 19 €

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Kurt Vonnegut es el gran humorista de una generación de escritores cómicos (también es uno de los más importantes autores de ciencia ficción del siglo XX, pero eso es otra historia). Sí, no hay duda de que los grandes del alto posmodernismo norteamericano –John Barth, Thomas Pynchon, Donald Barthelme, Don DeLillo– son, en mayor o menor medida, escritores cómicos, en el sentido amplio en que lo fueron Laurence Sterne, François Rabelais y Miguel de Cervantes, y hay pocas dudas de que Vonnegut es el más hilarante de todos ellos. Sus novelas tienen siempre, entre otros, el propósito genuino de hacer reír al lector, no de que su autor se haga el listo, que es lo que muchos novelistas entienden cuando se habla de humor, y además lo consiguen. Por otro lado, Kurt Vonnegut es uno de los escritores más profundos y significativos que surgieron tras la Segunda Guerra Mundial, y quizás eso está íntimamente relacionado con su capacidad para hacernos reír. Vonnegut quiere que nos riamos de lo absurdo de nuestros deseos y pretensiones, de la indefensión y la mecanicidad del ser humano y de sus ridículos endiosamientos, pero también que comprendamos lo irrepetible de cada existencia individual, su belleza y su terrible fragilidad. En el último libro que publicó en vida, el volumen de ensayos Un hombre sin patria (2005), habla del humor superficial de un humorista como Bob Hope y, después, de la risa incontenible que le provocaban desde niño Laurel y Hardy: «Hay una terrible tragedia en ellos en algún sitio. Esos dos hombres son demasiado amables para sobrevivir en este mundo y están en terrible peligro todo el tiempo». De la trágica fragilidad de nuestras extrañas existencias es de donde surge el humor de las novelas de Vonnegut, y también de una imposible, desesperanzada y paradójica fe en el valor de lo humano, de la compasión, del humor, de la ternura, del alma humana, como él mismo llama a todo eso hacia el memorable final de Cronomoto, la última novela que publicó.

Cronomoto (Timequake, en inglés), publicada originalmente en 1997, está lejos de aquella increíble racha de gloria de los comienzos (Las sirenas de Titán, Madre Noche, Cuna de gato, Dios le bendiga, Mr. Rosewater, Matadero Cinco y Desayuno de campeones, seis obras maestras consecutivas entre 1959 y 1973) y también de sus últimas novelas de peso, como, por ejemplo, la estupenda Barbazul, de 1987. Ya en 1990, cuando apareció la floja Hocus Pocus (traducida al español como Birlibirloque), el cansado escritor anunció que ya había dicho todo lo que tenía que decir y que se retiraba de la literatura. Martin Amis ha escrito que un novelista muere dos veces, cuando muere su talento y cuando muere su cuerpo, y en la década de los noventa parecía que el talento, o el genio, de Kurt Vonnegut «estaba ya en el cielo» (como reza una de las catchphrases que se repiten una y otra vez en Cronomoto). Sin embargo, aún había jugo para un libro más, o eso parecía.

En el prólogo, Vonnegut explica (aunque hay que estar prevenidos, puesto que los prólogos de sus novelas forman un género literario aparte) que, tras años peleando para terminar una última novela, abandonó el proyecto y decidió filetear el material que tenía y mezclarlo con fragmentos más ensayísticos. El resultado es un guiso (es su expresión) misceláneo y digresivo, mezcla de novela, ensayo y memorias, construido a partir de breves párrafos de la prosa marca de la casa: ultracondensada, tersa, seca y sin arrugas, engañosamente simple e ingenua, lírica y adictiva, y supone una última mirada atrás y a los lados por parte de un gran escritor antes de dejar para siempre la escritura (aún viviría diez años más, pero no volvió a publicar prosa de ficción). Ese adiós se manifiesta en el entrelazamiento, a menudo en la misma página, entre la novela abandonada y las partes más personales, entre los personajes de ficción y sus modelos reales, entre el sueño y la realidad, o entre dos sueños, como se mezclan para siempre el paisaje y el interior del cerebro de un hombre que muere.

Yo sospecho que uno de los impulsos secretos de algunos novelistas es la tensión o la interacción entre la materia ficticia y la materia autobiográfica, sobre todo cuanto más alejadas están entre sí. Por lo general, esa materia vivida queda oculta para el lector, pero para el escritor forma, junto con la ficción que está creando, un conjunto lleno de resonancias. En Cronomoto, ambos lados del espejo están a la vista del lector. La frontera entre lo memorístico y la ficción se cruza sin cesar, en una página, en un párrafo, y resulta muy interesante comprobar cómo las dos ilusiones se mantienen, la ilusión de lo biográfico y la ilusión de lo novelesco. La misma «suspensión de la incredulidad», en palabras de Coleridge citadas en la novela, se produce una y otra vez. ¿Se debe esto por entero a la maestría de Vonnegut o hay algo en nosotros que necesita levantar una y otra vez esos escenarios de la imaginación? En cualquier caso, es curioso que una novela tan esquemática, tan esquelética, tan hecha de retazos como ésta, sea a menudo tan vívida, aunque parte de responsabilidad la tiene sin duda la maravillosa escritura.

Con el paso de los años y de las novelas, la intimidad que crea su prosa fue acentuándose hasta que, en Cronomoto, tenemos la sensación de estar escuchando a un viejo amigo en una habitación, una tarde tranquila. No hay que dejarse engañar por el minimalismo de su escritura. Debajo de la deliberada pobreza de recursos late una tremenda potencia novelística, de conocimiento del mundo y de su oficio, que mantiene cohesionado el libro y que asoma aquí y allá, como la garra de un león por debajo de la puerta. Esto está también relacionado con esa particular técnica vonnegutiana de no narrar directamente la acción, sino comentarla, adelantándose a los hechos y dándolos por sabidos, lo cual, de forma un tanto paradójica, crea inmediatez y una nítida sensación de realidad.

La novela primigenia que Vonnegut abandonó tenía como protagonista a su personaje más famoso y su álter ego, Kilgore Trout, vagabundo, escritor de ciencia ficción y el autor de relatos más prolífico de la historia de la humanidad. El incidente que le daba título (y que da título al producto final) era un «seísmo cronológico» que se producía en el año 2001. Ese cronomoto consiste en que, de pronto, y sin previo aviso, el tiempo del universo regresa hasta un instante de 1991. En los siguientes diez años, hasta que regrese el instante de 2001 en que comenzó todo, cada ser humano repite uno por uno todos sus actos del intervalo aunque, interiormente, 1) es consciente de que todo eso ya lo ha hecho antes; 2) sabe qué va a ocurrir hasta el año 2001, y 3) aunque se resista y trate de cambiar el curso de los acontecimientos, sólo puede hacer y decir lo que hizo y dijo durante esos años. Cuando se alcanza de nuevo el momento inicial de 2001, el «libre albedrío» se reactiva, y Trout, el misántropo nihilista, exclamará: «Ya soy demasiado viejo para jugar a la ruleta rusa con el libre albedrío». Por supuesto, según Trout, y según su sosias y creador, es muy dudoso que haya libre albedrío antes, durante o después del cronomoto, y la novela, particularmente en la interacción del material ficticio con fragmentos de la vida personal de Vonnegut, es una lacónica indagación en la posibilidad de la libertad humana y en los límites del conocimiento.

Además de Trout, entre los personajes hay un compositor en silla de ruedas llamado Zoltan; su mujer, la guapa Monica Pepper, secretaria ejecutiva de la Academia de las Artes y las Letras; un guardia de seguridad negro que, debido al cronomoto, regresa a la cárcel, donde pasó años acusado de un crimen horrible que no había cometido; una amante de John Wilkes Booth, el actor que asesinó a Abraham Lincoln, y el propio Kurt Vonnegut, que habla con Kilgore Trout durante una barbacoa de marisco en la playa en la última escena de la novela, adelantada poco a poco desde la primera página, en la que el viejo escritor de ciencia ficción alcanza el único cielo que puede concederle su creador. Pero la trama, o lo que queda de ella, es muy tenue, los personajes y sus historias están incompletos y varios detalles y pistas para nuevos desarrollos, de los que Vonnegut suele utilizar para interconectar entre sí toda la materia de sus novelas, quedan colgando en el aire para siempre. Por supuesto, nada de eso importa demasiado para los designios del autor: «Si hubiera malgastado mi tiempo creando personajes», declara Trout en la novela, «nunca habría conseguido llamar la atención sobre las cosas que realmente importan: fuerzas irresistibles de la naturaleza, crueles inventos y ridículos ideales, gobiernos y economías que hacen que héroes y heroínas por igual se sientan como algo que ha traído el gato».

Por otro lado, en Vonnegut siempre está muy clara la voluntad, libre de hipocresías, de entretener al lector y de hacerle un poco más feliz. En los cursos de escritura creativa que impartió durante años, solía decir a sus estudiantes, según declara en Cronomoto, «que cuando escribieran debían ser como buenos acompañantes en una cita a ciegas y hacer pasar un buen rato a una persona desconocida. Si no, entonces debían regentar un excelente burdel y que entrase todo el mundo, aunque en realidad estuvieran trabajando en perfecta soledad».

Vonnegut tiene ganas de hablar y va acumulando sus diminutos capítulos y llenándolos de reflexiones sobre política (por ejemplo, varias propuestas de reformas de la Constitución estadounidense, válidas para la de cualquier otro país, que alguien debería tomarse en serio) y de recuerdos y reflexiones sobre su propia familia, salpicados de citas y apariciones de algunos de sus héroes de siempre (Henry David Thoreau, Mark Twain, H. L. Mencken), así como de amigos y conocidos del mundo literario internacional como Günter Grass, Heinrich Böll o José Donoso. Es una lenta, melancólica y humorística despedida de la vida y de la literatura. Las personas amadas van muriendo y el mundo ya no es lo que era: hay muchas páginas dedicadas a los monstruosos cambios tecnológicos y a la posible (segura, según el pesimismo vonnegutiano) extinción de lo humano, de los libros, del arte, de la belleza, etc. Hay, ya en el año 97, la triste constatación de que los nietos del escritor sólo leen libros en la pantalla de un ordenador. Además del ludismo militante, hay también cierta suave misoginia de viejo gruñón (posiblemente causada por el desagradable divorcio de su segunda mujer mientras escribía el libro) y, a pesar del indomable pesimismo, una especie de calidez o de luz que se abre paso siempre entre la prosa y que proviene de su bondad, de su amor desesperado por la vida y de su voluntad de enfrentarse a los problemas que le planteaba su propia existencia.

Saul Steinberg, el genial ilustrador, a quien Vonnegut consideraba la persona más sabia que había conocido nunca, le dijo una vez que hay dos tipos de artistas: los que responden a la historia de su arte y los que responden a la vida misma. Es obvio que Kurt Vonnegut pertenece a la segunda clase.

Ismael Belda es crítico literario y escritor. Es autor de La Universidad Blanca (Madrid, La Palma, 2015).

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Ficha técnica

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